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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (31 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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Cuando se hubieron fijado estas condiciones y empezaron a cumplirse, pues yo me di a estudiar con el mayor celo, se me ocurrió la idea de que si pudiese conservar mi habitación en la
Posada de Barnard
, mi vida sería mucho más variada y agradable, en tanto que mis maneras no perderían nada con la compañía de Herbert. El señor Pocket no opuso ningún obstáculo a este proyecto, pero me recomendó la conveniencia de no dar un paso sin someterlo previamente a la consideración de mi tutor, aprendí que esta delicadeza se debía a la idea de que tal plan podría economizar algún gasto a Herbert, y por esta razón fui a Little Britain, y comuniqué mi deseo al señor Jaggers.

—Si pudiese comprar los muebles que se alquilaron para mí —dije— y algunas otras cosillas, me hallaría muy bien instalado allí.

—¡Adelante! —exclamó el señor Jaggers después de corta risa—. Ya le dije que podía continuar. Bien. ¿Cuánto necesita?

Yo dije que no lo sabía.

—Vamos a ver —replicó el señor Jaggers—. ¿Cuánto? ¿Cincuenta libras?

—¡Oh, no tanto!

—¿Cinco libras? —preguntó el señor Jaggers.

Era una rebaja tan grande, que, muy desconsolado, exclamé:

—Mucho más.

—Mucho más, ¿eh? —replicó el señor Jaggers, que estaba al acecho, con las manos en los bolsillos, la cabeza y los ojos fijos en la pared que había tras de mí—. ¿Cuánto más?

—Es difícil fijar una suma —dije vacilando.

—Vamos a ver si logramos concretarla. ¿Serán bastantes dos veces cinco? ¿Tres veces cinco? ¿Cuatro veces cinco? ¿Es bastante?

Le contesté que la suma me parecía más que suficiente.

—De manera que cuatro veces cinco bastará, ¿eh? —preguntó el señor Jaggers moviendo las cejas—. Ahora dígame cuánto le parece que es cuatro veces cinco.

—¿Que cuánto me parece que es?

—Sí —añadió el señor Jaggers—. ¿Cuánto?

—Supongo que usted habrá observado que son veinte libras —contesté sonriendo.

—Nada importa lo que yo haya observado, amigo mío —advirtió el señor Jaggers moviendo la cabeza para expresar que comprendía y que no estaba conforme—. Deseo saber cuánto ha calculado usted.

—Naturalmente, veinte libras.

—¡Wemmick! —exclamó el señor Jaggers abriendo la puerta de su despacho—. Admita un recibo del señor Pip y entréguele veinte libras.

Este modo vigoroso de hacer negocios ejerció en mí una impresión fuerte, aunque no agradable. El señor Jaggers no se reía nunca; pero llevaba unas grandes y brillantes botas que rechinaban, y, equilibrándose sobre ellas, con la enorme cabeza inclinada hacia abajo y las cejas unidas, mientras esperaba mi respuesta, a veces hacía rechinar sus botas, como si éstas se riesen seca y recelosamente. Y como ocurrió que en aquel momento se marchó y Wemmick estaba alegre y comunicativo, dije a éste que no podía formar juicio acerca de las maneras del señor Jaggers.

—Dígaselo a él y lo aceptará como un cumplido —contestó Wemmick —; a él no le interesa que usted pueda juzgar de ellas. ¡Oh! —añadió al notar mi sorpresa—. Ése es un sentimiento profesional; no personal, sino profesional.

Wemmick estaba sentado a su mesa escritorio y tomaba el
lunch
masticando un bizcocho duro; de vez en cuando se arrojaba a la boca algunos pedacitos de él, como si los echara al buzón del correo.

—A mí me parece siempre —dijo Wemmick— como si hubiese preparado una trampa para los hombres y se quedara observando quién cae. De pronto, ¡clic!, ya ha caído uno.

Sin observar que las trampas para personas no formaban parte de las amenidades de la vida, dije que, según me parecía, el señor Jaggers debía de ser muy hábil.

—Su habilidad es tan profunda —dijo Wemmick— como la misma Australia.

Al mismo tiempo señalaba con la pluma el suelo de la oficina, para significar que se suponía que Australia estaba simétricamente situada en el lado opuesto del Globo.

—Si hubiese algo más profundo —añadió Wemmick acercando la pluma al papel—, así sería él.

