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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

GOG (3 page)

BOOK: GOG
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Una sonrisa iluminó el bello rostro de viejo juvenil de Ford.

—Ya he pensado también en eso —respondió—. Produciré tantas máquinas y a precios tan modestos, que a ningún otro industrial del mundo le tendrá cuenta fabricar lo que yo fabrique. Mis fábricas surtirán por eso a los cinco continentes. En muchas partes del mundo eI automóvil y el aeroplano no son todavía de uso general. Con la potencia de la publicidad y del control bancario obligaremos a todos los pueblos a usarlos. Mis mercados son prácticamente ilimitados.

—Pero, perdone; si sus métodos anulan, en gran parte, la industria de otros países, ¿de dónde sacarán éstos el dinero necesario para comprar sus máquinas?

—No hay que tener miedo —repuso Ford—. Los clientes extranjeros pagarán con los objetos producidos por sus padres y que nosotros no podemos fabricar; cuadros, estatuas, joyas, tapices, libros y muebles antiguos, reliquias históricas, manuscritos y autógrafos. Todo cosas
únicas
que no podemos reproducir con nuestras máquinas. En Asia y Europa existen todavía colecciones privadas y públicas llenas hasta rebosar de estos tesoros que no se pueden imitar, acumulados durante sesenta siglos de civilización. Entre los europeos y entre los asiáticos aumenta cada día la manía de poseer los aparatos mecánicos más modernos y disminuye al mismo tiempo el amor hacia los restos de la vieja cultura. Llegará pronto el momento en que se verán obligados a ceder sus Rembrandt y Rafael, sus Velázquez y Holbein, las biblias de Maguncia y los códices de Romero, y los joyeles de Cellini y las estatuas de Fidias para obtener de nosotros algunos millones de coches y de motores. Y de ese modo, el almacén retrospectivo de la civilización universal deberán venir a buscarlo a los Estados Unidos, con gran ventaja, por otra parte, para las industrias del turismo.

»Además, mis precios, como consecuencia de la reducción del coste, serán de tal modo bajos que hasta los pueblos más pobres podrán comprar mis aeroplanos de deporte y mis automóviles de familia. Yo no busco, como usted sabe, la riqueza. Solamente los pequeños industriales atrasados se proponen como fin el ganar dinero. ¿Qué quiere usted que yo haga con los millones? Si vienen no es culpa mía, sino el resultado involuntario de mi sistema altruista y filantrópico. Personalmente vivo como un asceta: tres dólares al día me bastan para alimentarme y vestirme. Soy el místico desinteresado de la producción y la venta: las ganancias excesivas me fastidian y no aprovechan más que al Fisco. Mi ambición es científica y humanitaria; es la religión del movimiento sin reposo, de la producción sin límites, de la máquina libertadora y dominadora. Cuando todos puedan poseer un aeroplano y trabajar una hora al día, entonces yo figuraré entre los profetas del mundo y los hombres me adorarán como un auténtico redentor. Y ahora, viejo Gog, ¿un
drink
? ¿Es cierto que pertenece usted secretamente a los
húmedos
, o le han calumniado?

No había bebido nunca un
whisky
tan perfecto y no había hablado nunca con un hombre tan profundo. No olvidaré fácilmente esta visita en Detroit.

El milagro a domicilio

New Parthenon, 17 julio

S
iempre he sentido un ardiente deseo de asistir a algún milagro y, para no verme defraudado, me he dirigido a los especialistas del ramo. He reunido, durante mis viajes, a cinco hombres que disfrutaban, en sus países, de la fama de poseer un poder especial en el arte de los prodigios, y los tengo aquí, a mi disposición.

Me cuesta considerables sumas —ninguno de ellos consentía en expatriarse sino a cambio de una importante indemnización—; pero soy, supongo, el único en el mundo que posee cinco Magos entre su personal de servicio. Uno solo podía faltar o no hallarse siempre dispuesto, mientras que de este modo estoy seguro de obtener el
milagro a domicilio
en el momento en que lo pida.

El primero de estos taumaturgos es tibetano y se llama Adjrup Gumbo. Dice ser
lama amarillo
y haber adquirido su poder mágico viviendo largos años en una
gompa
, en las más desiertas montañas del Tíbet, como discípulo del famoso Ralpa, de Ladak.

El segundo, Tiufa, es un negro wambagwe, del África Oriental, y era considerado, entre las gentes de su tribu, como el dueño absoluto de la tierra y del cielo.

En Bengala pude encontrar el célebre Baba Bharad, un
sannyasi
convertido en uno de los más extraordinarios faquires de toda la India.

El cuarto es Fang-Wong, un chino taoísta, adepto y luego maestro de la escuela tántrica, es decir, de la más reputada magia de Oriente.

El último es un europeo, Wolareg, que pretende hallarse en posesión de las más antiguas tradiciones iniciadoras y afirmar ser uno de los jefes del ocultismo occidental. No ha querido decirme nunca dónde nació; habla con toda perfección cuatro o cinco lenguas y escribe continuamente. Tiene casi dos metros de estatura y una cara de viejo muchacho mongol. Lleva el cuello siempre envuelto en una bufanda porque sufre de furúnculos y ántrax, y habla, no obstante su estatura, con una voz un poco infantil, pero al mismo tiempo solemne.

