Vida personal de Terney: en 1980, a los treinta y tres años, se enamoró y se casó. Seis años después, se divorció. Su esposa, Gaëlle Lecoupet, abogada en París, no lo acompañó a provincias cuando, el mismo año, fue nombrado jefe del departamento de ginecología y obstetricia del hospital de la Colombe, una gran maternidad, a ciento cincuenta kilómetros de la capital.
Súbitamente, a Lucie se le hizo un nudo en la garganta.
El nombre de la ciudad donde Terney ejerció entre 1986 y 1990 le saltó a la vista.
Reims.
Allí donde nació Grégory Carnot, en enero de 1987.
Estupefacta, Lucie se restregó el rostro con las manos. La coincidencia era muy, pero que muy grande. Reims… ¿Era posible que Terney trabajara en el hospital donde nació Carnot? Se abalanzó sobre su teléfono móvil y llamó al registro civil de Reims. Tras unas cuantas vueltas administrativas, le comunicaron el nombre de la maternidad en la que nació, de padres desconocidos, Grégory Carnot.
El hospital de la Colombe.
Lucie colgó.
Se dio cuenta de que se hallaba en un rincón de la habitación, de cara a la pared, con la frente apoyada contra el muro, como una niña castigada.
Una certeza le martilleaba la mente: por increíble que pudiera parecer, Stéphane Terney sin duda había traído al mundo a Grégory Carnot en 1987. Y, veintitrés años después, una investigación criminal los reunía de nuevo a ambos. No podía tratarse de una casualidad. Era imposible.
Sin embargo, por mucho que Lucie buscara, y le diera vueltas en su cabeza, no alcanzaba a comprenderlo. ¿Había seguido Terney los pasos de Carnot a lo largo de todos aquellos años? ¿Lo había vigilado? ¿Habría incluso tratado de traerlo al mundo? Pero ¿por qué maldita razón?
Lucie acabó de leer el artículo rápidamente.
Después de Reims, Terney no dio mucho que hablar. Regresó a París en 1990, se casó de nuevo y volvió a divorciarse en varias ocasiones, consumiendo sus relaciones como si fueran cigarrillos, sin tener nunca hijos. Ejerció en una clínica de Neuilly, prosiguió sus investigaciones sobre la preeclampsia, se especializó aún más en inmunología y dejó en segundo plano la obstetricia. En 2006 publicó su famoso libro
La llave y el candado
, del cual envió miles de ejemplares a universidades y a particulares bien elegidos, reavivando así, durante cierto tiempo, su reputación y sus ideas eugenésicas. Luego las aguas volvieron a su cauce y prosiguió una carrera absolutamente normal.
Lucie apagó el ordenador y miró las llaves de su coche, que estaban sobre la mesa del salón. Disponía del nombre de una maternidad y de una fecha de nacimiento. Aunque la madre de Grégory Carnot hubiera dado a luz anónimamente, por fuerza tenía que haber algo en los archivos, o gente con la que Stéphane Terney trabajó en aquella época, que tal vez podrían hablar del médico, de su relación con la madre o con el recién nacido, o incluso del parto. ¿Tal vez aquel hijo maldito, su madre o su padre habían dejado rastro en las memorias? ¿Tal vez la identidad de la madre biológica figuraba en los archivos?
Había que intentarlo, abrir nuevas vías de investigación para comprender lo que podía unir a Terney con el asesino de su hija. No tardaría ni dos horas en llegar a Reims.
Antes de marcharse, Lucie reflexionó. Sabía que en un entorno tan burocrático como un hospital podía darse de bruces contra un muro. Hacerse pasar por policía ya no le bastaría. Necesitaba una falsa identificación de policía. No era necesario que fuera una reproducción perfecta, sino un papel que mostraría rápidamente. Al fin y al cabo, nadie sabía cómo era en realidad.
En su billetero tenía el carnet de la mediateca, con una foto, y Sharko contaba con una excelente impresora en color.
Lucie se conectó a Internet. Las páginas en las que uno podía fabricarse documentación falsa, «para su diversión», abundaban. Permiso de conducir, diplomas, certificados del registro civil… Un cuarto de hora más tarde, la impresora escupía el falso carnet de policía impreso sobre una cartulina blanca. Había decidido llamarse de nuevo Amélie Courtois. Era mejor mantenerse en el anonimato. Lucie recortó meticulosamente la cartulina, la arrugó un poco para darle aspecto usado, pegó la foto de identidad que había desenganchado de su carnet de la mediateca y la deslizó detrás del recuadro de plástico ligeramente opaco en uno de los bolsillos interiores de su billetero.
Visto y no visto. Su experiencia y su aplomo se encargarían del 90 por ciento del trabajo.
Esta vez era de nuevo policía, investigando en un espacio paralelo en el que a nadie se le ocurriría hurgar, ni siquiera a Sharko. Porque nadie conocía a Grégory Carnot como ella: la relación entre aquel asesino nacido en Reims y la clínica en la que había ejercido Stéphane Terney hacía más de veinte años era indetectable.
