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Authors: Eoin Colfer

Tags: #Ciencia Ficcion

Futuro azul (3 page)

BOOK: Futuro azul
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—¡Mierda, esto es el fin! —exclamó el irlandés.

El furgón realizó un giro de ciento ochenta grados y patinó por la autopista dejando un reguero espectacular de chispas. El asfalto se deshizo en pedazos tras la acometida brutal y dejó una zanja de treinta metros en la estela del vehículo, que por fin se detuvo al chocar contra el cristal de la ventana del restaurante chino La Barba del Dragón. Los aromas especiados del jengibre y la salsa de soja se mezclaron con los olores del aceite de motor y la sangre.

Cosmo apoyó un pie en el borde de una ventanilla para compensar el esfuerzo que estaban haciendo los brazos.

—¡Mordazas! Francis, ¿estás bien?

—Sí. Aquí sigo. —El chico parecía decepcionado.

En todo el vehículo se oían los quejidos y los gritos de ayuda de los nopatrocinados. Algunos estaban heridos, otros peor. Los guardias estaban fuera de combate, o eso o mirándose la extremidad que apuntaba en la dirección equivocada. Redwood se tocó con cuidado una nariz cada vez más hinchada.

—Creo que me la he roto —gimió—. A Agnes le va a encantar...

—Bah —exclamó Mordazas, balanceándose en el aire sobre el cuerpo de Redwood—, no hay mal que por bien no venga.

Redwood se quedó inmóvil y luego se puso a cuatro patas, como un pitbull. Un goterón de sangre le resbaló de uno de los orificios nasales y cayó al espacio vacío del marco de una ventanilla.

—¿Qué es lo que has dicho? —El supervisor habló despacio, para asegurarse de que se oía bien cada una de sus palabras.

Cosmo hizo oscilar el pie hasta darle un puntapié a su compañero de esposas en las costillas.

—Calla, Mordazas. ¡Lo que te pase a ti me pasará a mí!

—¡Vale! ¡Vale! No he dicho nada, supervisor. No he dicho nada en absoluto.

Pero era demasiado tarde. Acababa de traspasar una línea invisible. En mitad de todo aquel caos, Redwood se replegó en sí mismo. Cuando volvió a salir, se había convertido en un individuo aún más peligroso.

—En mi opinión... —empezó a decir, al tiempo que se ponía de pie muy despacio para encararse con los chicos que colgaban del techo. Se pasó un peine de bolsillo por sus preciosos rizos rojos—, a causa del accidente se ha soltado la anilla de vuestras esposas y habéis intentado escapar.

Pese a la rapidez de su lengua, esta vez Mordazas tardó algo más de tiempo en reaccionar.

—Pero ¿qué dice, señor Redwood? No le pasa nada a la anilla de nuestras esposas. ¡Mire! —Tiró de las esposas para enseñárselas.

—Os ordené que os detuvieseis, pero no me hicisteis caso. —Redwood lanzó un suspiro dramático, con la nariz ligeramente sibilante—. Y no tuve más remedio que empaquetaros.

«Empaquetar» era el término en jerga de seguridad para las balas de virus de celofán con que los guardias cargaban sus armas a gas. Cuando la bala hacía impacto contra un objeto sólido, se liberaba un virus que recubría el objetivo con una capa envolvente de celofán y restringía al máximo su capacidad de movimiento. El celofán era lo bastante poroso para permitir la respiración, pero al parecer podía ejercer tanta presión que podía llegar a romper las costillas. A Cosmo ya lo habían empaquetado en una ocasión, y había tenido que pasarse una semana entera con la totalidad del cuerpo escayolada.

Cosmo apartó a un lado a Mordazas dándole un codazo.

—Supervisor Redwood, señor. Francis no ha querido decir nada. Solo es idiota, el pobre. Yo le enseñaré, señor. Deje que me encargue de él y usted vaya a que le curen la nariz.

Redwood le dio unos cachetes a Cosmo en la mejilla.

—Es una lástima, Hill, porque siempre me has caído bien. No eres un chico difícil, pero por desgracia en todas las guerras hay daños colaterales.

El supervisor se inclinó hacia delante para introducir su tarjeta inteligente en la anilla de las esposas. Los chicos cayeron dos metros y aterrizaron en el suelo, en medio de la alfombra de cristales.

Redwood desenfundó su arma y comprobó la recámara.

—Soy un hombre razonable —explicó—. Os doy veinte segundos.

Cosmo se sacudió los cristales de la ropa y ayudó a Mordazas a levantarse. Ya estaba. Había llegado su oportunidad: viviría o moriría.

—¿Por qué no nos da treinta segundos?

Redwood se echó a reír.

—Sí, claro, ¿y por qué iba a hacer eso?

Cosmo agarró a Redwood de la nariz y se la torció casi noventa grados.

—Por esto.

Los ojos de Redwood se inundaron de lágrimas mientras se agachaba en el suelo, retorciéndose de dolor entre los cristales rotos.

—¡Rápido, vamos! —exclamó Cosmo, agarrando a Mordazas del codo—. Tenemos treinta segundos.

Mordazas no se movió de donde estaba.

