Gataca

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

BOOK: Gataca
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Un padre infanticida apuñalado en su coche en el bosque de Vincennes. El cadáver de una estudiante de biología descubierto en la jaula de un primate, aparentemente asesinada por uno de los animales. Los restos de una familia de neandertales a los que mató un cromañón hallados en una grieta en la cumbre de un macizo alpino. El asesino de niños Grégory Carnot encontrado muerto en su celda. Un médico obstetra que investiga sobre genética salvajemente asesinado en su domicilio de Montmartre. ¿Qué invisible hilo une estos crímenes atroces, cometidos con 30.000 años de diferencia?

Destrozada por una terrible pérdida, devorada y espoleada por el odio, Lucie Henebelle se lanza sobre la pista de los asesinos junto a Franck Sharko, igualmente incapaz de olvidar la terrible experiencia vivida. Una investigación que, a través de la genética, les conducirá a las raíces del mal.

Franck Thilliez

Gataca

ePUB v1.0

NitoStrad
17.02.12

Autor: Franck Thilliez

Traductor: Joan Riambau Möller

ISBN 9782265087439

Fecha de publicación: 12/01/2012

656 páginas

Idioma: Español

A Esteban y Tristan que, al igual que otrossiete mil millones de hormiguitas participan modestamente en esa inmensa obra que es la Evolución

«Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin saber nunca por qué,
durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad,
al fin, fuese comprendida por uno de ellos.»

RICHARD DAWKINS

«La ciencia no consiste únicamente en saber qué debe o puede hacerse,
sino también en saber lo que podría hacerse aunque no debiera hacerse.»

UMBERTO ECO
, El nombre de la rosa

Prefacio

A menudo me preguntan cómo se me ocurren las ideas. ¿Surgen a raíz de un suceso? ¿Tras la lectura de unos párrafos? ¿En una esquina de la calle o en un rincón de una página de una revista? Para ser sincero, no lo sé con exactitud. No hay secreto ni método. Creo más bien en la noción del mecanismo que se dispara y en la del azar, como si al ver mil hojas de árbol arrastradas por una tormenta uno siguiera súbitamente con la mirada la que irá a dar contra su mejilla.

Hace más de dos años, cuando andaba en busca de la idea del segundo libro del díptico consagrado a la violencia, asistí, digamos que por unas circunstancias provocadas, a la conferencia de un científico sobre la Evolución. En mitad de su discurso, ese profesor explicó lo siguiente: un día, Charles Darwin recibió de un corresponsal una orquídea originaria de Madagascar, la
Angraecum sesquipedale
, comúnmente conocida como estrella de Madagascar. Esa flor cuenta con un espolón de entre veinticinco y treinta centímetros de longitud, cuya base está repleta de néctar. Ninguna de las mariposas que Darwin conocía era capaz de llegar a semejante profundidad, así que ¿cómo podía realizarse la polinización de las flores, sin la que esa orquídea habría desaparecido? Con ese razonamiento, dedujo que en Madagascar debía de existir una mariposa dotada de una trompa suficientemente larga como para aspirar el néctar del fondo del espolón.

Esa mariposa fue descubierta cuarenta y un años después y se le dio simbólicamente el nombre de
Xanthopan morganii praedicta
, en homenaje a la predicción de Darwin. Su trompa medía entre veinticinco y treinta centímetros de longitud…

Ese descubrimiento me pareció tan extraordinario que me dije que ahí había material para una historia y por ello me interesé en la biología, en la Evolución y el ADN y reflexioné acerca de la trama que descubrirán a continuación. La alquimia de las palabras hizo lo demás.

Esta novela está protagonizada de nuevo por Lucie Henebelle y Franck Sharko. Su aventura no concluyó al final de
El síndrome E
dado que en las últimas páginas se produjo un acontecimiento inesperado. Aunque evidentemente los personajes mantienen una continuidad psicológica con respecto al libro precedente, debo precisar que esta historia es completamente independiente, de modo que se puede leer sin necesidad de haber leído aquél.

