GOG

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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Con la excusa de las andanzas de un excéntrico y escéptico millonario, un tal Goggins apocopado en Gog, nombre de resonancias bíblicas y apocalípticas (tal como muestra Papini en el arranque de la obra, sin citar, pero conociéndolo de sobra, el Libro de Ezequiel 38:3, el precisamente titulado “Profecía contra Gog”: «Así ha dicho Jehová el Señor: He aquí, yo estoy contra ti, oh Gog, príncipe soberano de Mesec y Tubal»), que le ha entregado al autor un legajo de papeles, una especie de diario de encuentros con toda clase de personajes, algunos de ellos personalidades cuyas vidas han modificado la Historia (Henry Ford, Gandhi, Lenin, Herbert George Wells, Thomas Alva Edison, Sigmund Freud, Albert Einstein, Ramón Gómez de la Serna, George Bernard Shaw, Knut Hamsun…), Papini da un repaso demoledor y cáustico a la civilización humana, a sus supuestos logros, a sus múltiples sombras.

Giovanni Papini

GOG

ePUB v1.0

Faro47
29.09.12

Título original:
GOG

Giovanni Papini, 1931

Traducción: Mario Verdaguer

Diseño/retoque portada: Faro47

Editor original: Faro47 (v1.0)

ePub base v2.0

Satán será liberado de su cárcel y saldrá

para reducir a las naciones, Gog y Magog...

(APOCALIPSIS, XX-7)

PREFACIO DEL TRADUCTOR A LA PRIMERA EDICIÓN

GIOVANNI PAPINI, cuya última y discutidísima obra ofrecemos hoy a los lectores de habla española, es suficientemente conocido de nuestro público culto para que creamos necesario escribir su semblanza literaria en el pórtico de este volumen. Creemos, sin embargo, oportuno hacer algunas consideraciones sobre la obra que acabamos de traducir en lo que se relaciona con lo anterior producción del celebradísimo autor de la “Historia de Cristo”.

Giovanni Papini ha descrito una trayectoria mordente, apasionante y tumultuosa en el mundo de las ideas y de los sentimientos. Hace años, al comenzar su vida literaria, escribió con orgullo, como síntesis de su pensamiento, la melancólica vida de un hombre que quiso convertirse en dios; siguió todos los caminos del absurdo, sintió la necesidad de despojarse de toda preocupación tradicional y conseguir el ateísmo integral y perfecto.

Después de este libro ateo siguieron seis años de trabajo y de devastación; seis años debatiéndose entre el sentido moral de lo varonil y de la debilidad, entre la piedra y la miel, entre el genio y el ingenio, entre Dante y Petrarca; duelo sin condiciones, terrible, saturado del desprecio contra las cosas entronizadas, salpicando las ideas con sangre y barro. Después de seis años, este mismo escritor fulminante y envenenado, vencido en su lucha contra Dios y contra la Nada, de pronto, dominado por una fuerza superior a él, porque no nacía de la lógica ni de la estética, sino del sentimiento, concibió la obra apasionante, viva, llena de fe: La Historia de Cristo. Retorno a la claridad, expiación de la culpa, explosión de amor hacia Jesús, al que había odiado con un odio que no era tal vez más que un amor imperfecto, un amor inconsciente, un arrebato del alma que ardía luminosa, llena de rencor porque no había adivinado aún el secreto maravilloso que llevaba dentro y que le había conducido, sin darse cuenta, hasta el pie de la Montaña del Evangelio.

Y ahora, diez años después de la Historia de Cristo: la Historia de Gog, personaje extraño y punzante, imagen del hombre primitivo y bestial, del hombre que no tiene en su corazón la más pequeña fibra de cristiano. Pero Gog, esta vez, no es Papini; es lo que está enfrente de él, lo que él abandonó para seguir a Cristo y que ve alzarse de nuevo ante su camino, no como una amenaza contra su íntima fe, sino como una amenaza contra toda la humanidad.

Papini no conoce el término medio. Ha adoptado siempre una postura radical para combatir y para crear; se ha dado a sí mismo y a los otros la ilusión de una audacia intelectual sin confines, punzando con su lengua de víbora todas las cosas de este mundo y del otro. Tiene el mismo orgullo exasperado en su pasado de descreído y ateo que en su presente de fe profunda. Pero escondidas bajo el aspecto de su virilidad salvaje se hallan las lágrimas sentimentales, rocío del paisaje árido del espíritu hecho de rocas firmes, de soles absurdos y de paradojas llenas de vigor.

