Aquel no era como el campo que se veía en los viejos vídeos: no había caballos galopando a cámara lenta ni columpios colgando de los árboles. De hecho, no había muchos árboles. La mayor parte de la vida vegetal que había tan cerca de la ciudad había muerto a causa de la niebla tóxica química o por los vertidos de las fábricas.
Allí, la gente existía fuera del alcance del Satélite y libre de su influencia. La mayoría de los habitantes vivían en edificios de una sola planta construidos con el material que tuviese más posibilidades de mantenerse en pie durante más tiempo. A Cosmo, las casas le parecían salvajemente exóticas. Tras pasar toda su vida rodeado de hierro colado, era refrescante ver paredes construidas con puentes de autopista reforzados y tejados hechos con viejas vallas publicitarias.
Lorito sintió un escalofrío.
—Este sitio me pone los pelos de punta. Aquí no tienen tele por satélite, ¿sabéis? Algunas casas solo tienen diez o quince emisoras pirata. ¿Qué hacen todo el día?
—Seguir con vida —dijo Stefan, señalando a una montaña de desechos a lo lejos—. Por allí, Mona. Allí es a donde vamos.
A medida que fueron acercándose, Cosmo se dio cuenta de que la montaña de residuos era en realidad un patio vallado lleno hasta los topes de la basura que se desechaba en la ciudad. Dos guardias armados estaban apostados a la sombra de una torre cubierta, con unas armas tan antiguas como todo lo que estaban custodiando.
Mona detuvo la Furgomóvil delante de unas puertas de hierro decoradas que, en una vida anterior, habían sido la entrada de un parque temático llamado Diño Doom.
Stefan abrió la portezuela, bajó del vehículo y salió al calor y en mitad de una nube de polvo. Inmediatamente sintió cómo lo apuntaban dos rifles desde arriba.
—Será mejor que sigas tu camino con esa
fragoneta,
chaval —dijo uno de los guardias, un individuo escuálido con apenas tres dientes—. Como no tengas algo qué vender... más te vale largarte con viento fresco. Esto no es ningún parque de atracciones, no importa lo que diga en la puerta.
—Cállate y escucha —dijo Stefan con su delicadeza habitual—. He venido a ver a Lincoln. Dile que soy Bashkir, y como esta puerta no se abra dentro de dos minutos te haré a ti responsable.
El guardia pensó en contestarle, pero entonces Stefan consultó su reloj con gesto elocuente, así que decidió ir a hablar con Lincoln. Si aquel chico alto quería enfadarse con alguien, el guardia preferiría que no fuese con él. Había algo inquietante en aquellos ojos intensos y la cicatriz torcida que le prolongaba la boca.
El segundo guardia escupió detrás de su compañero de trabajo.
—Corre como un conejo, pollo. No tienes las agallas ni de una lombriz de tierra. —Evidentemente, al hombre le gustaba la imaginería animal.
Stefan volvió a subirse al vehículo.
—Creo que nos van a dejar entrar.
—Debe de ser gracias a tu encantadora personalidad —señaló Mona, dolida todavía por el comentario de «para la furgoneta y bájate ahora mismo».
—Ahora, cuando entremos ahí, quiero que todos os andéis con muchísimo cuidado. ¿Habéis visto alguna vez esas películas del salvaje Oeste, donde se montan tiroteos por cualquier tontería insignificante?
Cosmo asintió con la cabeza.
—Bueno, pues el Vertedero es así, solo que con balas de verdad. Lorito, serás un niño hasta que yo lo diga.
Lorito protestó con un gemido.
—Vaya, hombre. Con lo que odio ser un niño...
—Es muy probable que necesitemos un as en la manga, y tú eres ese as.
Bastante menos de dos minutos más tarde, las puertas del Diño se abrieron, maniobradas a cada lado por uno de los extraños guardias. Vistos de cerca, Cosmo se dio cuenta de que era mucho mejor verlos de lejos.
—Puedes entrar el cacharro, señorito Bashkiiir. Apárcalo delante de la entrada.
