Fragmentos de una enseñanza desconocida (78 page)

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Authors: P. D. Ouspensky

Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología

BOOK: Fragmentos de una enseñanza desconocida
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En Ekaterinodar, y después, durante el invierno en Rostov, formé un pequeño grupo y siguiendo un plan que había elaborado durante el invierno precedente, di conferencias para exponer las ideas de G.; tomé como punto de partida las cosas de la vida ordinaria que permiten su acceso.

Durante el verano y el otoño de 1919, recibí dos cartas de G., una en Ekaterinodar, la otra en Novorossiysk. Me escribía que había abierto en Tiflis un "Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre", cuyo programa era muy vasto. Acompañaba su carta con un prospecto que, en verdad, me dejó muy pensativo.

Comenzaba con estas palabras:

"Con autorización del Ministerio de Educación Nacional, se ha abierto en Tiflis el Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, basado en el sistema de G. I. G. El Instituto acepta niños y adultos de ambos sexos. Cursos mañana y tarde. El programa de estudios incluye: gimnasia de toda clase (rítmica, médica y otras), ejercicios para el desarrollo de la voluntad, de la memoria, de la atención, de la audición, del pensamiento, de la emoción, del instinto, etc., etc. "El sistema de G. I. G., agregaba el prospecto, ya está operando en una serie de grandes ciudades tales como: Bombay, Alejandría, Kabul, Nueva York, Chicago, Cristianía, Estocolmo, Moscú, Essentuki y en todas las filiales y hogares de verdaderas fraternidades internacionales de trabajadores."

Al final del prospecto, se encontraba una lista de "profesores especialistas" del Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, y entre ellos encontré mi propio nombre, así como los del ingeniero P., y de J., otro miembro de nuestros grupos, que vivía entonces en Novorossiysk y que no tenía la menor intención de ir a Tiflis. G. me escribió que estaba preparando su ballet "La Lucha de los Magos", y, sin hacer la menor alusión a todas las dificultades del pasado, me invitó a Tiflis para trabajar con él. Esto era muy propio de él. Pero por diversas razones, no podía ir a Tiflis. Ante todo, había grandes obstáculos materiales, luego las dificultades que habían surgido en Essentuki eran muy reales para mí. Mi decisión de separarme de G. me había costado muy caro, y no podía renunciar a ella tan fácilmente, tanto más cuanto que todos sus argumentos me parecían sospechosos. Tengo que confesar que el programa del Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre no me había entusiasmado especialmente. Claro que comprendía que, dadas las circunstancias, G. se vio obligado a darle a su trabajo alguna forma exterior como lo había hecho en Essentuki, que podía parecer una caricatura. No era menos cierto para mí que detrás de esta forma permanecía siempre la
misma cosa,
la cual no podía cambiar. Yo sólo dudaba sobre mi capacidad para adaptarme a tal forma. Al mismo tiempo, estaba seguro de que muy pronto tendría que volver a ver a G.

Desde Maikop, P. vino a verme a Ekaterinodar; hablamos bastante de la enseñanza y de G. mismo. Su estado de ánimo era francamente negativo. Sin embargo, me pareció que mi idea de la imperiosa necesidad de distinguir entre G. y su enseñanza, lo ayudó a comprender mejor la situación.

Comenzaba a tomar el más vivo interés en mis grupos. Veía en ellos una posibilidad de continuar el trabajo. Las ideas de la enseñanza manifiestamente encontraban un eco, respondían a las necesidades de los que querían comprender lo que pasaba tanto en ellos como a su alrededor. Asistimos al final de este breve epílogo de la historia rusa que había aterrorizado tanto a nuestros "amigos y aliados". Delante de nosotros todo era totalmente oscuro. Pasé el otoño y el comienzo del invierno en Rostov. Allí me encontré con dos o tres miembros de nuestros grupos de San Petersburgo, y con Z. que acababa de llegar de Kiev. Este último vivía en el mismo sitio que yo. Entonces también él tenía una actitud negativa con respecto a todo el trabajo. Una vez más tuve la impresión de que nuestras conversaciones le permitieron hacer un balance y reconocer que sus primeras evaluaciones habían sido justas. Decidió volver a reunirse con G. en Tiflis. Pero su destino era diferente. Salimos de Rostov casi al mismo tiempo que él. Cuando llegó a Novorossiysk, ya estaba enfermo, y en los primeros días de enero de 1920, murió de viruela.