Todo el espíritu de combate de Papini se concentra en Gog, personaje temible, caricatura del Anticristo. Bajo la piel de Gog se halla escondida el alma del diablo, el esqueleto del antropoide, el sentido cruel de lo primitivo que se ha sedimentado en el fondo de la civilización. Gog es el alcaloide de la mala esencia humana que aparece, en la ficción del artista, solitaria y vagando sin objeto al margen de la humanidad. La lectura de este libro causa de pronto desconcierto, parece que en él el viejo Papini resucita, vuelve a gritar, vuelve a separarse de Cristo; luego nos damos cuenta de que Gog no es Papini, como Raskolnikov no es Dostoiesvski. Pero es indudablemente una obra cínica, una obra de dolor, en la que con sorpresa vemos que personajes no imaginados, vivientes y luminosos en la actual civilización ─Einstein, Edison, Bernard Shaw, etcétera─  mienten en sus coloquios fingidos, pero en sus mentiras palpitan y se estremecen violentas y desconsoladoras verdades.

¿Qué queda después de todo lo que ha pisoteado Gog? Queda sólo la naturaleza pura y serena, el hombre sencillo y humilde que come el pan del trabajo y bebe el agua de la fuente que mana tranquila en un rincón de un valle apartado de toda ciudad. La parábola de Gog es, en cierto modo y en ese sentido, la parábola del mismo Papini. Es la tragedia del hombre interior que ha vivido constantemente oculto en el fondo de la caverna de su pensamiento orgulloso, hasta que se ha decidido a asomarse a la naturaleza y contemplar, con ojos deslumbrados, el Sol.

Gog tiene el valor de decir mucho más de lo que en realidad dice y de sugerir situaciones muchomás hondas y más acercadas a la realidad que las paradojas que provoca. Por eso, bajo su aparente frialdad, vive en sus páginas una reconcentrada pasión y tiembla en ellas una emoción profunda.

El lector español encontrará en este libro dos capítulos de un particular interés por lo que a España se refiere, que por su valor intrínseco creemos oportuno señalar.

Uno de ellos, el dedicado al Duque de Hermosilla de Salvatierra, absurda y fantástica visita de Gog a un palacio destartalado de Burgos, adquiere en estos momentos, por el desenvolvimiento histórico de la vida actual española, una cualidad de símbolo emocionante. Esos extraños personajes deshumanizados, horribles en su inmovilidad y en su peso ancestral, momias falsificadas de realidades que fueron, alineadas a la manera lúgubre de un Museo Grevin, nos causan espanto. Es tal vez la visión más justa y formidable de nuestra España de transición, impresionando la retina y la sensibilidad de un extranjero de talento. Los que comprendan hasta el fondo el pensamiento del autor han de formularse necesariamente terribles preguntas. ¿Qué hacen esos personajes sumidos en la historia española, aferrados al pasado muerto? ¿Qué pasará cuando el Duque de Hermosilla de Salvatierra ─¡sombrío duque simbólico─ abandone su palacio que la vida nacional ha dejado ya solitario? ¿No caerá todo ese pasado en polvo cuando el sol y el aire entren por las ventanas abiertas? ¿No será dulce y glorioso comenzar de nuevo una historia, esa historia “al revés” que preconiza un extraño interlocutor de Gog, para que se pueda comprender toda la significación solemne de los hechos presentes?

Gog pasa, extranjero en todas las tierras, como el caminante que marcha levantando polvo por todos los caminos, pero en torno suyo se plantean multitud de situaciones llenas de fecundidad y de vigor; con Gog se ve que el impudor y el cinismo, como Papini demuestra en este libro extraño, pueden ser también fuentes de aleccionamiento y de moralidad.

Hemos procurado en esta traducción conservar cuidadosamente toda la virulencia de la prosa de Papini y su estilo lleno de aristas y de vigor. Hemos realizado, si no con éxito, con toda buena voluntad, esta tarea asaz difícil , procurando así rendir tributo a una de las obras más recias que ha producido la literatura italiana contemporánea.

Mario VERDAGUER

Abril 1931.

Cómo conocí a Gog
I

Me avergüenza decir dónde conocí a Gog: en un manicomio particular.

Fui allí con objeto de hacer compañía a un joven poeta dálmata, a quien la pasión desesperada por una sombra —la amada era una “reina de la pantalla” y únicamente en la pantalla le había sonreído— condenaba al delirio. Como ordinariamente estaba tranquilo, eI director de aquella casa para locos pensionistas —enano de estatura, pero gigante por su carnosidad— nos permitía estar juntos en el jardín. Aquí y allá, a la sombra de los cedros y de los castaños de Indias, había mesas redondas de hierro y sillas, como en los cafés. Enfermeros pálidos, vestidos de blanco, transcurrían por los paseos, disimulando su vigilancia.