—¡Puaj! —exclamó el otro—. Eres más feo que un cruce de piojo y orangután.
Cosmo no sabía si el hombre le estaba hablando a la Furgomóvil o a su propio reflejo, aunque, a decir verdad, él tampoco era quién para meterse con el aspecto físico de nadie. Su cabeza no era ninguna belleza desde que Lorito le había cosido aquellos parches, aunque al menos ya le había crecido algo de pelo para tapar los bultos.
Mona se abrió paso por un sembrado de esqueletos de automóviles y aparcó enfrente de un porche construido con antenas parabólicas oxidadas. La entrada, por lo visto.
—Recuerda —le advirtió Stefan a Lorito—, actúa como un niño inmaduro.
Mona se echó a reír.
—¿Actuar? Solo sé tú mismo, Lorito. Nadie notará la diferencia.
Los horrorosos gemelos los escoltaron a través de una cortina de tuercas y tornillos ensartados en cables de cobre. El interior estaba aún más sucio que el exterior. Cada centímetro de superficie estaba recubierta de una mezcla hedionda de aceite, suciedad y óxido. Millones de ácaros del óxido pululaban por el techo, y su actividad hacía que los copos de óxido cayesen revoloteando hasta el suelo como polillas robóticas.
Tras un escritorio construido con palés de almacenaje se sentaba un hombre que, a todas luces, se sentía como pez en el agua en medio de la inmundicia. Tenía los pies apoyados encima de la mesa, y un gato obeso de color anaranjado le chupaba los dedos de los pies.
—Bonito gato —comentó Stefan—. ¿Cómo se llama?
—Camuflaje —respondió el hombre—. Cuando cierra los ojos, es imposible encontrarlo, ni con una manada de perros sabuesos.
Stefan quitó de un manotazo los pies del hombre de encima de la mesa y se sentó frente a él. El gato soltó un bufido y corrió por la pierna del hombre a acurrucarse en su barriga.
—Veo que no crees en los buenos modales.
—Los buenos modales no te abren muchas puertas en el Gran Colador ni más allá de la ciudad, Lincoln.
Lincoln tenía la cara demacrada, con bolsas debajo de los ojos, como carne derretida. Podía tener cualquier edad y pertenecer a cualquier raza, aunque su acento era decididamente de clase alta. Llevaba un traje tres piezas de raya diplomática; por desgracia, el traje tenía al menos veinte años.
—Sabes cómo me llamo, chico, pero yo no sé quién eres tú. Has utilizado el nombre de una amiga mía para entrar aquí, pero, desde luego, tú no eres la doctora Aeriel Bashkir.
—Soy su hijo, Stefan. Ella me habló de usted.
Lincoln estudió su rostro un momento.
—Sí, tienes sus ojos. ¿Cómo está tu madre?
Stefan bajó la mirada.
—Murió. Hace tres años.
Lincoln se quedó en silencio durante un rato.
—Siento oír eso. Era una buena mujer.
—Lo era. Por lo que me decía, usted le debe un favor.
Lincoln se echó a reír. Tenía los dientes del mismo color que el resto del cuerpo.
—Puede ser, pero, desde luego, a quien no le debo ningún favor es a ti, chico. Los favores son intransferibles.
Stefan apoyó los codos en el escritorio.
—Lincoln, hace cinco años mi madre salió de la ciudad para extirparle la hernia del apéndice. Ningún otro doctor de la ciudad se habría arriesgado a hacer eso. Mientras estaba aquí, vio subir un HALO. Me lo contó todo. Los dos sabemos que usted es el pirata que lleva años enviando HALO ilegales, sin permisos, garantías de seguridad ni nada que se le parezca. Una llamada mía y los detectives de Myishi se presentarán aquí para hacer picadillo este lugar con sus espadas láser. Y esos dos gemelos tan horribles no le servirán absolutamente de ninguna ayuda.
Lincoln no estaba impresionado.