Cogió las fotos de la escena del crimen de Terney, su chaqueta y salió, cerrando la puerta tras de sí.
No vio al hombre sentado al volante de un coche, frente a la residencia. En cuanto ella hubo desaparecido, Bertrand Manien encendió un cigarrillo y, sonriendo, se dirigió al 36 del Quai des Orfèvres.
El Peugeot 407 de servicio conducido por Levallois acababa de coger la autopista A6a, en dirección a Fontainebleau. A última hora de aquella mañana, el tráfico era fluido —una noción muy relativa cuando uno vive en París— y los policías no habían tenido que utilizar la sirena de dos tonos para abrirse camino.
Antes, Sharko había pasado por el 36 para informar de sus descubrimientos y distribuir las tareas —a saber, interrogar a los allegados y a los colegas de Stéphane Terney— a los demás integrantes del equipo.
En aquel momento, ambos policías se dirigían a La Chapelle-la-Reine, un pueblecillo de mala muerte al sur del bosque de Fontainebleau. Habían quedado en verse con el capitán de la gendarmería Claude Lignac, que, durante unas horas, había llevado la batuta de un caso particularmente sórdido: un doble delito de sangre en el bosque, cometido por un asesino cuyo ADN figuraba en un libro escrito en 2006 por Terney. Ante la naturaleza inmunda e inhabitual del acto, ese gendarme había tenido que dejar el caso en manos de la prestigiosa Sección de Investigación de la gendarmería de Versalles.
Evidentemente, a excepción de los policías del 36, todo el mundo ignoraba que el código genético del autor de ese doble homicidio, que se había producido seis días antes, figuraba en las páginas de un libro a fin de cuentas banal, publicado cuatro años antes:
La llave y el candado
. Para evitar filtraciones, en especial a la prensa, los policías debían mantener de momento la información en secreto. Oficialmente, se interesaban por ese asesinato, que guardaba relación con uno de sus casos, del que, por el momento, no podían divulgar la menor información.
Sharko cambió la emisora de radio y dio con una canción de los Cranberries,
Zombie
. Levallois le sonrió.
—Estos últimos días, parece que te hayas decidido a recuperar tu buen aspecto. El traje… El cabello… Y además también pareces menos triste. ¿Hay una mujer en tu vida?
—¿Por qué todos me decís eso, joder?
—Me han dicho que desde que murió tu mujer tu vida había sido una travesía del desierto. Así que…
—Deja a un lado las suposiciones. Será mejor.
Levallois se encogió de hombros.
—Somos colegas y los colegas se dicen esas cosas. Parece que trabaje con un poste de teléfonos. Nadie sabe exactamente qué hiciste en la OCRVP. ¿Y por qué nunca hablamos de nada que no sea el caso? ¿Por qué no me preguntas nada… sobre mi vida, por ejemplo?
—Porque más vale así. Este oficio se entromete mucho en la propia vida, así que no metas la tuya en el oficio. Deja a tu mujer y a tus hijos, si los tienes, a la puerta del 36, será mejor.
—Aún no tengo hijos pero… —titubeó—, pero mi mujer está embarazada. Vamos a tener una niña.
—Me alegro por vosotros.
Una respuesta fría, seca. Levallois meneó la cabeza con despecho y se concentró en la carretera y en la investigación. El caso lo ocupaba cada día más y cada día llegaba más tarde a su casa. Se sorprendió al sentir una excitación creciente a medida que se adentraba en las tinieblas. ¿Acabaría él también un día como Sharko?
Prefirió centrarse en lo concreto, y extrajo sus últimas conclusiones en voz alta:
—Stéphane Terney escribió su libro en 2006, hace cuatro años. Ya disponía de los códigos genéticos de Carnot y del asesino de La Chapelle-la-Reine, cuando ni siquiera figuraban en el FNAEG. No llevamos nuestra huella genética en la frente, por lo que forzosamente un día u otro se vio con ellos, para poder analizar sus códigos genéticos a partir de su sangre, sus cabellos o su saliva… ¡Qué sé yo! Tiene que haber utilizado el tipo de máquina de las que dispone la policía científica para extraer un perfil de ADN y copiarlo en su libro.
Sharko asintió.
—En su libro hay siete perfiles genéticos. Dos de ellos se hallan en el FNAEG. A priori, unos asesinos violentos despiadados. Eso hace que potencialmente haya seis tarados en libertad, en algún lugar. Los cadáveres de Fontainebleau prueban que por lo menos uno de ellos está activo. Por lo que respecta a los otros, son bombas de relojería que, si seguimos a este ritmo, no tardarán en explotar.
—Tal vez ya hayan explotado… Tal vez esos otros individuos anónimos ya han matado pero no dejaron su ADN en el lugar del crimen. O quizá actúen en otro país. ¿Cómo podemos saberlo?