Un día muy caluroso en que el poeta y yo estábamos hablando, se acercó a nuestro velador uno de los huéspedes. Era un monstruo que debía tener medio siglo, vestido de verde claro. Alto, pero mal garbado: no tenía ni un solo pelo en toda la cabeza; sin cabellos, sin cejas, sin bigotes, sin barba. Un informe bulbo de piel desnuda, con excrecencias coralinas. La cara era de un escarlata oscuro, casi pavonado, y anchísima. Uno de los ojos era de un bello celeste un poco ceniciento; el otro, casi verde con estrías de un amarillo de tortuga. Las mandíbulas eran cuadradas y potentes; los labios, macizos pero pálidos, se entreabrían en una sonrisa completamente metálica, de oro.

Saludó, sin hablar, al poeta y se sentó a nuestro lado. No abrió la boca, pero pareció que seguía atentamente nuestra conversación. Me enteré después, por mi amigo, que ése era Gog.

Su verdadero nombre era, según parece, Goggins, pero desde joven le habían llamado siempre Gog, y este diminutivo le gustó porque le circundaba de una especie de aureola bíblica y fabulosa; Gog, rey de Magog. Había nacido en una de las islas Hawai, de una mujer indígena y de padre desconocido, pero seguramente de raza blanca. A los dieciséis años, embarcado como boy de cocina en un vapor americano, había llegado a San Francisco y vivido en varios puntos de California, a la ventura. Después de algunos años, no se sabe cómo, logró algunos millares de dólares y se trasladó a Chicago. Tenía el genio de business o un demonio de su parte, porque en poco tiempo su fortuna en dinero se hizo enorme, incluso para el Ohio. Al terminar la guerra era uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos, es decir del planeta. En 1920 se retiró, sin grandes pérdidas, de todas sus empresas y depositó sus millones, unos aquí y otros allá, en todos los Bancos del mundo.

—Hasta ahora —decía— he sido un galeote del dinero; pero de hoy en adelante debe ser mi servidor. No quiero esperar, como mis semejantes, a quedarme chocho para descubrir los medios de gozar.

Comenzó en aquel tiempo, para Gog, una vida nueva; investigaciones febriles, carreras a través de los continentes, sorpresas, locuras, fugas. No tenía mujer ni hijos, pero no le faltaban animadores, parásitos, ayudantes, consejeros, cómplices.

Es preciso tener en cuenta la peligrosa mezcla que había en él; un semisalvaje inquieto que tenía bajo su dominio las riquezas de un emperador. Un descendiente de caníbales que se había apoderado, permaneciendo bruto, del más espantoso instrumento de creación y de destrucción del mundo moderno.

Ignorantisimo, quiso ser iniciado en las más refinadas drogas de una cultura de putrefacción. Ya casi sedentario, quiso conocer todas las patrias —él, que no tenía patria verdadera—. Animalesco por el origen y la vocación, quiso proporcionarse todas las formas del epicureísmo cerebral de nuestros tiempos.

Me hace el efecto de que en esa dilapidación maniática adquirió un olfato perverso para las más radicales ideologías, pero reforzó al mismo tiempo su barbarie ingénita. Su cerebro era, en algunos momentos, capaz de rebasar los más exasperantes modernismos, pero su alma se había vuelto más árida y cruel que la de sus antepasados maternos.

Toda la inteligencia instintiva que le había ayudado para el saqueo legal de los millones, la empleaba ahora para el acaparamiento febril de las rarezas y de las voluptuosidades de toda especie, para satisfacer los más inverosímiles deseos, los caprichos más infames y fantásticos.

A los siete años de llevar esta vida gastó las tres cuartas partes de su capital y de su salud. Desde 1928 fue de sanatorio en sanatorio, siempre ansioso e impaciente, presa de frenesí de cambio y de novedad. Los médicos intentaban retener un huésped tan explotable, pero no lo conseguían. Ningún alienista pudo definir su enfermedad; quién hablaba de síndrome psicasténico, quién de una alteración de la personalidad, quién de locura moral; los más opinaban que tenía más de una tara, y de tal modo confundidas entre sí que no permitían más que simulacros de curación, a ciegas. Cuando había permanecido en uno de esos asilos tres o cuatro meses, quería ser transportado a otro —a aquél, el verdadero— y se ponía tan furioso que tenían que contentarle a la fuerza.

Cuando le conocí se hallaba allí desde hacía poco. Y todas las veces que fui a visitar a mi poeta le veía también a él. Comenzó a hablarme. De este modo pude saber, un poco por él y un poco por los médicos, su historia. Su conversación era singularísima; pasaba de un discurso paradójico, pero al mismo tiempo inteligente, a manifestaciones de una vulgaridad peor que plebeya, bestial. Parecía que estuviesen unidos en él Asmodeo, con su agudeza cínica, y Calibán, con su ciega torpeza de bruto.

