—Lo más cercana que puedes llegar a experimentar —añadió Lorito, dando unos golpecitos a la placa de la cabeza de Cosmo.
—Normalmente, la visión suele desaparecer con la misma rapidez con que se produce —prosiguió Stefan—, pero a veces, cuando se abre el nuevo espectro, permanece abierto. A veces durante una semana y otras veces para siempre. Podrías perder la capacidad de verlas mañana o dentro de diez años, o tal vez nunca la pierdas. Eres un caso fuera de lo común, Cosmo. Ahora te toca decidir si quieres ser alguien fuera de lo común con nosotros, donde podrás hacer cosas positivas, o volver al Clarissa Frayne.
¿Qué clase de elección era esa? Cosmo prefería mil veces arriesgarse a enfrentarse a un ejército de Parásitos antes que volver al orfanato. Existe un límite de experimentos médicos a los que puede someterse una persona.
—Me gustaría quedarme.
—Muy bien —dijo Stefan—. Necesitarás coraje y determinación para formar parte de esta pequeña familia.
«Familia —pensó Cosmo—. Formo parte de una familia.» Stefan había empleado la palabra a la ligera, pero para Cosmo aquello significaba mucho.
—¿Somos una familia?
Stefan levantó a Lorito del suelo.
—Sí, este hombrecillo gruñón de aquí es el abuelo, y Mona es nuestra hermana pequeña. Es un grupo disfuncional, pero somos lo único que tenemos. Somos lo único que tiene toda la humanidad. A veces parece que nunca podremos ganar, pero salvamos a quienes podemos. A ti, por ejemplo. De no haber sido por nosotros, ese Parásito te habría chupado la sangre hasta dejarte seco y nadie se habría enterado.
—¿Pueden chuparnos la sangre hasta dejarnos secos?
—Pues claro, para eso es para lo que están.
Cosmo se removió inquieto en su asiento.
—Entonces podrían aparecer aquí en cualquier momento.
El buen humor de Stefan se esfumó.
—No, este es el único lugar en el que estás a salvo. Hemos aislado las paredes con hidrogel. A los Parásitos no les gusta el agua. Hay gel hasta entre los cristales.
—Pero ¿qué pasará en cuanto salgamos fuera?
Stefan se encogió de hombros.
—Entonces estamos en igualdad de condiciones.
—Las cosas han cambiado en este último año —explicó Lorito mientras abría una botella de cerveza. Dio un gran sorbo y lanzó un eructo. Un niño rubio bebiendo cerveza; una imagen poco corriente.
—Lorito tiene razón —convino Stefan—. Antes, los Parásitos solo salían por la noche, en la escena de un accidente o en los hospitales. Encontraban a alguien a las puertas de la muerte y chupaban como sanguijuelas el último vestigio de fuerza vital que les quedase. Los médicos nunca sospechaban nada, por eso han permanecido ocultos tanto tiempo. Ese monstruo que tenías encima la otra noche... Seguramente te chupó cinco años de vida antes de que lográramos arrancártelo.
Cosmo se frotó el pecho instintivamente.
—¿Y ahora?
—Ahora, en cambio, nadie está a salvo —explicó Stefan con amargura—. Por alguna extraña razón, parece que hay más Parásitos. Las reglas han cambiado: pueden atacar en cualquier sitio, en cualquier momento y a cualquiera. Los Parásitos acuden rápidamente en cuanto huelen la mínima herida.
Cosmo tragó saliva.
—¿Y cómo se combate contra algo así? ¿Cómo se matan fantasmas?
Stefan extrajo una vara electrizante del interior de su chaqueta y la hizo girar entre los dedos como si fuera el bastón de una majorette.
—Con uno de estos cacharros. Quieren energía, ¿no? Pues eso es lo que les doy.
Lorito le quitó la vara.
—Menudo fanfarrón... —exclamó—. Existen distintas opciones para los proyectiles de este trasto, según el tipo de cartucho. Una clase determinada de balas provoca una sobrecarga en los Parásitos, tú mismo viste el resultado. Se llama Shocker, una bala diseñada por una empresa de armamento como alternativa al Taser. Aunque fallemos el tiro, la descarga no es lo bastante potente para herir a nadie, por pequeño que sea. A diferencia del tiro que te descerrajó Stefan, que habría podido freír a un jabalí.
Cosmo recordó cómo la criatura que tenía encaramada en el pecho había estallado en una nube de burbujas azules.
—O puedes escoger proyectiles normales no letales: bolas de chicle, empaquetadores, etcétera —siguió diciendo Lorito—. Lo último que queremos es que alguien resulte herido, pero a veces necesitamos ganar un poco de tiempo, y la verdad es que los proyectiles no letales pueden ayudarnos un montón.
Cosmo parpadeó.
—He entendido más o menos el sesenta por ciento de lo que me has dicho.
Stefan se levantó y se abrochó el abrigo.
—Eso es más de lo que suele entender la mayoría de la gente. Lorito, ¿le enseñas a Cosmo las instalaciones? Yo tengo que salir un rato. —Se metió el ramo de flores en el interior del abrigo y se dirigió al ascensor.