—Quiero pasar medio minuto viendo cómo sufre Redwood.

Cosmo corrió a la luna trasera arrastrando al irlandés.

—Pues usa la imaginación, yo quiero vivir.

Atravesaron la ventana rota y entraron en el interior del restaurante, donde los comensales estaban pegados a las paredes, por si al furgón le daba por desplazarse un metro más. La policía local solo tardaría unos segundos en llegar y cortaría todas las vías de escape. Los reflectores de los pájaros de la televisión ya asomaban por entre las ruinas de la pared principal.

Mordazas cogió un par de crepés de pato del plato de un comensal estupefacto. Los no-patrocinados habían oído hablar de la comida recién preparada, pero en realidad nunca habían llegado a probarla.

Mordazas se metió una de las crepés en la boca y le ofreció la otra a su compañero de esposas. Cosmo no era tan tonto como para rechazar la comida, en cualquier circunstancia, porque ¿quién sabía cuándo iban a volver a poder echarse algo al estómago? Eso contando con que de veras volviesen a comer... Aquella podía ser la última comida de los condenados.

Dio un mordisco a la crepé y la penetrante salsa le inundó la lengua. Para ser alguien que había crecido con comida experimental preenvasada, aquello fue casi una experiencia religiosa. Sin embargo, no tenía tiempo de disfrutarla; ya se oía el aullido de las sirenas entre el alboroto reinante.

Cosmo corrió a la parte trasera del restaurante, arrastrando consigo a Mordazas. Un camarero les cerró el paso; llevaba un mono a rayas y el pelo muy brillante, incluso para unos expertos como ellos en probar productos de esa clase.

—Eh, vosotros —dijo el hombre con aire vacilante, sin saber todavía si involucrarse o no, pero los chicos lo esquivaron antes de darle tiempo a tomar una decisión.

Una de las puertas traseras daba a una escalera muy estrecha y serpenteante que no se sabía adónde conducía: puede que a la libertad, o puede que a una habitación sin salida. No había tiempo para tomar una decisión meditada; Redwood aparecería en cualquier momento, si es que no estaba ya pisándoles los talones. Subieron por la escalera, apretando el cuerpo contra el cuerpo del otro, hombro con hombro.

—No lo conseguiremos —dijo Mordazas, jadeando, mientras un reguero de salsa de ciruela le chorreaba por la barbilla—. Solo espero que no nos pille antes de que me acabe esta crepé.

Cosmo echó a correr más deprisa, al tiempo que las esposas se le clavaban en la muñeca.

—Lo conseguiremos. Ya lo verás.

Los chicos doblaron una esquina y llegaron a un estudio de aspecto lujoso; de debajo de una enorme cama doble asomó la cara de un hombre.

—¿Y el terremoto? —chilló el hombre—. ¿Se ha terminado ya?

—Todavía no —contestó Mordazas—. Ahora vendrá la réplica.

—Que el Señor nos asista —exclamó el hombre, antes de refugiarse tras los flecos de una colcha de chintz.

Mordazas se echó a reír.

—Vámonos antes de que se dé cuenta de que sus reporteros son en realidad no-patrocinados fugitivos.

El apartamento estaba decorado con el estilo opulento de la antigua China: en cada esquina había trajes de armadura y las estanterías estaban repletas de dragones de jade. En la sala principal había varias ventanas, pero la mayoría de ellas eran decorativas, de plasma, y en realidad solo una daba a Ciudad Satélite. Cosmo accionó el cierre y abrió el cristal de protección triple y fotosensible.

Mordazas asomó la cara y respiró el aire exterior.

—Perfecto —exclamó—. Una escalera de incendios. Nos llevará hacia abajo.

Cosmo atravesó la ventana y pisó el enrejado metálico.

—Redwood esperará que vayamos hacia abajo. No, iremos arriba.

Mordazas arrugó la frente.

—¿Arriba?

Cosmo lo asió del cuello y lo obligó a cruzar al otro lado.

—No me digas que al chico que saca de sus casillas a los supervisores por diversión le dan miedo las alturas.

—No —respondió Mordazas, al tiempo que la palidez se apoderaba de su rostro demacrado—. Lo que me da miedo es el suelo.

El supervisor Redwood no se desmayó, no tuvo esa suerte, sino que el dolor lo azotó con tanta fuerza como si lo hubiese aplastado un glaciar gigante. Combatió la agonía recurriendo a un truco de sus días en el ejército: localizar el foco del dolor y concentrarse en él. Para su sorpresa, Redwood descubrió que el foco del dolor no estaba en su nariz, sino en la mitad de la frente. Se concentró en aquel punto, absorbiendo el dolor y conteniéndolo. Lo mantuvo allí atrapado el tiempo suficiente para extraer un analgésico del contenedor de plástico que llevaba en su botiquín de primeros auxilios. Apenas hubo pasado un minuto, el dolor se mitigó hasta convertirse en un golpeteo monótono detrás de la oreja. Lo tenía bajo control... por el momento.

