Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
La biografía mercantil de este hombre es tan curiosa como sencilla. Era muy joven cuando entró de hortera en casa de Arnaiz, y allí sirvió muchos años, siempre bien quisto del principal por su honradez acrisolada y el grandísimo interés con que miraba todo lo concerniente al establecimiento. Y a pesar de tales prendas, Estupiñá no era un buen dependiente. Al despachar, entretenía demasiado a los parroquianos, y si le mandaban con un recado o comisión a la Aduana, tardaba tanto en volver, que muchas veces creyó Don Bonifacio que le habían llevado preso. La singularidad de que teniendo Plácido estas mañas, no pudieran los dueños de la tienda prescindir de él, se explica por la ciega confianza que inspiraba, pues estando él al cuidado de la tienda y de la caja, ya podían Arnaiz y su familia echarse a dormir. Era su fidelidad tan grande como su humildad, pues ya le podían reñir y decirle cuantas perrerías quisieran, sin que se incomodase. Por esto sintió mucho Arnaiz que Estupiñá dejara la casa en 1837, cuando se le antojó establecerse con los dineros de una pequeña herencia. Su principal, que le conocía bien, hacía lúgubres profecías del porvenir comercial de Plácido, trabajando por su cuenta.
Prometíaselas él muy felices en la tienda de bayetas y paños del Reino que estableció en la Plaza Mayor, junto a la Panadería. No puso dependientes, porque la cortedad del negocio no lo consentía; pero su tertulia fue la más animada y dicharachera de todo el barrio. Y ved aquí el secreto de lo poco que dio de sí el establecimiento, y la justificación de los vaticinios de Don Bonifacio. Estupiñá tenía un vicio hereditario y crónico, contra el cual eran impotentes todas las demás energías de su alma; vicio tanto más avasallador y terrible cuanto más inofensivo parecía. No era la bebida, no era el amor, ni el juego ni el lujo; era la conversación. Por un rato de palique era Estupiñá capaz de dejar que se llevaran los demonios el mejor negocio del mundo. Como él pegase la hebra con gana, ya podía venirse el cielo abajo, y antes le cortaran la lengua que la hebra. A su tienda iban los habladores más frenéticos, porque el vicio llama al vicio. Si en lo más sabroso de su charla entraba alguien a comprar, Estupiñá le ponía la cara que se pone a los que van a dar sablazos. Si el género pedido estaba sobre el mostrador, lo enseñaba con gesto rápido, deseando que acabase pronto la interrupción; pero si estaba en lo alto de la anaquelería, echaba hacia arriba una mirada de fatiga, como el que pide a Dios paciencia, diciendo: «¿Bayeta amarilla? Mírela usted. Me parece que es angosta para lo que usted la quiere». Otras veces dudaba o aparentaba dudar si tenía lo que le pedían. «¿Gorritas para niño? ¿Las quiere usted de visera de hule?... Sospecho que hay algunas, pero son de esas que no se usan ya...».
Si estaba jugando al tute o al mus, únicos juegos que sabía y en los que era maestro, primero se hundía el mundo que apartar él su atención de las cartas. Era tan fuerte el ansia de charla y de trato social, se lo pedía el cuerpo y el alma con tal vehemencia, que si no iban habladores a la tienda no podía resistir la comezón del vicio, echaba la llave, se la metía en el bolsillo y se iba a otra tienda en busca de aquel licor palabrero con que se embriagaba. Por Navidad, cuando se empezaban a armar los puestos de la Plaza, el pobre tendero no tenía valor para estarse metido en aquel cuchitril oscuro. El sonido de la voz humana, la luz y el rumor de la calle eran tan necesarios a su existencia como el aire. Cerraba, y se iba a dar conversación a las mujeres de los puestos. A todas las conocía, y se enteraba de lo que iban a vender y de cuanto ocurriera en la familia de cada una de ellas. Pertenecía, pues, Estupiñá a aquella raza de tenderos, de la cual quedan aún muy pocos ejemplares, cuyo papel en el mundo comercial parece ser la atenuación de los males causados por los excesos de la oferta impertinente, y disuadir al consumidor de la malsana inclinación a gastar el dinero. «Don Plácido, ¿tiene usted pana azul?». —«¡Pana azul! ¿Y quién te mete a ti en esos lujos? Sí que la tengo; pero es cara para ti». «Enséñemela usted... y a ver si me la arregla»... Entonces hacía el hombre un desmedido esfuerzo, como quien sacrifica al deber sus sentimientos y gustos más queridos, y bajaba la pieza de tela. «Vaya, aquí está la pana. Si no la has de comprar, si todo es gana de moler, ¿para qué quieres verla? ¿Crees que yo no tengo nada qué hacer?». —«Lo que dije; estas mujeres marean a Cristo. Hay otra clase, sí señora. ¿La compras, sí o no? A veinte y dos reales, ni un cuarto menos». —«Pero déjela ver... ¡Ay qué hombre! ¿Cree que me voy a comer la pieza?»... «A veinte y dos realetes». —«¡Ande y que lo parta un rayo!». —«Que te parta a ti, mal criada, respondona, tarasca...».
