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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (4 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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Uniformado (¿trataba de parecer importante?), Miles se cuadró frente a su padre.

—¿Señor?

El conde Vorkosigan habló a la mujer.

—Es mi hijo. Si lo envío como mi voz, ¿le parecería satisfactorio?

—Ah —dejó escapar ella, la boca abierta en una mueca extraña, feroz, la expresión más intensa que Miles hubiera visto en su rostro hasta el momento—. Claro que sí, mi señor.

—Muy bien, entonces ya está decidido.

¿Qué es lo que está decidido?
, se preguntó Miles, con cautela. El conde estaba recostado en su silla, al parecer satisfecho, pero con una tensión muy peligrosa en los ojos, una señal evidente de que algo lo había enfurecido. No era rabia contra la mujer: era obvio que habían llegado a una especie de acuerdo y… Miles dio un rápido repaso a su conciencia, no era contra él tampoco. Se aclaró la garganta, torció la cabeza y abrió la boca en una sonrisa de curiosidad, como para preguntar lo que sucedía.

El conde unió las manos y al fin le habló.

—Un caso muy interesante. Ya veo por qué la dejaste entrar.

—Ah… —dijo Miles. ¿En qué se había metido? Había ayudado a la mujer a pasar a través de Seguridad sólo por un impulso quijotesco, por Dios, y para molestar a su padre en el desayuno…— ¿Sí? —dijo sin comprometerse.

Las cejas del conde Vorkosigan se elevaron.

—¿No sabes qué la trajo aquí?

—Habló de un asesinato y de una notable falta de cooperación de las autoridades locales. Pensé que usted la ayudaría a llegar al magistrado de distrito.

El conde se acomodó más en la silla y se frotó la mano pensativo sobre el mentón marcado.

—Es un infanticidio.

El vientre de Miles se encogió.
No quiero tener nada que ver con esto
. Bueno, eso explicaba por qué no había un bebé contra ese pecho.

—Raro… quiero decir, la denuncia…

—Hace veinte años o más que peleamos contra esa costumbre —dijo el conde—. Promulgaciones, propaganda… En las ciudades progresamos mucho.

—En las ciudades —murmuró la condesa— la gente tiene alternativas.

—Pero en el interior… bueno… no han cambiado mucho las cosas. Todos sabemos lo que pasa, pero sin una denuncia, una queja… y con la familia que se cierra siempre para proteger a los suyos… es difícil hacer justicia.

—¿Cuál…? —Miles se aclaró la garganta y miró a la mujer—. ¿Cuál era la mutación del bebé?

—Boca de gato. —La mujer hizo una mueca con el labio superior para que se dieran cuenta de qué hablaba—. Tenía el agujero dentro de la boca también, la pobre niña, y no mamaba bien, se ahogaba y gritaba pero comía lo suficiente, sí, sí…

—Labio leporino —murmuró la mujer del conde, a medias para sí misma, traduciendo el término de Barrayar a la lengua común de la galaxia—, y el paladar partido, parece. Por Dios, eso ni siquiera es una mutación. Ya existía en la vieja Tierra. Un defecto normal de nacimiento, si eso no es una forma contradictoria de decirlo. No un castigo por el peregrinaje de sus antepasados de Barrayar a través del Fuego. Con una simple operación… —La condesa se detuvo de golpe. La mujer de la colina parecía muy angustiada.

—Yo había oído decir eso —dijo—. Mi señor había hecho construir un hospital en Hassadar. Pensaba llevarla allá cuando estuviera un poco más fuerte, aunque no tenía dinero. Tenía las piernas y los brazos sanos, la cabeza bien formada, cualquiera se daba cuenta… seguramente habrían… —Se le crisparon las manos y se le quebró la voz—. Pero Lem la mató antes de que pudiera…

Siete días de camino, calculaba Miles, desde la profundidad de las montañas Dendarii hasta la ciudad baja de Hassadar. Era lógico que una mujer que acababa de dar a luz dejara ese viaje para unos días después. Una hora de viaje en un automóvil aéreo…

—Así que aquí hay alguien que por fin hace una denuncia —dijo el conde Vorkosigan—, y la trataremos como denuncia. Es una oportunidad para enviar un mensaje a los rincones más lejanos de nuestro propio distrito. Miles, serás mi voz, y llegarás adonde no hemos llegado antes. Harás justicia, la justicia del conde… y con mucho ruido si puedes. Ya es hora de que esas prácticas, que nos hacen quedar como bárbaros a los ojos de la galaxia, terminen de una vez por todas.

Miles tragó saliva.

—¿No le parece que el magistrado del distrito estaría mejor cualificado para…?

El conde esbozó una sonrisa.

—Para este caso, no puedo pensar en nadie que esté mejor cualificado que tú, Miles.

El mensajero y el mensaje corporizados en una sola persona.
Los tiempos han cambiado
. Claro. Miles deseó estar en otra parte, en cualquier otra parte… sudando sangre de nuevo por sus últimos exámenes, por ejemplo. Ahogó una queja poco diplomática:
¿Y mi graduación?

Se frotó la nuca.