Sus palabras dieron paso a un silencio y a la reflexión. ¿Qué era ese ejército en la sombra? ¿Qué era lo que desencadenaba esa violencia en ellos y los llevaba a cometer crímenes atroces? Sharko apoyó la frente en la ventanilla del pasajero y bostezó con discreción. Incluso en aquellas circunstancias, el sueño volvía como si fuera un ácido y lo reconcomía. Al frente desfilaban las líneas blancas y se sucedía el paisaje. Los rectángulos de edificios de un gris deprimente dieron paso rápidamente a los campos coloreados y luego al bosque de Fontainebleau. Un monstruo vegetal que devoraba el asfalto y la luz, que devolvía su poder a la naturaleza.
Mientras Sharko dormitaba, sobresaltándose cada vez que la cabeza le caía hacia delante, el vehículo abandonó la autopista del Sol y llegó a La Chapelle-la-Reine en menos de diez minutos. Diez mil habitantes, campos por doquier, rodeados por el lindero del bosque, a apenas dos kilómetros. La gendarmería parecía un edificio administrativo más entre otros. Un bloque de hormigón, con el rótulo de la bandera tricolor en el que se leía «Gendarmería». Monótono, deprimente. En el aparcamiento había dos vetustos vehículos de servicio azul oscuro.
Levallois aparcó en batería e hizo que Sharko despertara de su modorra.
—Francamente, no lo entiendo —dijo el joven—. ¿Qué coño hemos venido a hacer aquí? La Sección de Investigación se ocupa del caso y tiene toda la información. ¿Por qué no hemos ido a verlos directamente, para ganar tiempo?
—El tipo con el que vamos a hablar, Claude Lignac, debe de estar jodido por no haber podido quedarse con el caso. Te apuesto lo que quieras a que estará a punto de caramelo, más que cualquier otro. Y además, no nos hará demasiadas preguntas. Me gusta la gente que no hace demasiadas preguntas.
—El jefe quería que fuéramos a ver a los de la Sección de Investigación. Estamos saliéndonos de los procedimientos, y eso no me gusta.
—La Sección de Investigación nos habría dado sólo unas migajas de información, ¿qué crees? La guerra entre la policía y la gendarmería no es sólo una leyenda. Hay que saber saltarse los procedimientos y fiarse de la propia intuición.
Salieron del coche y se dirigieron a la puerta de entrada. Un joven vestido con un jersey azul marino, con unas hombreras que indicaban que era un cabo, los saludó y los condujo al despacho del capitán Claude Lignac. El hombre, de treinta y cinco años, llevaba unas gafitas redondas, lucía un bigote fino y elegante, y tenía unos rasgos particularmente joviales: el aspecto de un auténtico investigador inglés. Tras las presentaciones de rigor y algunas preguntas rutinarias sobre el interés de la policía judicial por aquel caso, cogió las llaves de su coche y una carpeta.
—Me ha parecido entender que desean ver el escenario del crimen lo antes posible.
—En efecto, si puede conducirnos hasta allí. Allí hablaremos. ¿Sigue el caso de la Sección de Investigación?
El gendarme se encogió de hombros.
—Evidentemente. Los chicos de Versalles pueden habernos apeado del caso, pero éste es mi terreno. Y todo lo que pasa aquí me concierne.
Los precedió hacia la salida. Sharko le guiñó un ojo a su colega. Claude Lignac subió en su coche y lo puso en marcha, y Levallois lo siguió. En apenas cinco minutos el bosque se los tragó. El gendarme salió de la carretera departamental que conducía a Fontainebleau y tomó una carretera transversal un poco caótica, condujo aún unos cinco minutos y aparcó finalmente junto a un sendero. Portazos en los coches y el crujir de las suelas sobre la arena. Sharko se alzó las solapas de la americana, pues la temperatura había descendido notablemente, como si quisiera recordarle la magnitud de la tragedia de la que habían sido testigos aquellos árboles. A su alrededor, el piar de los pájaros y el crujido de la madera vieja se perdían en la inmensidad.
Claude Lignac los invitó a seguirle. En fila india, anduvieron sobre una tierra ligeramente húmeda, entre la maleza, las hayas y los castaños. El capitán se dirigió hacia un espacio algo más denso y señaló una alfombra vegetal compuesta de musgo y hojarasca podrida.
—Ahí es donde los descubrió un jinete. Carole Bonnier y Éric Morel, dos jóvenes que vivían en Malesherbes, un pueblo situado a unos veinte kilómetros de aquí. Según sus padres, habían venido a pasar tres días en el bosque, de acampada libre, para escalar en las rocas.
Sharko se agachó. Aún había rastros de sangre que maculaban las hojas y la parte inferior de un tronco. Una salpicadura franca y espesa que probaba la furia del crimen. Lignac sacó unas fotos de su carpeta y se las tendió a Levallois.
—Las conseguí de la Sección de Investigación. Miren lo que les hizo ese hijoputa.
La súbita aspereza de sus palabras sorprendió a Sharko. El rostro de Levallois se volvió más adusto mientras Lignac proseguía sus explicaciones.
—La Sección de Investigación afirma que primero los golpeó violentamente en el rostro y el abdomen, hasta casi dejarlos sin sentido. La autopsia ha revelado hematomas subcutáneos y la ruptura de vasos sanguíneos que demuestran la violencia de los golpes.