Era muy fino con las señoras de alto copete. Su afabilidad tenía tonos como este: «¿La cúbica? Sí que la hay. ¿Ve usted la pieza allá arriba? Me parece, señora, que no es lo que usted busca... digo, me parece; no es que yo me quiera meter... Ahora se estilan rayaditas: de eso no tengo. Espero una remesa para el mes que entra. Ayer vi a las niñas con el señor Don Cándido. Vaya, que están creciditas. ¿Y cómo sigue el señor mayor? ¡No le he visto desde que íbamos juntos a la bóveda de San Ginés!»... Con este sistema de vender, a los cuatro años de comercio se podían contar las personas que al cabo de la semana traspasaban el dintel de la tienda. A los seis años no entraban allí ni las moscas. Estupiñá abría todas las mañanas, barría y regaba la acera, se ponía los manguitos verdes y se sentaba detrás del mostrador a leer el
Diario de Avisos
. Poco a poco iban llegando los amigos, aquellos hermanos de su alma, que en la soledad en que Plácido estaba le parecían algo como la paloma del arca, pues le traían en el pico algo más que un ramo de oliva, le traían la palabra, el sabrosísimo fruto y la flor de la vida, el alcohol del alma, con que apacentaba su vicio... Pasábanse el día entero contando anécdotas, comentando sucesos políticos, tratando de tú a Mendizábal, a Calatrava, a María Cristina y al mismo Dios, trazando con el dedo planes de campaña sobre el mostrador en extravagantes líneas tácticas; demostrando que Espartero debía ir necesariamente por aquí y Villarreal por allá; refiriendo también sucedidos del comercio, llegadas de tal o cual género; lances de Iglesia y de milicia y de mujeres y de la corte, con todo lo demás que cae bajo el dominio de la bachillería humana. A todas estas el cajón del dinero no se abría ni una sola vez, y a la vara de medir, sumida en plácida quietud, le faltaba poco para reverdecer y echar flores como la vara de San José. Y como pasaban meses y meses sin que se renovase el género, y allí no había más que maulas y vejeces, el trueno fue gordo y repentino. Un día le embargaron todo, y Estupiñá salió de la tienda con tanta pena como dignidad.
A
quel gran filósofo no se entregó a la desesperación. Viéronle sus amigos tranquilo y resignado. En su aspecto y en el reposo de su semblante había algo de Sócrates, admitiendo que Sócrates fuera hombre dispuesto a estarse siete horas seguidas con la palabra en la boca. Plácido había salvado el honor, que era lo importante, pagando religiosamente a todo el mundo con las existencias. Se había quedado con lo puesto y sin una mota. No salvó más mueble que la vara de medir. Era forzoso, pues, buscar algún modo de ganarse la vida. ¿A qué se dedicaría? ¿En qué ramo del comercio emplearía sus grandes dotes? Dándose a pensar en esto, vino a descubrir que en medio de su gran pobreza conservaba un capital que seguramente le envidiarían muchos: las relaciones. Conocía a cuantos almacenistas y tenderos había en Madrid; todas las puertas se le franqueaban, y en todas partes le ponían buena cara por su honradez, sus buenas maneras y principalmente por aquella bendita labia que Dios le había dado. Sus relaciones y estas aptitudes le sugirieron, pues, la idea de dedicarse a corredor de géneros. Don Baldomero Santa Cruz, el gordo Arnaiz, Bringas, Moreno, Labiano y otros almacenistas de paños, lienzos o novedades, le daban piezas para que las fuera enseñando de tienda en tienda. Ganaba el 2 por 100 de comisión por lo que vendía. ¡María Santísima, qué vida más deliciosa y qué bien hizo en adoptarla, porque cosa más adecuada a su temperamento no se podía imaginar! Aquel correr continuo, aquel entrar por diversas puertas, aquel saludar en la calle a cincuenta personas y preguntarles por la familia era su vida, y todo lo demás era muerte. Plácido no había nacido para el presidio de una tienda. Su elemento era la calle, el aire libre, la discusión, la contratación, el recado, ir y venir, preguntar, cuestionar, pasando gallardamente de la seriedad a la broma. Había mañana en que se echaba al coleto toda la calle de Toledo de punta a punta, y la Concepción Jerónima, Atocha y Carretas.