—¿Quién… quién mató a su hijita? —Es decir,
¿a quién tengo que arrastrar, poner contra una pared y fusilar?

—Mi esposo —dijo ella, sin expresión en la voz, mirando, a través de los suelos lustrados y plateados, a ninguna parte.

Yo sabía que esto iba a ser horrible

—Ella lloraba y lloraba —siguió la mujer—, y no podía dormir, no se alimentaba bien… él me gritó que la hiciera callar…

—¿Y luego? —la acicateó Miles, descompuesto.

—Me maldijo y se fue a dormir a casa de su madre. Dijo que por lo menos allí iba a poder dormir y que necesitaba descansar para seguir trabajando. Yo tampoco había dormido…

Ese tipo suena como un ganador nato
. Miles tuvo una imagen instantánea del hombre, un toro con modales de toro… y sin embargo, faltaba algo en el clímax de la historia de la mujer…

El conde también estaba interesado. Escuchaba con toda su atención, la mirada de un estratega, una intensidad de ojos entrecerrados que se podía confundir con aburrimiento o sueño, cosa que hubiera sido un error muy grave.

—¿Fue usted testigo ocular? —preguntó en un tono engañosamente manso que puso a Miles alerta—. ¿Le vio usted matarla?

—La encontré muerta a media mañana, señor.

—Entró en el dormitorio y… —la ayudó a seguir el conde Vorkosigan.

—Sólo tenemos una habitación. —Ella le lanzó una mirada como si por primera vez dudara de su omnisciencia—. Se había dormido, se había dormido por fin. Me fui a juntar bayas, por la quebrada. Y cuando volví… Debería haberla llevado conmigo, pero estaba tan contenta de que por fin estuviera durmiendo… —Las lágrimas cayeron de los ojos cerrados y apretados de la mujer—. La dejé dormir cuando volví. Me alegré de poder comer y descansar, pero después empecé a sentir los senos llenos —se tocó un seno con la mano—, y fui a despertarla…

—¿Y no había alguna marca? ¿No tenía el cuello cortado? —preguntó el conde. Ese era el método usual para los infanticidios del interior de la región, rápido y limpio comparado con… digamos, dejar al bebé al sol durante un tiempo…

La mujer meneó la cabeza.

—Creo que la ahogó con algo, señor. Fue cruel, fue algo muy cruel. El portavoz del pueblo dice que, seguramente, la ahogué yo sin darme cuenta, aplastándola, y que no debo presentar mi queja contra Lem. ¡Yo no la aplasté! Ella tenía su propia cuna. Lem se la hizo con sus propias manos cuando yo todavía la tenía en el vientre… —Estaba a punto de derrumbarse.

El conde intercambió una mirada con su esposa, e hizo un gesto leve con la cabeza. La condesa Vorkosigan se levantó con suavidad.

—Venga, Harra, entre. Tiene que lavarse y descansar antes de que Miles la lleve a su casa.

La mujer de la colina parecía muy sorprendida.

—No, no en su casa, señora…

—Lo lamento, es lo único que tengo a mano. Aparte de las barracas, claro. Los guardias son buenos chicos, pero usted los pondría muy nerviosos. —La condesa se la llevó charlando.

—Está claro —dijo el conde Vorkosigan apenas las mujeres estuvieron lejos— que tendrás que controlar los hechos médicos antes de… bueno, terminar. Y espero que hayas notado también el problemita que hay con respecto a la identificación del acusado. Éste puede ser el caso ideal para una demostración pública, pero no si hay ambigüedades involucradas… No debe haber ningún misterio…

—No soy un juez de instrucción ni un investigador —señaló Miles. Si podía escaparse de ese lazo…

—Claro que no. Te llevarás al doctor Dea.

El teniente Dea era el ayudante del médico del primer ministro. Miles lo había visto, un joven médico militar ambicioso, en constante estado de frustración porque su superior nunca le dejaba tocar a su paciente más importante… Ah, iba a sentirse excitado y contento con esa misión, predijo Miles de mal humor.

—Puede llevar su equipo óseo —le dijo el conde con una sonrisa—, en caso de que haya algún accidente.

—¡Qué económico! —contestó Miles revolviendo los ojos—. Mire… suponga… suponga que la historia es cierta y atrapamos a ese tipo. ¿Tengo que… personalmente…?

—Llevarás a uno de los hombres de librea como guardaespaldas. Y si la historia es cierta… como verdugo.

Eso mejoraba las cosas, pero muy poco, por cierto.

—¿No se puede esperar al magistrado de distrito?

—Ese magistrado juzga siempre en mi lugar. Cada sentencia que se ejecuta, se ejecuta en mi nombre. Algún día, será en el tuyo. Es tiempo de que comprendas bien el proceso. Históricamente, los Vor podrán ser una casta militar, pero los deberes de un señor de la familia nunca fueron sólo militares.

No había escapatoria. Mierda, mierda, mierda. Miles suspiró.