—Has conocido a Floyd y Bruce. Son mis chicos. Los recogí de la calle cuando acababan de dejar los pañales, como quien dice. Creo que entonces tenían veintiséis años. Son tontos de remate, pobrecillos, pero, desde luego, saben disparar. De hecho, ahora mismo te están apuntando a la cabeza con unos pistolones viejos.
—Ah, ¿sí? —dijo Stefan—. Bueno, pues en ese caso yo les aconsejaría que mirasen abajo.
—¿Mirar abajo? —repitió Floyd—. No estarás intentando que apartemos la mirada del objetivo, ¿verdad?
—Tú te crees que nacimos antes de ayer, ¿no? —añadió Bruce con voz sibilante por los dientes mellados—. Os tenemos rodeados. A ti y a los dos jovencitos.
—¿Y qué me decís del niño pequeño? —preguntó Stefan.
—¿Qué pasa con él? —se burló Floyd—. ¿Qué va a hacer? ¿Escupirnos?
Floyd y Bruce sintieron cómo alguien les hincaba dos varas electrizantes en la rótula y empezaron a aullar de dolor. Lorito les sonreía desde abajo.
—Sois vosotros los que vais a empezar a escupir si os vacío un cargador entero.
Lincoln no tuvo más remedio que echarse a reír.
—¿Un niño Bartoli?
Lorito asintió.
—Uno de los últimos.
—Está bien, imbéciles —dijo Lincoln—. Bajad esos pistolones antes de que el pequeñín os chamusque el pelo.
Floyd y Bruce hicieron lo que les decía a regañadientes.
—Un auténtico niño Bartoli —exclamó Lincoln—. ¿Qué mutaciones tienes?
Lorito arrugó la frente.
—Yo prefiero llamarlos poderes especiales.
—Mutaciones, poderes especiales, lo que tú quieras. ¿Qué sabes hacer?
—Soy el médico de nuestro grupo.
—Curación con las manos. He oído hablar de eso. ¿También eres sensible?
—¿A qué?
—Al mundo de los espíritus. Los científicos de la tele dicen que a los niños Bartoli se les despertaron partes del cerebro que han permanecido dormidas durante milenios.
—Ya sé lo que dicen los lavacerebros —le espetó Lorito con una ferocidad inusitada—. No, no soy sensible. Bueno, solo a la belleza, eso sí.
Lincoln se arrellanó en su raído asiento.
—Por lo que parece, tienes la sartén por el mango, Stefan, así que vayamos al grano. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Necesito una nave de Hiper Altitud y Limitada Órbita —soltó Stefan a bocajarro.
Lincoln se echó a reír. Unos copos de óxido cayeron revoloteando de las arrugas de su rostro.
—Un HALO, así, sin más. ¿Sin que entablemos un poco de conversación primero?
—No tengo tiempo para chácharas. Necesito un HALO ahora. Hoy.
—¿Y cómo iba a tener yo un HALO? Eso sería ilegal. La policía, tanto pública como privada, estaría intentando meterme entre rejas. Tu madre debió de equivocarse. Lo que vio fue un espejismo del desierto, tal vez.
Stefan dio un puñetazo en la mesa.
—Mi madre era una apasionada de las naves espaciales. Era su hobby. Solía llevarme al Cabo a ver despegar los cohetes. Conocía todos los modelos que se habían fabricado en la historia de la era espacial. No se equivocó. Usted es el pirata espacial al que buscan las autoridades.
—¿Y si lo fuera? —dijo Lincoln—. Aunque no es que esté admitiendo nada, ¿eh? ¿Quién si no limpiaría el espacio? ¿Quién rescataría todos esos satélites convertidos en chatarra? En mi humilde opinión, sea quien sea quien esté lanzando esos HALO ilegales, le está haciendo un favor a la Tierra. Es el primer basurero cósmico del mundo. La retransmisión televisiva pirata ocasional es un pequeño precio que pagar por mantener el espacio limpio.
—Sí, sí, se merece una medalla. Y ahora, ¿dónde está la nave?