Sólo me queda desearles una excelente lectura.

Prólogo
Agosto de 2009

Aquel día no debería haber hecho buen tiempo.

Nadie, en ningún lugar de la Tierra, debería haber tenido derecho a reír, a correr por la playa o a hacerse regalos. Algo o alguien debería haberlo evitado. No, nadie tenía derecho a la felicidad o a la indolencia. Porque en otro sitio, en una sala refrigerada, al final de unos fatídicos pasillos iluminados por fluorescentes, una chiquilla tenía frío.

Un frío que ya no la abandonaría nunca. Jamás.

Según las autoridades, se había hallado el cadáver irreconocible de una niña de una edad estimada entre siete y diez años junto a una carretera comarcal, entre Niort y Poitiers. Lucie Henebelle aún ignoraba las circunstancias precisas del hallazgo, pero, en cuanto la noticia llegó a la brigada criminal de Lille, se dirigió hacia allí sin demora. Más de quinientos kilómetros devorados a fuerza de adrenalina, a pesar del cansancio, del sufrimiento interior, del miedo a lo peor que se iba apoderando de ella cada vez más, con una única frase en los labios: «Haz que no sea una de mis hijas, por piedad, haz que no sea una de mis hijas». Ella, que nunca rezaba, que hasta había olvidado el olor de los cirios, suplicaba. Se aferraba a la esperanza de que se tratase de otra niña, de una chiquilla desaparecida que no constara en los archivos de la policía. Quizá una niña que hubiera desaparecido la víspera, o el mismo día. Así, otros padres serían desgraciados, pero ella no.

¡Oh, no, ella no!

Lucie se convenció una vez más: se trataba de otra niña. La distancia relativamente corta entre el lugar donde fueron secuestradas Clara y Juliette Henebelle —Les Sables-d’Olonne— y donde los paseantes encontraron el cadáver no podía ser más que una casualidad, al igual que el corto período de tiempo transcurrido, cinco días, entre la desaparición de su hija y el instante en el que Lucie se detuvo en el aparcamiento del Instituto de Medicina Legal de Poitiers.

Otra niña… Si así era, ¿por qué Lucie se hallaba allí, sola, tan lejos de su casa? ¿Por qué sentía una violenta acidez en el fondo de su garganta que le provocaba ganas de vomitar?

Incluso a aquella hora, al final del día, el asfalto aún estaba ardiente. Junto a los pocos vehículos de la policía y del personal, apestaba a asfalto fundido y a neumático. Aquel verano del año 2009 había sido un infierno, desde todos los puntos de vista. El personal y el privado. Y lo peor estaba por llegar, con aquella abominable palabra que resonaba en su cabeza: «irreconocible».

«La chiquilla que está ahí tendida no es una de mis hijas.»

Lucie miró su móvil, una vez más, y llamó a su buzón de mensajes aunque la pantalla de cristal líquido no mostrara ningún sobre. Quizá había un problema de cobertura o de red, quizá le habían dejado un mensaje urgente: habían hallado a Clara y a Juliette, estaban bien y pronto estarían en casa, rodeadas de sus juguetes.

El ruido de una portezuela tras una camioneta la devolvió a la realidad. No había mensaje alguno. Guardó su teléfono y entró en el edificio. Lucie conocía perfectamente los Institutos de Medicina Legal, los IML, de estructura siempre idéntica. A la entrada, la recepción; los laboratorios de análisis en la planta superior y en la planta baja; y, simbólicamente, la morgue y las salas de autopsias bajo tierra, como si los muertos ya no tuvieran derecho a la luz.

La teniente de policía, demacrada y con una mirada empañada por el duelo, se dirigió a la secretaria. Su voz titubeaba, insegura, con las cuerdas vocales desgastadas por tantos llantos, gritos y noches de insomnio. Según el registro, el sujeto —otra palabra atroz que le provocó un dolor en el pecho— había llegado a las 18:32. El forense estaría a punto de terminar el examen superficial. En ese mismo instante, probablemente se disponía a leer la historia de los últimos minutos de vida del sujeto en el mismísimo corazón de su carne.