Así pasaron algunos años. Como sus necesidades eran muy cortas, pues no tenía familia que mantener ni ningún vicio como no fuera el de gastar saliva, bastábale para vivir lo poco que el corretaje le daba. Además, muchos comerciantes ricos le protegían. Este, a lo mejor, le regalaba una capa; otro un corte de vestido; aquel un sombrero o bien comestibles y golosinas. Familias de las más empingorotadas del comercio le sentaban a su mesa, no sólo por amistad sino por egoísmo, pues era una diversión oírle contar tan diversas cosas con aquella exactitud pintoresca y aquel esmero de detalles que encantaba. Dos caracteres principales tenía su entretenida charla, y eran: que nunca se declaraba ignorante de cosa alguna, y que jamás habló mal de nadie. Si por acaso se dejaba decir alguna palabra ofensiva, era contra la Aduana; pero sin individualizar sus acusaciones.
Porque Estupiñá, al mismo tiempo que corredor, era contrabandista. Las piezas de Hamburgo de 26 hilos que pasó por el portillo de Gilimón, valiéndose de ingeniosas mañas, no son para contadas. No había otro como él para atravesar de noche ciertas calles con un bulto bajo la capa, figurándose mendigo con un niño a cuestas. Ninguno como él poseía el arte de deslizar un duro en la mano del empleado fiscal, en momentos de peligro, y se entendía con ellos tan bien para este fregado, que las principales casas acudían a él para desatar sus líos con la Hacienda. No hay medio de escribir en el Decálogo los delitos fiscales. La moral del pueblo se rebelaba, más entonces que ahora, a considerar las defraudaciones a la Hacienda como verdaderos pecados, y conforme con este criterio, Estupiñá no sentía alboroto en su conciencia cuando ponía feliz remate a una de aquellas empresas. Según él, lo que la Hacienda llama suyo no es suyo, sino de la nación, es decir, de Juan Particular, y burlar a la Hacienda es devolver a Juan Particular lo que le pertenece. Esta idea, sustentada por el pueblo con turbulenta fe, ha tenido también sus héroes y sus mártires. Plácido la profesaba con no menos entusiasmo que cualquier caballista andaluz, sólo que era de infantería, y además no quitaba la vida a nadie. Su conciencia, envuelta en horrorosas nieblas tocante a lo fiscal, manifestábase pura y luminosa en lo referente a la propiedad privada. Era hombre que antes de guardar un ochavo que no fuese suyo, se habría estado callado un mes.
Barbarita le quería mucho. Habíale visto en su casa desde que tuvo el Don de ver y apreciar las cosas; conocía bien, por opinión de su padre y por experiencia propia, las excelentes prendas y lealtad del hablador. Siendo niña, Estupiñá la llevaba a la escuela de la rinconada de la calle Imperial, y por Navidad iba con él a ver los nacimientos y los puestos de la plaza de Santa Cruz. Cuando Don Bonifacio Arnaiz enfermó para morirse, Plácido no se separó de él ni enfermo ni difunto hasta que le dejó en la sepultura. En todas las penas y alegrías de la casa era siempre el partícipe más sincero. Su posición junto a tan noble familia era entre amistad y servidumbre, pues si Barbarita le sentaba a su mesa muchos días, los más del año empleábale en recados y comisiones que él sabía desempeñar con exactitud suma. Ya iba a la plaza de la Cebada en busca de alguna hortaliza temprana, ya a la Cava Baja a entenderse con los ordinarios que traían encargos, o bien a Maravillas, donde vivían la planchadora y la encajera de la casa. Tal ascendiente tenía la señora de Santa Cruz sobre aquella alma sencilla y con fe tan ciega la respetaba y obedecía él, que si Barbarita le hubiera dicho: «Plácido, hazme el favor de tirarte por el balcón a la calle», el infeliz no habría vacilado un momento en hacerlo.