Lincoln se puso muy serio de repente.
—¿Y por qué iba a daros una nave a vosotros? ¿A una panda de críos? No sois lo bastante mayores para conducir ese trasto que tenéis ahí fuera, conque mucho menos un HALO.
—Uno crece muy deprisa en el Gran Colador —replicó Stefan con amargura—. Hemos sobrevivido por nuestra cuenta durante años. Lo único que han hecho los adultos por nosotros en el pasado reciente es tratar de matarnos. Puede programar el HALO desde aquí. La nave subirá y volverá sin que nosotros tengamos que tocar un solo instrumento. Lo único que queremos es estar a bordo.
—Todavía no me has dicho por qué iba a querer dejaros mi nave, si tuviera una. ¿Qué gano yo?
Stefan extrajo un ordenador de bolsillo del interior de su abrigo y lo puso encima de la mesa.
—¿Y esto qué es? ¿Lo último en videojuegos 3D?
—No, Lincoln. Es un ordenador de bolsillo con una placa solar Lockheed Martin y una capacidad de memoria de dos millones de gigabytes.
Lincoln dio un golpecito a la máquina.
—Un ordenador de bolsillo, ¿eh? ¿Qué hay en la memoria?
—Nada, de momento. Pero hay memoria de sobra para la retransmisión de una emisora de televisión pirata.
Lincoln calibró el peso de la placa con la palma de la mano.
—En teoría, pero necesitas una antena gigantesca para conectarla.
—Tenemos una antena. La mayor de todas.
—No trates de engañar a un estafador, chico. Nadie se acerca al Satélite sin los códigos de acceso de la empresa. Si entras en un radio de un kilómetro sin los códigos, te hacen volar por los aires y te catapultan al espacio.
Stefan se metió el ordenador en el bolsillo.
—De los códigos me encargo yo. Esta es la oportunidad de su vida, Lincoln. Puedo conectarle con una placa del Satélite. Podrá retransmitir durante meses antes de que lo localicen.
Lincoln se rascó una parte imberbe de la barbilla.
—¿Y lo único que tengo que hacer es...?
—Darme la tarjeta de arranque para el HALO que sé que tiene aparcado en la parte de atrás.
—¿Dos millones de gigabytes, dices?
—Todos suyos. Le daré un chip de conexión y listos.
Lincoln ya había aceptado el trato, pero siguió oponiendo resistencia.
—¿Sabes cuánto cuesta cada una de esas naves, Stefan?
—Aproximadamente una décima parte de lo que obtendrá de las emisoras de televisión independientes.
—Todo eso podría ser mentira, Stefan. A lo mejor solo necesitas mi nave y no tienes ningún código.
Stefan cortó con la mirada el aire cargado de partículas.
—Tiene mi palabra, Lincoln. Se lo juro por el alma de mi madre.
Lincoln hizo un ademán desdeñoso con la mano.
—No hace falta ponerse tan morboso, jurando por el alma de los muertos. Eso no son maneras.
—Bueno, entonces, ¿trato hecho?
Lincoln se levantó y el óxido se le desprendió de la ropa como si fuera la piel seca de una serpiente.
—Sí, joven Bashkir. Trato hecho.
Stefan extendió el brazo.
—Entonces estrechémonos la mano.
Lincoln hizo caso omiso del gesto.
—Te la estrecharé cuando me devuelvas mi nave intacta.
Lincoln guió a los Sobrenaturalistas a la parte de atrás del Vertedero, a lo que parecía una pared sólida de coches desguazados. Cogió un mando a distancia de la puerta de un garaje que llevaba colgando de una cuerda alrededor del cuello y apretó el botón. La pared se abrió por la mitad y se desplazó a los lados sobre unos rieles destartalados. Acto seguido, media docena de perros bajos y robustos se abalanzaron hacia delante sujetos a unas cadenas extensibles. Al abrir la boca, dejaron al descubierto unos dientes amarillos, mientras unos hilillos de baba les chorreaban de las fauces como si fueran cordeles.