Fortunata y Jacinta

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Publicada en 1887, cuando su autor tenía 44 años, se convirtió rápidamente en lo que ahora llamamos un
Best Seller
. La acción abarca un periodo que va desde el invierno de 69/70 hasta el definitivo ingreso en la locura de Maximiliano y su internamiento en el manicomio de Leganés en 1876.

Entre otros equívocos que ha suscitado esta obra, no es el menor el creer —a juzgar por el título— que los personajes centrales de la novela son las dos mujeres. Antes bien, la acción gira en todo momento en torno de un hombre, ya por presencia ya por influencia, y ése es sin duda el personaje central: Don Juan Santa Cruz, joven, rico y señorito, burgués pero sin empuje, de buen fondo pero absolutamente superficial, afectuoso y egoísta y sin duda muy madrileño y muy español. Porque ella era guapa y porque así era el uso, toma como amante a una muchacha de clase baja —Fortunata—, a la que conoce, visita y luego devuelve a un ambiente de menestrales y artesanos de poca monta, situados a medio camino entre el proletariado y la mala vida, y donde es común el dolor y complicadas la moral y las costumbres. Como en una mala historia de folletín, Fortunata se enamora del señorito, pero Juan se casa con su prima Jacinta, mucho mejor partido y que, además, le gusta. Por supuesto, Fortunata, seducida y abandonada, tiene un hijo de Juan, mientras él inicia una serena vida amorosa y conyugal con Jacinta, pero al tiempo se ve que la feliz pareja es estéril.

A partir de la esterilidad de Jacinta es cuando comienza a construirse la trama más profunda, la segunda lectura de la novela, y allí sí son las dos mujeres las que juegan un sorprendente juego de identidad y transmutación. Jacinta quiere ser Fortunata, en el sentido de que quiere ser la madre de un hijo de Juan, y es por eso que cae en una patraña adoptando a un niño abandonado de quien le dicen que es el hijo de Fortunata. Y Fortunata quiere ser Jacinta, es decir la digna mujer de un hombre honrado, y decide para eso aceptar la propuesta de Maximiliano, un estudiante de Farmacia vacilante y neurótico, sometido a los dictados de su tía y tan ingenuo que se cree capaz de cambiar por completo —con su amor y su constancia— la personalidad e historia de Fortunata, quien por cierto ha llevado muy mala vida, en todo sentido, después de ser abandonada por Juan.

Tras un periodo de
«recuperación moral»
en un convento —una especie de viaje psicoanalítico, donde se ve a sí misma reflejada en las miserias y virtudes de algunas de sus compañeras de encierro—, Fortunata decide correr el riesgo y se casa con Maximiliano. Pero Fortunata y Juan vuelven a encontrarse y a amarse, ahora con una pasión que se transforma en repugnancia hacia Maximiliano por parte de ella y en frialdad y culpa hacia Jacinta por parte del señorito, por una vez confundido en sus afectos.

Fortunata y Jacinta se han visto cuando la primera hacía su cura espiritual en las Micaelas, y ese encuentro marca un segundo punto de intensidad en la trama secundaria: cada una de ellas trata de completar, en su identificación con la otra, las partes que siente vacías en su propia imagen. A este conflicto se superpone, por un lado, la arraigada convicción de Fortunata respecto de sus sentimientos hacia Juan, a la vez que una sensación de legitimidad hacia esos sentimientos. En este aspecto, Fortunata sostiene una escala de valores que a ella se le hacen universales, pero que Galdós certeramente expone como el valioso aporte de una subcultura de clase baja, de cara a la hipocresía de la clase de Juan.

De todos modos, la alternativa a la actitud de Juan no es la de Fortunata —porque es social y culturalmente imposible— sino la de Maximiliano. Hay en este tortuoso personaje tanta riqueza de contradicciones, tanta miseria y tanta virtud, que justificarían por sí mismas la novela. Maximiliano es la locura de amar, pero también es la inerme desesperación frente a la irracionalidad de los afectos ajenos, el calvario de entender, siquiera a medias, pero no poder aceptar esa verdad desesperante que se sintetiza en el amor irrenunciable de Fortunata hacia su verdugo y su destructor. Junto a una Jacinta que cada vez conoce mejor y sufre con más fuerza la infidelidad y el desamor de Juan, Maximiliano completa un cuarteto armónico en su composición y trágico en su desesperanza. Juan Santa Cruz no puede elegir a Fortunata; ni siquiera puede amar sinceramente a la mujer que le ha dado un hijo, pero tampoco puede resignarse a que su destino sea solamente el que puede compartir, sin descendencia, con Jacinta. Maximiliano no puede dejar de amar a su idealizada Fortunata ni puede aceptar que ésta ame a Juan, a quien por lo demás Maximiliano no sólo odia sino que también desprecia.

Un nuevo abandono de Juan, un nuevo embarazo de Fortunata, un nuevo intento de acercamiento entre Fortunata y Maximiliano, todo eso no tiene otro carácter que la reiteración de una situación cíclica, desprovista de toda salida equilibrada. Sólo que ahora, para que ni siquiera el amor de Fortunata pueda mantenerse en su calidad referencial, Juan Santa Cruz toma como nueva amante a Aurora, una amiga de Fortunata. Y al desenlace de la obra, será Jacinta quien castigue a Juan en nombre de Fortunata.

Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta

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27.03.12

Benito Pérez Galdós, 1887

Cubierta:
Mujer con sombrero negro
, Frank Duveneck (1848-1919)

PARTE PRIMERA
—I—

Juanito Santa Cruz

—1—

L
as noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y aunque se reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y Villalonga de Coronado. Ni tenían todos el mismo grado de aplicación: Zalamero, juicioso y circunspecto como pocos, era de los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando con faz complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza discretas señales de asentimiento a todo lo que dice. Por el contrario, Santa Cruz y Villalonga se ponían siempre en la grada más alta, envueltos en sus capas y más parecidos a conspiradores que a estudiantes. Allí pasaban el rato charlando por lo bajo, leyendo novelas, dibujando caricaturas o soplándose recíprocamente la lección cuando el catedrático les preguntaba. Juanito Santa Cruz y Miquis llevaron un día una sartén (no sé si a la clase de Novar o a la de Uribe, que explicaba Metafísica) y frieron un par de huevos. Otras muchas tonterías de este jaez cuenta Villalonga, las cuales no copio por no alargar este relato. Todos ellos, a excepción de Miquis que se murió en el 64 soñando con la gloria de Schiller, metieron infernal bulla en el célebre alboroto de la noche de San Daniel. Hasta el formalito Zalamero se descompuso en aquella ruidosa ocasión, dando pitidos y chillando como un salvaje, con lo cual se ganó dos bofetadas de un guardia veterano, sin más consecuencias. Pero Villalonga y Santa Cruz lo pasaron peor, porque el primero recibió un sablazo en el hombro que le tuvo derrengado por espacio de dos meses largos, y el segundo fue cogido junto a la esquina del Teatro Real y llevado a la prevención en una cuerda de presos, compuesta de varios estudiantes decentes y algunos pilluelos de muy mal pelaje. A la sombra me lo tuvieron veinte y tantas horas, y aún durara más su cautiverio, si de él no le sacara el día 11 su papá, sujeto respetabilísimo y muy bien relacionado.

¡Ay! El susto que se llevaron Don Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es para contado. ¡Qué noche de angustia la del 10 al 11! Ambos creían no volver a ver a su adorado nene, en quien, por ser único, se miraban y se recreaban con inefables goces de padres chochos de cariño, aunque no eran viejos. Cuando el tal Juanito entró en su casa, pálido y hambriento, descompuesta la faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a pueblo, su mamá vacilaba entre reñirle y comérsele a besos. El insigne Santa Cruz, que se había enriquecido honradamente en el comercio de paños, figuraba con timidez en el antiguo partido progresista; mas no era socio de la revoltosa
Tertulia
, porque las inclinaciones antidinásticas de Olózaga y Prim le hacían muy poca gracia. Su club era el salón de un amigo y pariente, al cual iban casi todas las noches Don Manuel Cantero, Don Cirilo Álvarez y Don Joaquín Aguirre, y algunas Don Pascual Madoz. No podía ser, pues, Don Baldomero, por razón de afinidades personales, sospechoso al poder. Creo que fue Cantero quien le acompañó a Gobernación para ver a González Bravo, y éste dio al punto la orden para que fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado Juanito.

Cuando el niño estudiaba los últimos años de su carrera, verificose en él uno de esos cambiazos críticos que tan comunes son en la edad juvenil. De travieso y alborotado volviose tan juiciosillo, que al mismo Zalamero daba quince y raya. Entrole la comezón de cumplir religiosamente sus deberes escolásticos y aun de instruirse por su cuenta con lecturas sin tasa y con ejercicios de controversia y palique declamatorio entre amiguitos. No sólo iba a clase puntualísimo y cargado de apuntes, sino que se ponía en la grada primera para mirar al profesor con cara de aprovechamiento, sin quitarle ojo, cual si fuera una novia, y aprobar con cabezadas la explicación, como diciendo: «yo también me sé eso y algo más». Al concluir la clase, era de los que le cortan el paso al catedrático para consultarle un punto oscuro del texto o que les resuelva una duda. Con estas dudas declaran los tales su furibunda aplicación. Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le traía muy desasosegado. Por aquellos días no era todavía costumbre que fuesen al Ateneo los sabios de pecho que están mamando la leche del conocimiento. Juanito se reunía con otros cachorros en la casa del chico de Tellería (Gustavito) y allí armaban grandes peloteras. Los temas más sutiles de Filosofía de la Historia y del Derecho, de Metafísica y de otras ciencias especulativas (pues aún no estaban de moda los estudios experimentales, ni el transformismo, ni Darwin, ni Haeckel eran para ellos, lo que para otros el trompo o la cometa. ¡Qué gran progreso en los entretenimientos de la niñez! ¡Cuando uno piensa que aquellos mismos nenes, si hubieran vivido en edades remotas, se habrían pasado el tiempo mamándose el dedo, o haciendo y diciendo toda suerte de boberías...!

Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en casa de Bailly-Baillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere Villalonga que un día fue Barbarita
reventando
de gozo y orgullo a la librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, aquel himno de la conciencia que podemos llamar los
misterios gozosos
de Barbarita. Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al descuido estas entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡Cuánto lee! Yo digo que esas cabezas tienen algo, algo, sí señor, que no tienen las demás... En fin, más vale que le dé por ahí».

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