Creí haber escogido bien y poder al fin satisfacer el deseo de asistir a algún milagro entero y verdadero. Esto hubiera sido, de cuando en cuando, un remedio contra el horrible aburrimiento que me persigue en estos tiempos. Cuentas equivocadas, esperanzas vanas. Al menos hasta ahora —y hace más de un año que esos archimagos viven a mis espaldas— no he conseguido ver nada que se pueda llamar un milagro.

Reconozco que no les ha faltado la buena voluntad. Todas las veces que he dado la orden, a uno o a otro, para que me mostrasen un prodigio, han hecho todo lo posible por contentarme. Les he dejado en libertad para elegir el momento y el género de milagro; he concedido todas las prórrogas posibles. Las promesas eran para engolosinar. Tiufa se compromete a hacer caer la lluvia en un día sereno y hacer huir el temporal; Fang-Wong tenía la seguridad de hacer aparecer cierto número de demonios que obedecieran a cualquier gesto mío; Adjrup Gumbo decía que estaba dispuesto a resucitar un cadáver en presencia mía y hacerme hablar con un muerto designado por mí; Baba Bharad, especializado en la levitación, me aseguraba que un día u otro ascendería sin ninguna ayuda cielo arriba hasta desaparecer de la vista y luego descendería a mi llamada; Wolareg, finalmente, se declaraba capaz de romper y mover los objetos sin tocarlos, transformar la sustancia de las cosas, fabricar oro, evocar espectros parlantes y hacerme dueño del mundo de los fenómenos y de lo oculto.

Pero todas sus tentativas han sido inútiles. Ahora faltaban, para el buen resultado del milagro, algunas esencias o piedras necesarias, que había de hacer venir del fondo de Asia o de África y que era preciso esperar algunos meses para que llegasen; otra vez eran contrarias las fuerzas cósmicas o no eran favorables las conjunciones de los astros, lo que hacía necesario aplazar la ceremonia; o bien el mago caía en una especie de catalepsia para realizar la tarea y manifestaba, al despertar, que un ocultista enemigo suyo se había enterado, desde lejos, de la operación que se estaba preparando. Wolareg declaró que no cabía hacer nada si no podía disponer, como oficina para los ritos, de una caverna subterránea, revestida de basalto, orientada según sus instrucciones, y provista de trípodes, de hierbas mágicas, de varias varitas esculpidas, hechas con huesos de iniciados difuntos, y de un
sancta sanctorum
. Hice construir esa gruta en la parte más extensa del parque, de acuerdo con los planos y deseos de Wolareg, pero, según decía, faltaba siempre algo esencial y que no podía encontrarse, y ha sido ése el que me ha costado más y el que me ha dado menos.

Los otros intentaron, algunas veces, ofrecerme algún truco ingenioso como sustitutivo de los milagros en vano prometidos. Les dejaba hacer, al principio, para divertirme y, luego, para desenmascararlos. No quería despilfarrar de ese modo mis dólares. Me había provisto, para no parecer un imbécil, de obras de prestidigitación y de ensayos críticos sobre los médiums y faquires y los había leído. Conmigo no era posible el engaño.

Una vez murió uno de mis camareros, y Adjrup Gumbo recibió el encargo de resucitarlo. Se encerró en la cámara del muerto por algunas horas, la llenó de humo y luego me mandó llamar. A través de los vapores y de los aromas, vi de pronto a mi pobre Ben que encogía las piernas y alzaba a sacudidas la cabeza; pero hice abrir las ventanas y me di cuenta de que el tibetano, sirviéndose de los hilos de la luz eléctrica, había recurrido, no a la ciencia de los lamas, sino a la corriente puesta a su disposición por la ciencia europea. Y el supuesto resucitado tuvo que ser enterrado al día siguiente en el cementerio vecino.

Baba Bharad quiso repetir ante mí el conocido prodigio de la simiente de mangostán que, sembrada y regada, después de una hora se transforma en una planta con frutos. Pero no me fue difícil, con la ayuda de una pala, demostrarle que conocía el misterio, es decir, que en el terreno había sido colocada con anterioridad, sobre un redondel de corcho, la plantita de mangostán, que el agua había levantado en el momento oportuno.

Fang-Wong hizo aparecer, en una estancia medio vacía, una forma verdusca que, según él, era uno de los más temibles demonios subterráneos, uno de aquellos espantosos
Fang-Lean
. Mi lámpara de bolsillo me permitió reconocer, bajo la capa verde, a un negro empleado en la cocina que se había prestado a representar el papel de demonio ante la promesa de una botella de
gin
.

En lo que se refiere a Tiufa, tuve que resignarme a contemplar su cuerpo fuliginoso y untuoso asaeteado por grandes alfileres, de cuyas heridas brotaban algunas gotas de sangre; muy poca sangre por el dinero que cuesta su manutención.