—Correcto. Bueno… supongo que podemos coger el coche aéreo y estar allí en dos horas, más o menos. Necesitaré algo de tiempo para encontrar el agujero correcto. Bajar del cielo y hacer que el mensaje del señor se oiga alto y claro… volver antes de la noche. —
Terminar pronto y sacármelo de encima
.

El conde tenía otra vez esa mirada alerta en los ojos entrecerrados.

—No… —aclaró—. En el coche aéreo no creo…

—No hay caminos para ir en un automóvil de tierra, no hasta allí mismo. Sólo pistas. —Y agregó, inquieto, seguro de que su padre no podía estarlo pensando—: No creo que, a pie, pueda impresionar a nadie como figura central del poderío Imperial, señor.

Su padre levantó la vista mirando el uniforme tieso y sonrió.

—Ah, no estás tan mal.

—Pero piense en mí después de tres o cuatro días de cortar arbustos para abrirme paso —protestó Miles—. Usted no nos vio en Básico. Ni nos olió.

—Pero pasé por allí —dijo el almirante con sequedad—. Aunque no, tienes razón. A pie no. Tengo una idea mejor.

Mi propia caballería
, pensó Miles irónicamente, revolviéndose en la montura,
como el abuelo
. En realidad, estaba casi seguro de que el viejo hubiera tenido comentarios muy ácidos sobre los jinetes que lo seguían en línea entre los bosques, eso, después de haberse revolcado de risa frente al despliegue de los conocimientos del equipo en materia de equitación. Los animales de los establos de los Vorkosigan habían disminuido muchísimo desde la muerte del viejo, que siempre se había interesado en ellos. Se habían vendido los caballos de polo y los pocos animales viejos y malhumorados que quedaban estaban a pasto, en las praderas, permanentemente. El puñado de caballos de silla que todavía se cuidaban habían sido elegidos por la seguridad de su paso y sus buenos modales, no por lo exótico de su sangre, y un grupo de niñas del pueblo los mantenía siempre en forma y de buen humor para los huéspedes ocasionales.

Miles recogió las riendas, apretó un tobillo y cambió de lugar el peso. Gordo Tonto, su caballo, respondió con una media vuelta nítida y dos pasos hacia atrás bien precisos. Ni siquiera un ignorante de la ciudad hubiera podido confundir a ese ruano robusto con un caballo de pura sangre, pero Miles lo adoraba por sus ojos líquidos y oscuros, su morro ancho de terciopelo, su talante flemático que no se dejaba conmover ni por arroyos enloquecidos ni por aullantes coches aéreos, pero sobre todo por la forma en que respondía a su exquisito entrenamiento. Cerebro mucho mejor que belleza. Cuando estaba con él, Miles se sentía más tranquilo, ese animal era un calmante emocional para él, como un gato que ronronea. Miles le dio unas palmadas en el cuello.

—Si alguien pregunta —murmuró—, diré que te llamas Capitán. —Gordo Tonto movió una oreja inquieto y emitió un bufido sonoro desde el fondo de su pecho.

El abuelo tenía mucho que ver con el desfile increíble que encabezaba Miles. El gran general de las guerrillas había salido de esas montañas, en su juventud, a luchar contra los invasores cetagandanos y los había detenido primero. Y después los había hecho retroceder. Los bombarderos antiaéreos sin calor, adquiridos de contrabando a un alto costo en vidas desde otros planetas, habían tenido mucho más que ver con la victoria final que los caballos de los soldados del abuelo que, según él, habían salvado a las fuerzas durante el peor invierno de la campaña, sobre todo porque eran comestibles. Pero en las historias románticas que surgieron después, el caballo se había convertido en el símbolo de esa lucha.

Miles pensó que su padre era demasiado optimista si creía que por ir a caballo él podría captar algo de la gloria del anciano. Los campamentos y los escondites de la guerrilla se habían convertido en montones de óxido y árboles, mierda, no solamente pasto y ruinas —ya habían pasado junto a dos o tres a primera hora del día— y los hombres que habían peleado esa guerra habían vuelto al polvo por última vez, como el abuelo. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Lo que quería era una misión en una nave de salto, algo que lo llevara arriba, muy por encima de todo esto. El futuro era el que guardaba la clave de su destino, no el pasado.

El caballo del doctor Dea interrumpió bruscamente las meditaciones de Miles cuando se asustó de una rama caída sobre el sendero de troncos, plantó los cuatro cascos en una frenada brusca y relinchó con fuerza. El doctor Dea cayó al suelo con un grito leve.

—Agarre las riendas —gritó Miles e hizo que Gordo Tonto volviera sobre sus pasos.

El doctor Dea estaba mejorando su técnica para caerse, esta vez lo había hecho más o menos de pie. Hizo un gesto para tomar las riendas sueltas pero la yegua alazana que montaba se asustó y se apartó de sus manos. Dea saltó hacia atrás cuando ella giró sobre sus ancas y después, de pronto, ella se dio cuenta de que estaba libre y se lanzó sendero abajo con la cola levantada y todos los gestos que dicen en el lenguaje de los caballos:
¡Jia, jia, jia no vas a poder atraparme…!
El doctor Dea, rojo y furioso, corrió sudando tras ella, que se puso al trote.

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