«Otra niña… Clara y Juliette, no.»

Lucie trataba de tenerse en pie, sus piernas flaqueaban y le ordenaban que diera media vuelta, pero recorrió los pasillos apoyándose con una mano en la pared, avanzando lentamente, sumergida en la oscuridad mientras afuera, en algún lugar, en pleno verano, la gente cantaba y bailaba. Ese contraste era lo más difícil de aceptar, por todas partes la vida proseguía, mientras allí…

Treinta segundos después se hallaba frente a una puerta batiente con un cristal ovalado. Aquel lugar apestaba a muerte, sin artificios que la disimularan. Lucie ya había acompañado a padres, hermanos y hermanas en aquel trance, para «confirmar». La mayoría de ellos se derrumbaban incluso antes de ver el cadáver. Poner los pies en aquel lugar era algo terriblemente inhumano, contra natura.

En su campo de visión, al otro lado del cristal, había un rostro enmascarado, con la mirada concentrada, orientado hacia una mesa de acero inoxidable que Lucie no podía ver. Había vivido esa escena tantas y tantas veces, y en todas ellas sólo había visto la materialización de un nuevo caso, un caso que esperaba que fuera emocionante y que incluso se saliera de lo corriente. Había sido como aquel maldito forense, que trataba un caso más entre tantos otros y que, al regresar a su casa aquella tarde, se pondría a ver la tele tomándose una copa.

Pero aquel día, todo era diferente. Ella era el policía y la víctima. El cazador y la presa. Y sólo una madre frente al cuerpo de una niña muerta.

«Que no sea una de mis hijas, no. Que sea una chiquilla anónima. Otros padres sufrirán pronto en mi lugar.»

Armándose de valor, Lucie apoyó ambas manos en la puerta, inspiró con todas sus fuerzas y la empujó.

El hombre, de unos cincuenta años, había estacionado al fondo del aparcamiento del IML, detrás de una camioneta que transportaba material médico. Un lugar estratégico desde el que podía observar las idas y venidas en el edificio sin llamar la atención. Con los ojos ocultos tras unas gafas de sol remendadas y una barba espesa de varios días, su aspecto era el de un tipo dispuesto a cometer un delito. Gotas de sudor surcaban su frente. Aquel calor, aquel jodido calor aplastante, pegajoso… Alzó las gafas y se enjugó los párpados con un pañuelo de tela mientras analizaba la situación. ¿Debía entrar e informarse con más precisión acerca del cadáver de la niña? ¿O debía aguardar a que salieran los oficiales de la policía judicial encargados de asistir a la autopsia y preguntarles en ese momento?

Hundido en su asiento, Franck Sharko se masajeó un buen rato las sienes. ¿Cuántas horas hacía que no había dormido? ¿Cuánto hacía ya que daba vueltas y más vueltas en la cama, a lo largo de la noche, acurrucado como un chiquillo pillado en falta? La música emitida en sordina por la radio del coche y el débil hilillo de aire que circulaba entre las dos ventanillas abiertas hicieron que se le cerraran los párpados. Su cabeza se ladeó y esa caída involuntaria lo sobresaltó. Su cuerpo quería dormir pero su mente se lo prohibía.

El comisario de policía de la OCRVP, la Oficina Central para la Represión de la Violencia contra las Personas, vertió agua mineral tibia en el hueco de la palma de su mano, se la restregó por el rostro y salió a estirar las piernas. El aire exterior se pegó a su ropa ya empapada por la humedad. En aquel momento se sintió estúpido. Habría podido entrar en el edificio, mostrar su identificación policial tricolor y asistir al examen. Reunir la información de manera mecánica y profesional. A lo largo de más de veinticinco años de carrera, veinte de ellos en la Criminal, ¿cuántos cadáveres había visto despiezar con los instrumentos cortantes del forense? ¿Doscientos? ¿El triple?