Andando los años, y cuando ya Estupiñá iba para viejo y no hacía corretaje ni contrabando, desempeñó en la casa de Santa Cruz un cargo muy delicado. Como era persona de tanta confianza y tan ciegamente adicto a la familia, Barbarita le confiaba a Juanito para que le llevase y le trajera al colegio de Massarnau, o le sacara a paseo los domingos y fiestas. Segura estaba la mamá de que la vigilancia de Plácido era como la de un padre, y bien sabía que se habría dejado matar cien veces antes que consentir que nadie tocase al
Delfín
(así le solía llamar) en la punta del cabello. Ya era este un polluelo con ínfulas de hombre cuando Estupiñá le llevaba a los Toros, iniciándole en los misterios del arte, que se preciaba de entender como buen madrileño. El niño y el viejo se entusiasmaban por igual en el bárbaro y pintoresco espectáculo, y a la salida Plácido le contaba sus proezas taurómacas, pues también, allá en su mocedad, había echado sus quiebros y pases de muleta, y tenía traje completo con lentejuelas, y toreaba novillos por lo fino, sin olvidar ninguna regla... Como Juanito le manifestara deseos de ver el traje, contestábale Plácido que hacía muchos años su hermana la sastra (que de Dios gozaba) lo había convertido en túnica de un Nazareno, que está en la iglesia de Daganzo de Abajo.
Fuera del platicar, Estupiñá no tenía ningún vicio, ni se juntó jamás con personas ordinarias y de baja estofa. Una sola vez en su vida tuvo que ver con gente de mala ralea, con motivo del bautizo del chico de un sobrino suyo, que estaba casado con una tablajera. Entonces le ocurrió un lance desagradable del cual se acordó y avergonzó toda su vida; y fue que el pillete del sobrinito, confabulado con sus amigotes, logró embriagarle, dándole subrepticiamente un Chinchón capaz de marear a una piedra. Fue una borrachera estúpida, la primera y última de su vida; y el recuerdo de la degradación de aquella noche le entristecía siempre que repuntaba en su memoria. ¡Infames, burlar así a quien era la misma sobriedad! Me le hicieron beber con engaño evidente aquellas nefandas copas, y después no vacilaron en escarnecerle con tanta crueldad como grosería. Pidiéronle que cantara la Pitita, y hay motivos para creer que la cantó, aunque él lo niega en redondo. En medio del desconcierto de sus sentidos, tuvo conciencia del estado en que le habían puesto, y el decoro le sugirió la idea de la fuga. Echose fuera del local pensando que el aire de la noche le despejaría la cabeza; pero aunque sintió algún alivio, sus facultades y sentidos continuaban sujetos a los más garrafales errores. Al llegar a la esquina de la Cava de San Miguel, vio al sereno; mejor dicho, lo que vio fue el farol del sereno, que andaba hacia la rinconada de la calle de Cuchilleros. Creyó que era el Viático, y arrodillándose y descubriéndose, según tenía por costumbre, rezó una corta oración y dijo: «¡Que Dios le dé lo que mejor le convenga!». Las carcajadas de sus soeces burladores, que le habían seguido, le volvieron a su acuerdo, y conocido el error, se metió a escape en su casa, que a dos pasos estaba. Durmió, y al día siguiente como si tal cosa. Pero sentía un remordimiento vivísimo que por algún tiempo le hacía suspirar y quedarse meditabundo. Nada afligía tanto su honrado corazón como la idea de que Barbarita se enterara de aquel chasco del Viático. Afortunadamente, o no lo supo, o si lo supo no se dio nunca por entendida.