Cosmo lo llamó.
—Una última pregunta.
Stefan no se volvió.
—Que sea rápida, Cosmo.
—Ahora ya sé lo que hacéis, pero ¿por qué lo hacéis?
—Porque somos los únicos que podemos hacerlo —contestó Stefan, al tiempo que tiraba del cable de la rejilla del ascensor.
«Estoy metido dentro de las páginas de un cómic —se dijo Cosmo para sus adentros—. Todo esto es como una novela gráfica, ahora mismo alguien estará pasando las páginas y diciendo: "Todo esto es demasiado raro; ¿quién podría creerse algo así?".»
—Hace tres años, Stefan era cadete de la policía —explicó Lorito, al tiempo que tiraba su botella de cerveza al aparato de reciclaje—. Su madre también estaba en el cuerpo, era una de las cirujanas jefe de traumatología de la ciudad. Cuando ella murió, Stefan pasó un año en el hogar de viudas y huérfanos, y al salir se gastó hasta el último diñar del pago del seguro en este sitio.
Cosmo miró a su alrededor. El edificio no era lujoso, ni siquiera para el criterio de un huérfano. Los catres eran como los del ejército, la pintura de las paredes estaba abultada por el efecto de la humedad y las ventanas hacía años que no veían un trapo.
—No es que sea la Batcueva, precisamente.
—¿La Bat qué?
—No importa.
El chico rubio señaló a una mezcolanza de ordenadores inclasificables apilados encima de una mesa de trabajo. El último grito en pantallas de cristal líquido aparecía junto a monitores del siglo anterior.
—La mayor parte de todo esto procede del mercado negro. Vigilamos las noticias del Satélite a la espera de catástrofes.
—¿Qué? ¿Habéis hackeado el sitio de la policía?
Lorito se echó a reír.
—¿El sitio de la policía? No, gracias. Tenemos demasiada prisa para estar esperando a la policía. Hackeamos a los bufetes de abogados.
Tenía sentido. Teniendo en cuenta que los pleitos estaban por las nubes, la mayoría de las empresas contrataban a equipos privados de abogados de emergencia y combate para llegar antes que la policía a los lugares de los accidentes.
Lorito volvió a centrar su atención en la habitación.
—Todos tenemos una cama —dijo—. Es un catre muy sencillo, pero al menos es un lugar donde echar una cabezada.
—¿Y da la casualidad de que teníais uno de sobra para mí?
Lorito lanzó un suspiro.
—¿Uno de sobra para ti? No, la verdad es que no. Ese era de Astillas. Antes era uno de los nuestros, pero ya no podía soportar más las visiones. Se marchó de la ciudad hace seis meses. Ahora vive fuera. Lleva gafas de sol de cristales azules y nunca se las quita.
—¿Tú también eres un Oteador, Lorito?
—¿Un Oteador? Sí, todos lo somos, pero en mi caso es un efecto secundario del experimento Bartoli. Mona ya te habló de mí, ¿verdad?
—Sí. ¿Y cómo conociste a Stefan?
Lorito frunció el ceño.
—Stefan tuvo un... accidente hace unos años. Yo iba en la ambulancia que lo recogió; era el enfermero más bajito del mundo. Aquel hospital en concreto montó un gran número por el hecho de contratar a un niño Bartoli. A lo mejor has leído algo sobre mí en Satnet...
Cosmo negó con la cabeza.
—Bueno, da lo mismo. El caso es que recogimos a Stefan, que estaba desvariando, hablando de criaturas azules que le chupaban la energía del pecho. Yo no podía creerlo: hasta ese momento, había pensado que yo era el loco. Así que fui a visitarlo al hospital y empezamos desde ahí. Cuando Stefan decidió crear nuestro pequeño grupo, dejé mi trabajo sin pensármelo dos veces. Desde entonces hemos estado salvando juntos el mundo.
—Una pregunta más.
Lorito meneó su cabeza de niño.
—«Una pregunta más...», con vosotros los niños todo son preguntas.
—¿Para qué quiere Stefan esas flores?
—¿Las flores? Ya te lo contará él mismo cuando esté preparado.
El corazón le dio un vuelco. Cosmo casi formaba parte de un grupo; casi, pero no del todo.
El piloto de su plexiescayola se puso de color rojo y empezó a sonar un débil pitido de alerta.
—Basta ya de caminatas por hoy. La escayola aún necesita ocho horas más para completar su trabajo. ¿Te duele?
Cosmo asintió.
Lorito extrajo una tirita analgésica del bolsillo. La arrugada tira parecía caducada hacía diez años.
—Ten, esto todavía se puede exprimir un poco.
Retiró la banda adhesiva y pegó la tirita en la frente de Cosmo.
—¿Cómo tienes el pulso? El corazón estuvo a punto de salírsete él sólito por la boca. —Lorito apoyó la mano en la válvula cardíaca de Cosmo y, de repente, el dolor desapareció.
—Ya no lo siento... el dolor. ¿Cómo lo haces?