Es necesario ahora que piense en deshacerme de los cinco taumaturgos impotentes. Wolareg, desde la altura de sus dos metros asegura que falta el
aura
, la
atmósfera magnética
, que este país materialista no permite las manifestaciones de la pura
energía espiritual
, y, en fin, que mi escepticismo paraliza sus poderes y los de sus colegas.

Hecho notable: los cinco magos se han hecho muy amigos y disfrutan, cada día, de un milagroso apetito.

Narración de la isla

New Parthenon, 6 noviembre

E
l sábado por la tarde vi aparecer de pronto un hombre al cual no había visto desde hacía más de veinte años. Con Pat Cairness conocí el hambre y el espanto en Frisco, en los primeros tiempos de mi llegada. Pat, un irlandés lleno de espíritu y de recursos, me salvó más de una vez de la desesperación. Desde que llegué a esta ciudad del Este no había sabido nada más de él.

Cuando se presentó, sin decir su nombre, no le reconocía. Ha cambiado de color y me parece que hasta de corpulencia. Era un junco de piel blanca y se me ha convertido en una encina de color moreno. Ha hecho, según dice, de viajero; en los primeros años por necesidad y luego por curiosidad. No hay país que no haya visto, mar que no haya surcado, carretera que no haya recorrido. Habla ocho lenguas y unos veinte dialectos; ha sido reclutador de
coolies
, socio de piratas, negociante de serpientes, jefe hechicero, falso monje budista, guía de los desiertos, todos los oficios, en suma, de la gente que no tiene más vocación que la de cambiar de lugar. Si escribiese sus recuerdos haría un libro mucho más rico que los de Melville y de Jack London.

Me dijo, sin embargo, que el tiempo de las aventuras ya ha pasado, que no hay ningún lugar de la tierra donde no se encuentren huellas de viajeros y de civilización, que es casi imposible encontrar un pedazo de selva o de estepa donde no haya penetrado un blanco. En todos sus viajes no pudo descubrir más que una isla desconocida hasta entonces por los marineros y los geógrafos. Una isla del Pacífico, un poco más grande que una de las islas Sandwich, al sur de Nueva Zelanda. Se halla habitada por unos cuantos centenares de melanesios papúes, que arribaron allí con sus barcas hace muchos siglos.

—La singularidad de esta isla —me contaba Pat Cairness— no se halla en su aspecto, que es muy parecido al de las demás islas del Pacífico, ni en sus habitantes, que han conservado las costumbres y tradiciones de su raza. Está en esto: los jefes han reconocido hace mucho tiempo que la isla no puede alimentar más que a un número fijo de habitantes. Este número es precisamente de setecientos setenta. Gran parte del suelo, montuoso, es estéril, y en el mar no hay mucha pesca. De fuera no puede llegar nada porque nadie, después de ellos, ha desembarcado en la isla, y los sucesores de los primeros inmigrantes han olvidado el arte de construir grandes embarcaciones. Por esta razón la asamblea de jefes promulgó en tiempo inmemorial una extrañísima ley: la de que a cada nuevo nacimiento debe seguir una muerte, de manera que el número de los habitantes no rebase nunca el de setecientos setenta. Es una ley, según creo, única en el mundo y que hace observar con toda severidad el Consejo de los ancianos, compuesto de brujos y guerreros. Como en todos los países del mundo, los nacimientos superan a las muertes naturales, por lo que todos los años diez o veinte de esos infelices segregados del mundo deben ser muertos en la tribu. El espanto del hambre ha hecho inventar a los oligarcas papúes un sistema estadístico muy burdo, pero preciso. Una vez al año, en primavera, se reúne la asamblea y se lee la lista de los nacidos y de los muertos. Si son, por ejemplo, veinte los nacidos y ocho los muertos, es necesario que doce vivientes sean sacrificados para la salvación de la comunidad. Durante un cierto tiempo, según me dijeron, tocaba a los ancianos el morir; pero como el Consejo de los Jefes está formado en su mayoría de ancianos, éstos se las arreglaron de manera, recurriendo a no sé qué astucias, que se confiase a la suerte la cuestión de diezmar la tribu. Cada habitante posee una tablilla donde se halla inscrito, por medio de un dibujo o de un jeroglífico, su nombre. Llegado el día terrible, esas tarjetas de los vivos son reunidas en el casco de una barca enterrada ante la tienda del Consejo y revueltas cuidadosamente con un remo por el hechicero más viejo. Luego se suelta un perro, adiestrado para este fin, el cual se mete en la barca, agarra con los dientes una de las tablillas, la entrega al brujo y repite la operación todas las veces que sea necesario. A los designados se les conceden tres días para despedirse de la familia y para suprimirse de la manera que les sea más agradable. Si después de tres días hay alguno que no ha tenido valor para suicidarse, es capturado por cuatro hombres elegidos entre los más robustos, encerrado en un saco de piel junto con algunas piedras, y arrojado al mar.

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