Pero hacía ya mucho tiempo que no podía con las autopsias de niños. La hoja del escalpelo espejeaba demasiado ante los pequeños pechos impúberes, tan blancos. Era como un beso del Mal. Había visto y le había encantado la mirada de las pequeñas Henebelle en la playa. Jugaron a la pelota y corrieron sobre los charcos, juntos, bajo la tierna mirada de su madre. Estaban de vacaciones y reinaba la despreocupación, la simple felicidad de compartir. Y, Dios mío, las gemelas de hermosos ojos azules habían desaparecido por su culpa.

Fue apenas una semana antes.

La más larga y dolorosa desde la desaparición de su propia familia.

¿Qué revelarían la autopsia y los análisis biológicos y toxicológicos? ¿Qué infierno escupirían sobre el papel en blanco las impresoras del laboratorio? Conocía al dedillo los vericuetos de la muerte, aquella implacable lógica en el seno de lo absurdo. Sabía perfectamente que, incluso después de su fallecimiento, un ser humano en manos de la policía y de los médicos no logra reposar en paz hasta que concluye la investigación. Aquel manoseo de un cuerpo que había albergado la luz lo asqueaba. En cuanto a los asesinos de niños… El comisario apretó sus dedos hasta que sus falanges palidecieron.

Al oír un motor, Sharko adivinó que un vehículo estaba aparcando. Al abrigo de la camioneta, se estiró aún unos segundos más sobre aquel asfalto ardiente. Sufría por culpa de su sobrepeso y sus articulaciones crujían como la leña seca. Por fin, se metió en su viejo automóvil ya casi listo para el desguace y próximo a la agonía pero que aún resistía…

Fue en aquel preciso instante cuando la vio y su interior se hizo pedazos. Vaqueros, camiseta gris por fuera del pantalón, el cabello recogido de cualquier manera en una cola. Ni siquiera sus ojos de un azul celeste conseguían iluminar su rostro. Parecía el retrato de un artista maltratado por el paso del tiempo, desportillado, igual que él mismo, sin duda. Al verla zozobrar de costado como un navío desarbolado, sintió un dolor en lo más hondo de sus entrañas.

A Lucie Henebelle también la habían avisado de inmediato. A buen seguro, habría repasado los archivos informáticos, los casos de todas las brigadas relacionados con niños, habría llamado a las personas indicadas y habría recibido llamadas. Y en cuanto recibió el primer aviso, se lanzó a la carretera pisando el acelerador a fondo. Por Dios, ¿qué iba a hacer en aquella covacha? ¿Asistir a la carnicería de una de sus propias hijas? Incluso él mismo, Sharko, no pudo enfrentarse al examen post mórtem de su pequeña Éloïse, hacía ya mucho tiempo de ello. Era peor que tragarse una granada a punto de estallar.

Y, sin embargo, ¿cómo una madre, un ser todo amor, podía tener fuerzas para ello? ¿Por qué esa necesidad de sufrir y de avivar aún más su odio? ¿Y si al final se tratara de una criatura anónima? ¿Lucie Henebelle se vería condenada a errar de morgue en morgue, en busca de sus dos hijas, hasta morir cociéndose a fuego lento? ¿Y si daba con una de ellas pero jamás hallaba a la otra? ¿Cómo no volverse loca?

Con los dedos crispados en el volante, Sharko dudó un buen rato sobre qué hacer. ¿Debía entrar él a su vez? ¿Aguardar allí a que ella apareciera de nuevo? ¿Cómo iba a dejar a Lucie salir del edificio medio hundida y ebria de tristeza sin lanzarse a sus brazos? ¿Cómo no iba a abrazarla contra su corazón con todas sus fuerzas, murmurándole al oído que un día todo iría mejor?

No, sólo había una solución. Huir. Amaba demasiado a aquella mujer.

Hundió la llave en el contacto y puso el coche en marcha, en dirección a París.

Cuando la silueta de ogro del IML se disolvió en el reflejo de su retrovisor, Sharko comprendió que no volvería a verla nunca.

Su tristeza y su odio jamás habían sido tan grandes.

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