Pero conmigo hablaba gustoso. He tenido siempre la virtud de aplacar a los agitados y de amansar a los locos. Un día, después de haber hablado más que de costumbre, se marchó a su habitación —vivía en una villa, toda para él, en el parque del manicomio— y volvió para entregarme un envoltorio de seda verde. —Lea —me dijo—, son hojas que he salvado del último naufragio. Aquí dentro hay algo del viejo Gog. Ahora ha llegado para mí el día en que nace más de un sol, y cedo con la máxima despreocupación los harapos de la noche.

Encontré, dentro del envoltorio, un grueso paquete de hojas sueltas, escritas en tinta verde, con una caligrafía inexperta y pesada de muchacho. Las leí todas, a veces con una sonrisa, a veces con disgusto, a veces con horror, pero siempre, lo confieso, con avidez.

Eran apuntes sueltos, páginas de antiguos diarios, fragmentos de recuerdos, mezclados todos sin orden, sin fechas precisas, redactados en un inglés vulgar, pero bastante descifrable.

No pude volver a la mansión de los locos hasta muchos días después. Busqué a Gog para devolverle su manuscrito. Me dijeron que se había marchado después de un acceso terrible, y que no había dejado ningún recado para mí. Escribí a la casa de curación donde se había refugiado y no recibí contestación. Han pasado casi dos años y no sé si Gog sigue con vida o ha muerto.

Supuse, y a mi juicio atinadamente, que tuvo la intención de regalarme esas hojas, y tal fue también el parecer de los amigos a quienes consulté. Por eso me he decidido a traducirlas —excepto cinco o seis demasiado repugnantes— y a publicarlas.

II

No se trata, como el lector verá, ni de un libro de memorias, ni, mucho menos, de una obra de arte. Se trata, me parece, de un documento singular y sintomático; espantoso, tal vez, pero de un cierto valor para el estudio del hombre de nuestro siglo. Y como documento —y no con otra intención— publico esta serie de notas, con la esperanza de que, una vez reflexionado, se reconozca la utilidad de mi “abuso de confianza”.

Huelga, creo, añadir que yo no puedo de ninguna manera aprobar los sentimientos y los pensamientos de Gog y de sus interlocutores. Todo mi ser— que ahora se ha renovado con mi retorno a la Verdad— no puede menos que aborrecer todo lo que Gog cree, dice o hace. Quien conozca mis libros, sobre todo los últimos, se dará cuenta de que no puede haber nada de común entre Gog y yo. Pero en ese cínico, sádico, maniático, hiperbólico semisalvaje, he visto una especie de símbolo de la falsa y bestial —para mí— civilización cosmopolita, y lo presento a los lectores de hoy con la misma intención con que los espartanos mostraban a sus hijos un ilota completamente borracho.

Muchísimos, en nuestro tiempo, se parecen en realidad a Gog. Pero Gog es, a mi juicio, un ejemplo particularmente instructivo y revelador, por dos razones. Primera, porque su riqueza le ha permitido realizar impunemente muchas extravagancias, idiotas o criminales, que sus semejantes deben contentarse con imaginar en sueños. Segunda, porque su sinceridad de primitivo le lleva a confesar sin rubor sus caprichos más repulsivos, es decir, aquello que los otros esconden y no se atreven a decir ni de sí mismos.

Gog es, por decirlo con una sola palabra, un monstruo, y refleja por eso, exagerándolas, ciertas tendencias modernas. Pero esta misma exageración ayuda al fin que me propongo al publicar los fragmentos de su Diario, puesto que se perciben mejor, en esta ampliación grotesca, las enfermedades secretas (espirituales) de que sufre la presente civilización. Y no habría publicado estas hojas si no hubiese creído hacer una cosa útil para aquellos que las lean.

Advierto finalmente que he traducido con fidelidad la prosa desaliñada y premiosa de Gog, sin añadir tilde, ni enmendar o embellecer. No es culpa mía, pues, si este libro no es un modelo de estilo.

El orden en que han sido dispuestos los capítulos es aproximado y conjetural, casi seguramente inexacto. Pero no he podido hacerlo de otra manera. Gog consignaba, generalmente, el lugar, el día y el mes, pero no el año, y me he tenido que contentar con una cronología puramente hipotética.

Y ésta es una pequeña libertad, en comparación con esa otra bastante mayor que me he permitido: la de hacer servir el mal de Gog para el bien común.

G. P.

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