Manos a la obra de nuevo. Aquellos no-patrocinados se habían reído de su autoridad en su cara. Esos dos no se iban a librar de ser empaquetados, eso seguro. Sin embargo, lo mejor era aparentar que iba a seguir las reglas. Se llevó a la oreja el intercomunicador que llevaba en el cinturón.

—Redwood llamando a la base.

—¿Es usted, Redwood? Le dábamos por muerto.

Redwood frunció el ceño. Fred Allescanti volvía a estar de guardia en la base. A su lado, los peces de colores parecían seres inteligentes.

—Sí, bueno, pues estoy vivo, pero tengo a un par de fugitivos. Ahora mismo salgo en su persecución.

—No sé, supervisor Redwood... Se supone que debe permanecer junto al vehículo. Son las reglas. Van a enviar una patrulla a por usted. Tardarán cinco minutos como mucho.

Redwood arrebató una porra paralizadora a uno de sus colegas inconscientes.

—Negativo. Los no-patrocinados van armados y ya han disparado balas de celofán. ¿Te imaginas la denuncia que le pondrían al Clarissa Frayne si empaquetan a un civil?

Fred permaneció en silencio unos minutos, buscando sin duda en el manual de seguridad cuál era el protocolo para aquellos casos.

—De acuerdo, Redwood. Tal vez podría pegarles un poco antes, para poder probar con ellos algunos de los nuevos fármacos.

Aquello era muy típico del instituto, siempre tratando de sacar algún provecho: acababa de llegar una nueva partida de piel sintética, pero necesitaban gente con heridas y magulladuras para probarla.

Redwood escondió la porra paralizadora en el interior de su chaqueta.

—Veré lo que puedo hacer.

En el restaurante, los clientes escapaban por una puerta lateral. No es que fuesen culpables de nada, pero ninguno quería pasar el resto de la tarde respondiendo preguntas de los guardias de seguridad privada, la policía estatal, los agentes de seguros y los abogados.

Cuando Redwood trepó por los restos de la ventana de emergencia, la gente se apartó instintivamente. Viendo aquella mirada feroz en sus ojos y la hinchazón de su cara, hecha puré, no parecía una buena idea interponerse en su camino.

Para tratarse de un hombre que perseguía a unos fugitivos, Redwood no parecía demasiado ansioso, ni siquiera inquieto. Aunque, ¿por qué iba a estarlo? A pesar de que los no-patrocinados no lo sabían, era imposible que escapasen. Cada movimiento que hacían estaba siendo registrado, y no gracias a la clase de localizadores que pudiesen tirarse sin más: llevaban los localizadores en cada poro de la piel. Cada vez que los no-patrocinados se duchaban, una lluvia de gotas microscópicas de una solución halógena electronegativa recubría su cuerpo, y la sustancia aparecía en el escáner del Clarissa Frayne. Aunque los huérfanos dejasen de ducharse, la solución tardaría meses en eliminarse por completo del cuerpo.

Redwood pulsó el botón de comunicación del aparato.

—Fred, envíame al receptor los patrones de localización de Hill, C. y Murphy, F.

Fred carraspeó y le habló al micrófono.

—Mmm... ¿Los patrones de localización?

Redwood hizo rechinar los dientes.

—Maldita sea, Fred. ¿Está ahí Bruce? Dile que se ponga.

—A Bruce lo han llamado por un problema en el Bloque D. Estoy yo solo.

—Vale, Fred. Escúchame con mucha atención: introduce los nombres de Cosmo y Mordazas en el archivo de localización y luego envíame por e-mail los patrones a mi receptor. Usa el icono del e-mail. Mi número está ahí mismo, en la lista del personal. Lo único que tienes que hacer es arrastrar y soltar las carpetas, ¿de acuerdo?

Fred se secó el sudor de la frente. A través de la radio sonó como si fuera papel de lija limando una superficie de madera blanda.

—Ya lo tengo. Arrastrar las carpetas. Ya está. Ahí van.

—Será mejor que vengan. O seré yo quien vaya a por ti.

Redwood tenía por costumbre convertir sus afirmaciones en amenazas. En las no-cafeterías se había hecho famoso por decir: «Será mejor que esté muy caliente, o seré yo quien te deje a ti caliente». A Redwood eso le parecía muy ocurrente.

Cinco segundos más tarde aparecieron en la pequeña pantalla del intercomunicador de Redwood dos iconos en movimiento que situaban a los dos fugitivos en una escalera de incendios en el exterior del edificio. E iban hacia arriba, los muy imbéciles. ¿Qué iban a hacer? ¿Salir volando desde el tejado?

Redwood sonrió, y aquel gesto hizo que le afloraran unas lágrimas de dolor a los ojos.

Salir volando desde el tejado. Pues no era tan mala idea...

En Ciudad Satélite, las gotas de lluvia podían sacarle un ojo a cualquiera si ese alguien era lo bastante estúpido como para mirar arriba durante una tormenta. La reacción con determinados gases tóxicos hacía que las moléculas de agua se adhiriesen de forma más eficaz, hasta que caían a la Tierra como misiles. Los paraguas tradicionales ya no bastaban, y los nuevos modelos de plástico estaban haciéndose cada vez más populares en el Gran Colador.

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