Poco después, logré llegar a Constantinopla.

En ese entonces Constantinopla rebosaba de rusos. Me encontré allí con numerosos conocidos de San Petersburgo, y con su ayuda di conferencias en los locales de la "Russki Mayak". Rápidamente reuní un auditorio bastante numeroso, compuesto sobre todo por jóvenes. Continuaba desarrollando los temas que había expuesto en Rostov y en Ekaterinodar, conectando todas las ideas generales de psicología y de filosofía con las de esoterismo.

No recibí ninguna otra carta de G., pero estaba seguro que no tardaría en desembarcar en Constantinopla. En efecto, llegó en el mes de junio, con un número bastante grande de personas.

En todas partes de Rusia, hasta en las más apartadas provincias, el trabajo se había vuelto imposible; y había llegado el momento de la partida hacia Europa, que yo había previsto en San Petersburgo.

Yo estaba muy contento de ver nuevamente a G., y me parecía que, en el interés del trabajo, se podrían descartar todas las dificultades anteriores. Creía poder trabajar otra vez con él, como en San Petersburgo. Y lo invité a mis conferencias con el fin de presentarle a todos mis auditores, particularmente al pequeño grupo de alrededor de treinta personas que se reunían en las oficinas de la "Mayak".

G. hacía entonces de su ballet "La Lucha de los Magos" el centro del trabajo. Además, quería volver a empezar en Constantinopla el programa de su Instituto de Tiflis, el cual daba mayor importancia a las danzas y a los ejercicios rítmicos, destinados a preparar a sus alumnos para tomar parte en el ballet. Pensaba en hacer una escuela de su ballet. Trabajé en su escenario, lo que me permitió comprender mejor su idea. Todas las danzas y las escenas de "La Lucha de los Magos" requerían una larga y muy especial preparación. Así, los alumnos que debían participar en el ballet, estaban obligados a estudiar y a adquirir el control de sí mismos, acercándose de esta manera a la revelación de las formas superiores de conciencia. Danzas sagradas, ejercicios, ceremonias de diferentes cofradías de derviches, numerosas danzas orientales poco conocidas, entraban en el ballet como elementos indispensables.

Esta fue una época muy interesante para mí. G. venía a menudo a Prinkipo. Juntos nos paseábamos por los "bazares" de Constantinopla. Fuimos a ver a los derviches Mehleví y me explicó lo que no había sido capaz de comprender por mí mismo, es decir que sus movimientos giratorios estaban relacionados con ejercicios de cálculo mental, análogos a los que él nos había enseñado en Essentuki. Algunas veces trabajaba día y noche con él. Entre todas, una noche se me ha quedado grabada. "Traducíamos" un canto derviche para "La Lucha de los Magos". Entonces vi a G. el artista y a G. el poeta, que él escondía tan cuidadosamente —sobre todo al último. Trabajamos así; G. recordaba los versos persas, a veces los recitaba con una voz tranquila, luego me los traducía al ruso. Después de aproximadamente un cuarto de hora, cuando yo estaba completamente sumergido bajo las formas, los símbolos y las asimilaciones, me decía: "Bueno, ahora resuma todo eso
en una línea".
No traté de ponerlo en verso, ni siquiera de encontrar un ritmo. Esto era completamente imposible. G. continuaba, y al cabo de otro cuarto de hora decía "Y ahora, otra línea". Nos quedamos sentados hasta el amanecer. Sucedía esto en la calle Kumbaradji, un poco más allá del antiguo consulado ruso. Por fin la ciudad se despertó. Creo que había escrito cinco estrofas y me había detenido en la última línea de la quinta. Ningún esfuerzo hubiera podido sacar algo más de mi cerebro. G. reía, pero también estaba cansado y no hubiera podido continuar. Así el canto quedó sin terminar porque nunca más volvimos a él.