Yo dije que, según suponía, el señor Jaggers tenía un negocio magnífico.

—¡Estupendo! —exclamó Wemmick.

Y como le preguntase si había muchos empleados en la casa, me contestó:

—No hay muchos, porque solamente existe un Jaggers, y a la gente no le gusta tratar con personas de segunda categoría. Solamente somos cuatro. ¿Quiere verlos? Usted casi es uno de los nuestros.

Acepté el ofrecimiento. Cuando el señor Wemmick hubo metido en el buzón todos los pedacitos de bizcocho, y después de pagarme las veinte libras que sacó de una caja de caudales, cuya llave se guardaba en algún sitio de la espalda y que sacaba por el cuello de la camisa como si fuese una coleta de hierro, nos fuimos escalera arriba. La casa era vieja y estaba destartalada, y los grasientos hombros que dejaron sus huellas en el despacho del señor Jaggers parecían haber rozado las paredes de la escalera durante muchos años. En la parte delantera del primer piso, un empleado que tenía, a la vez, aspecto de tabernero y cazador de ratones —hombre pálido e hinchado— estaba conversando con mucha atención con dos o tres personas mal vestidas, a las que trataba sin ceremonia alguna, como todos parecían tratar a los que contribuían a la plenitud de los cofres del señor Jaggers.

—Están preparando las declaraciones de testigos para Bailey
[5]
—dijo el señor Wemmick cuando salimos.

En la estancia superior a la que acabábamos de dejar había un hombrecillo de aspecto débil y parecido a un perrito terrier, con el cabello colgante (indudablemente, habían dejado de esquilarle desde que era cachorro) y que estaba, igualmente, ocupado con un hombre de mortecinos ojos, a quien el señor Wemmick me presentó como un fundidor que siempre tenía el crisol en el fuego y que fundi era una señora tan esbelta como ésa, y comía todo lo que yo pudiera desear. Aquel hombre estaba tan sudoroso como si hubiese ensayado en sí mismo su arte.

En una habitación de la parte trasera había un hombre de altos hombros, que llevaba envuelto el rostro en una sucia franela, sin duda por sufrir neuralgia facial; iba vestido con un traje negro y muy viejo, que parecía haber sido encerado. Estaba inclinado sobre su trabajo, consistente en poner en limpio las notas de los otros dos empleados, para el uso del señor Jaggers. Ésta era toda la dependencia. Cuando volvimos a bajar la escalera, Wemmick me llevó al despacho de mi tutor y dijo:

—Este despacho ya lo conocía usted.

—Haga el favor de decirme —rogué cuando aquellas dos odiosas mascarillas de aspecto atravesado volvieron a impresionar mi mirada —: ¿a quiénes representan estas caras?

—¿Ésas? —preguntó el señor Wemmick subiéndose en una silla para quitar el polvo de las horribles cabezas antes de bajarlas—: Son las dos muy célebres. Fueron dos clientes nuestros que nos acreditaron mucho. Éste —empezó a decir, pero se interrumpió para apostrofar a la cabeza diciéndole—: ¡Caramba! Sin duda has bajado por la noche a mirar el tintero, y por eso te has manchado en la ceja... —Y luego continuó—: Éste asesinó a su amo, y no planeó mal el crimen, porque no se le pudo demostrar.

 —¿Se le parece? —pregunté, retrocediendo, en tanto que Wemmick le escupía sobre la frente y le limpiaba luego con la manga.

—¿Si se le parece? Es él mismo. Esta mascarilla se sacó en Newgate inmediatamente después de ser ajusticiado. Me habías demostrado bastante simpatía, ¿verdad, Viejo Astuto? —dijo Wemmick. Y luego explicó su cariñoso apóstrofe, tocando su broche, que representaba a una señora y un sauce llorón, junto a la tumba que tenía una urna, y dijo—: Lo encargó expresamente para mí.

—¿Representa a una señora verdadera? —pregunté, aludiendo al broche.

—No —replicó Wemmick—, es sólo un capricho. Te gustaba tu capricho, ¿no es verdad? No, no hubo en su caso ninguna señora, señor Pip, a excepción de una... con seguridad no la habría usted sorprendido nunca en el acto de mirar a esta urna, a no ser que dentro de ella hubiese habido algo que beber—. Y como la atención del señor Wemmick estaba fija en el broche, dejó a un lado la mascarilla y limpió aquél con su pañuelo de bolsillo.