—No he sido yo, ha sido la tirita. Es uno de mis propios inventos. En este trabajo tengo un montón de oportunidades de utilizar mi formación médica.
—¿Y Stefan se formó en la academia de policía?
Lorito esbozó una sonrisa demasiado cínica para alguien de su edad aparente.
—Sí, se especializó en demoliciones.
—Mañana, ¿me enseñaréis a ser un Oteador? —preguntó Cosmo.
Lorito señaló con la cabeza hacia Mona Vasquez, que roncaba a pierna suelta, disfrutando de un profundo pero plácido sueño.
—Nadie puede enseñarte a ser un Oteador, chaval; es lo que eres. Pero esa chica de aspecto inocente de ahí te enseñará qué hacer cuando llegue la hora de poner en práctica tus habilidades.
El almacén de la calle Abracadabra disponía de lo que parecía una pequeña puerta trasera poco utilizada. En realidad, la puerta estaba muy bien engrasada y equipada con alarma, pero para el transeúnte ocasional, el óxido que trepaba por los goznes y las pilas de desperdicios acumulados hacían que la entrada pareciese fuera de servicio. Lo que los transeúntes no sabían era que el óxido se cultivaba con sumo cuidado y que las pilas de desperdicios estaban en realidad encima de ruedecillas. Con solo pulsar un botón, la totalidad de la pila se deslizaba a un lado y dejaba al descubierto una entrada lo bastante ancha para que cupiese un camión de gran tonelaje. No era un mecanismo de tecnología avanzada, pero era suficiente siempre y cuando a nadie se le ocurriese reciclar la basura.
Stefan abrió la puerta unos centímetros y se adentró en el amanecer de Ciudad Satélite. Antes, la salida del sol solía ser anaranjada, pero luego los amaneceres se habían convertido en un espectáculo multicolor, pues la luz del sol iluminaba las partículas contaminantes que hubiese en la niebla tóxica del día en cuestión. Aquel día la niebla era de un intenso color violeta oscuro, lo que seguramente significaba pesticidas. El hedor del aire sería ya insoportable hacia el mediodía. Pese a todo, era mejor que el rojo. Nadie salía de su casa sin máscara cuando la niebla tóxica estaba de color rojo.
Los vendedores ambulantes andaban ya muy atareados a tan temprana hora de la mañana, encendiendo sus braseros y barbacoas móviles, listos para la franja comercial del desayuno. Sin embargo, todavía era demasiado temprano para las bandas. Los Gorilas solían seguir los horarios de los vampiros. Las calles estarían relativamente seguras hasta última hora de la tarde.
Stefan compró una porción de
pazza
en Carlo’s Kitchen y encaminó sus pasos hacia el crematorio. Las
pazzas
eran el último grito en comida rápida: pizza calzone rellena de pasta y distintas salsas. La comida ideal para alguien en movimiento.
Stefan avanzó por la avenida del Periplo sin apartar la mirada de la
pazza.
En Westside, solían robarle la comida a la gente directamente de la boca. Era algo lamentable. Si aquella era la Ciudad del Futuro, Stefan se quedaba con el pasado.
Estaba de mal humor, y no era solo por la niebla tóxica. A pesar de todos sus esfuerzos, el grupo había adoptado a otro vagabundo. Sí, de acuerdo, el chico era un Oteador, pero no podía tener más de catorce años y no tenía ni la más remota idea de cómo sobrevivir en la ciudad. Mona también era joven, pero ella se había criado en las calles, era lista y tenía agallas. A Cosmo, en cambio, parecía que las calles iban a comérselo vivo en un abrir y cerrar de ojos. Stefan ya se sentía responsable por el chico, aunque no tenía ningunas ganas de serlo. ¡Pero si apenas había alcanzado la edad de ser responsable de sí mismo! Una cosa era arriesgar su propia vida para perseguir a los Parásitos, pero poner la vida de otra persona en peligro era algo completamente distinto, sobre todo tratándose de alguien todavía tan verde como Cosmo Hill.
Cinco manzanas más abajo, Stefan llegó al crematorio El Consuelo. El edificio era de un inevitable gris hierro colado, pero el director había hecho un esfuerzo por alegrar un poco el lugar haciendo que unos ángeles diseñados por ordenador se desplazasen arriba y abajo por la fachada.
Stefan rodeó el costado del edificio y se dirigió a la parte posterior, al salón del Eterno Descanso. Insertó en la máquina su tarjeta de residente y pasó por el torniquete. Con la tarjeta activó lo que parecía una pared de espejos, pero en realidad era un carrusel de diez pisos de cajitas de cristal. La banda magnética de su tarjeta activó el movimiento de una caja colocada en el nivel más alto. Stefan siguió su avance con la vista y la vio bajar por las hileras hasta que se situó en una cabina vacía que había a ras de suelo.
El chico escogió la opción sin música de la pantalla táctil y entró en la cabina. La caja se deslizó de su compartimento y se colocó en una almohadilla de terciopelo.
—Todo esto no me gusta nada, mamá —murmuró Stefan, avergonzado—. Terciopelo y angelitos... Pero, lo creas o no, hay lugares mucho peores que este.