Así pasaron dos o tres meses.

Ayudaba a G. con todas mis fuerzas en la organización del Instituto. Pero poco a poco surgieron de nuevo las mismas dificultades que en Essentuki. De tal manera que para la apertura de su Instituto, creo que en octubre, no pude formar parte de él. Sin embargo, para no molestarlo y para que mi ausencia no fuera un motivo de discordia entre aquellos que seguían mis conferencias, las interrumpí y no se me vio más en Constantinopla. Desde entonces, algunos de mis auditores habituales vinieron a verme regularmente en Prinkipo, y fue allí donde proseguimos nuestras conversaciones.

Pero dos meses después, cuando el trabajo de G. ya estaba consolidado, reanudé mis conferencias en la "Mayak" y las continué durante seis meses más. De tiempo en tiempo lo visitaba, y él mismo vino a verme a Prinkipo. Nuestras relaciones continuaban siendo excelentes. En la primavera me propuso que diera conferencias en su Instituto y comencé a hacerlo una vez por semana. G. mismo tomaba parte en ellas para suplementar mis explicaciones.

A comienzos del verano, G. cerró su Instituto y se estableció en Prinkipo. Fue más o menos por esta época que le sometí el plan detallado de un libro que había decidido escribir para exponer sus ideas y comentarlas. Aprobó el plan y me dio su autorización para publicar el libro. Hasta esta fecha siempre me había sujetado a la regla general, obligatoria para todos, según la cual nadie tenía, por ningún motivo, derecho de escribir, ni siquiera para su propio uso, nada que tuviera que ver con la persona de G., ni con sus ideas, ni con los que trabajaban con él, como tampoco guardar cartas, notas, etc., y mucho menos, naturalmente, publicar lo que fuese. Durante los primeros años G. insistió mucho sobre el carácter obligatorio de esta regla, y por este mismo hecho se suponía que toda persona admitida en el trabajo, había dado su palabra de no publicar nada sobre él sin su autorización especial, aun en el caso de que abandonara el trabajo y dejase a G.

Era una de las reglas fundamentales. Todos los que entraban al grupo debían observarla. Pero más tarde, G. aceptó a gente que prestaba poca atención a esta regla, o que rehusaba tomarla en consideración. Eso es lo que explica la publicación ulterior de variadas descripciones que podían hacer creer que el trabajo de G. no había sido siempre el mismo.

Pasé el verano de 1921 en Constantinopla, y en agosto partí hacia Londres. Antes de mi partida, G. me propuso un viaje con él a Alemania, donde una vez más tenía la intención de abrir su Instituto y montar su ballet. Pero me parecía imposible organizar nada de este género en Alemania, y en cuanto a mi ya no creía poder trabajar más con G.

Poco después de mi llegada a Londres, volví a comenzar el ciclo de mis conferencias de Constantinopla y de Ekaterinodar. Me enteré que G. había partido hacia Alemania con su grupo de Tiflis y con aquellos de mis amigos de Constantinopla que se habían unido a él. Trató de organizar el trabajo en Berlín, y luego de comprar los locales del antiguo Instituto Dalcroze en Hellerau cerca de Dresde. Pero esto no pudo llevarse a cabo. En febrero de 1922, G. vino a Londres. Demás está decir que lo invité inmediatamente a mis conferencias y le presenté a todas las personas que asistían. Esta vez, mi actitud hacia él era mucho más definida. Aún esperaba muchísimo de su trabajo y decidí hacer todo lo que estaba en mi poder para ayudarlo en la organización de su Instituto y en la preparación de su ballet. Pero seguí creyendo que no podía trabajar con él. De nuevo se alzaban todos los obstáculos de Essentuki. Esta vez, surgieron desde antes de su llegada.

G. había hecho mucho para llevar a cabo sus planes. Había preparado cierto núcleo de alumnos, alrededor de veinte, con los cuales era posible comenzar. La música del ballet estaba casi totalmente escrita (con la colaboración de un músico muy conocido). La organización del Instituto había sido estudiada a fondo. Pero para realizarla faltaba dinero. Poco después de su llegada, G. dijo que pensaba abrir su Instituto en Inglaterra. Un gran número de los que habían venido a mis conferencias se interesaron en esta idea y abrieron una suscripción destinada a cubrir los gastos de la empresa. De este modo se pudo remitir a G. cierta suma para permitirle trasladar todo su grupo a Inglaterra. Continué mis conferencias, haciendo alusión a todo lo que G. había dicho durante su permanencia en Inglaterra. Pero por mi parte había decidido que si se abría el Instituto en Londres, me iría ya sea a París o a América. Finalmente se abrió el Instituto en Londres en malas condiciones, y la tentativa fue abandonada. Sin embargo, mis amigos de Londres y mis oyentes habituales reunieron una suma considerable, con cuya ayuda G. pudo adquirir el histórico castillo de Prieuré, con su enorme y descuidado parque, en Avon, cerca de Fontainebleau. Y fue allí donde en el otoño de 1922, abrió su Instituto. Se reunió un grupo bastante abirragado. Había allí algunas personas que se acordaban de San Petersburgo; algunos alumnos de Tiflis; otros que habían seguido mis conferencias de Constantinopla y de Londres. Estos últimos estaban repartidos en varios grupos. A mi parecer algunos habían mostrado una prisa excesiva, al abandonar tan súbitamente sus ocupaciones en Inglaterra para seguir a G. No podía decirles nada, porque cuando me hablaron de ello ya habían tomado su decisión. Temía que se decepcionaran, porque el trabajo de G. en esa época no me parecía suficientemente organizado para ser estable. Pero al mismo tiempo, no podía estar seguro de la justeza de mis propias opiniones, y no quería intervenir. Si todo iba bien, si mis temores eran vanos, ellos hubiesen tenido razón.

Otros habían tratado de trabajar conmigo, pero por diversos motivos me habían dejado, estimando ahora más fácil para ellos el trabajar con G. Estaban particularmente atraídos por la idea de encontrar lo que llamaban un
atajo.
Cuando me preguntaron mi parecer sobre este punto, claro está que les aconsejé ir a Fontainebleau. Algunos se instalaron ahí. Otros sólo pasaron quince días o un mes con G. Se trataba de asistentes a mis conferencias que no querían decidirse por sí mismos, sino que al enterarse de las decisiones de otros, habían venido a preguntarme si debían "abandonar todo" por el Prieuré, y si ése era el único medio de trabajar. A éstos les respondí que esperaran a que yo fuera allí.

Llegué al Prieuré por primera vez a fines de octubre o a principios de noviembre de 1922. Se realizaba ahí un trabajo muy interesante y muy animado. Se había construido un pabellón para las danzas y los ejercicios, se había organizado la administración y se había logrado el acondicionamiento del castillo. La atmósfera en general era excelente y producía una fuerte impresión. Me acuerdo de una conversación con Katherine Mansfield, que en esa época vivía en el Prieuré. Fue apenas tres semanas antes de su muerte. Yo le había dado la dirección de G. Ella había asistido a dos o tres de mis conferencias, luego había venido a decirme que partía hacia París. Le habían dicho que allí un médico ruso curaba la tuberculosis aplicando rayos X al bazo. Claro está que no pude decirle nada sobre este tema. Me parecía que ya estaba a medio camino hacia la muerte. Y creo que se daba perfecta cuenta de ello. Sin embargo, uno se quedaba impresionado por sus esfuerzos. Quería hacer uso de sus últimos días y encontrar la verdad cuya presencia sentía tan claramente, sin llegar a tocarla. No pensé en ese entonces volverla a ver. Pero cuando me preguntó la dirección de mis amigos de París, y más precisamente de las personas con las cuales podía todavía conversar de las mismas cosas que conmigo, no pude negársela. Y ahora la volvía a encontrar en el Prieuré. Pasamos juntos toda una velada. Hablaba con voz débil, que parecía venir de la nada, pero que no dejaba de tener un cierto encanto.

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