—¿Y el otro acabó igual? —pregunté— Tiene la misma mirada.

—Es verdad —contestó Wemmick—, es la mirada característica. Como si una aleta de la nariz hubiera sido cogida por un pañuelo. Sí, tuvo el mismo fin; es el fin natural aquí, se lo aseguro. Falsificaba testamentos y a veces sumía en el sueño eterno a los supuestos testadores. Tenías aspecto de caballero, Cove, y asegurabas saber escribir en griego —exclamó el señor Wemmick apostrofando a la mascarilla—. ¡Presumido! ¡Qué embustero eras! ¡Jamás me encontré con otro que lo fuese tanto como tú! —Y antes de dejar a su último amigo en su sitio, el señor Wemmick se llevó la mano a la mayor de sus sortijas negras, añadiendo —: La hizo comprar para mí el día antes de su muerte.

Mientras dejó la segunda mascarilla en su sitio y bajaba de la silla, cruzó mi mente la idea de que todas sus alhajas debían de tener el mismo origen. Y como se había mostrado bastante franco conmigo, me tomé la libertad de preguntárselo cuando estuvo ante mí limpiándose las manos, que se había cubierto de polvo.

—¡Sí! —me contestó—, ésos son regalos de origen semejante. Uno trae al otro, como se comprende; así se llegan a reunir. Yo los llevo siempre conmigo. Son curiosidades, y, además, valen algo, no mucho, pero algo, en suma, y, por otra parte, se pueden llevar encima. Claro que no son apropiadas para una persona del brillante aspecto de usted, pero para mí sí, sin contar que siempre me ha gustado llevar algo de algún valor.

Cuando yo me hube manifestado conforme con estas opiniones, él añadió en tono cordial:

—Si en alguna ocasión, cuando no tenga usted cosa mejor en que emplearse, quiere ir a hacerme una visita a Walworth, podré ofrecerle una cama, y lo consideraré un honor. Poco tengo que enseñarle; pero poseo dos o tres curiosidades que tal vez le gustaría ver. Además, me agrada mucho tener un pedacito de jardín y una casa de verano.

Le contesté que tendría mucho gusto en aceptar su hospitalidad.

—Gracias —me contestó—; en tal caso, consideraremos que llegará esta ocasión cuando a usted le parezca oportuno. ¿Ha comido usted alguna vez con el señor Jaggers?

—Aún no.

—Pues bien —dijo Wemmick—, le dará vino muy bueno. Le dará ponche que no es malo. Y ahora voy a advertirle una cosa. Cuando vaya a comer con el señor Jaggers, fíjese en su criada.

—¿Tiene algo de particular?

—Pues —contestó Wemmick—, verá usted una fiera domada. Tal vez le parezca que no es cosa muy rara. Pero a eso replicaré que hay que tener en cuenta la fiereza original del animal y la cantidad de doma que ha sido necesaria. Desde luego, puedo asegurarle que eso no disminuirá el buen concepto que puede usted tener de las facultades del señor Jaggers. No deje de fijarse.

Le prometí hacerlo con todo el interés y curiosidad que tales advertencias merecían. Ya me disponía a despedirme cuando me preguntó si me gustaría ver al señor Jaggers «en la faena».

Por varias razones y por no comprender claramente cuál sería «la faena» en que podía encontrar al señor Jaggers, contesté afirmativamente. Nos dirigimos, pues, a la City, y llegamos a la sala de un tribunal muy concurrida, en la que varios parientes consanguíneos (en el sentido criminal) del difunto que sentía tal debilidad por los broches estaban en el banquillo de los acusados, mascando incómodamente alguna cosa, en tanto que mi tutor preguntaba o repreguntaba —no lo sé exactamente— a una mujer, y no sólo a ella, sino a todos los demás, los dejaba estupefactos. Si alguien, cualquiera que fuese su condición, decía una palabra que a él no le gustara, instantáneamente exigía que la retirase. Si alguien se negaba a declarar alguna cosa, exclamaba: «Ya le he cogido». Los magistrados temblaban cada vez que él se mordía el dedo índice. Los ladrones y sus encubridores estaban pendientes de sus labios, embelesados, aunque muertos de miedo, y se estremecían en cuanto un pelo de sus cejas se movía hacia ellos. Ignoro de qué parte estaba mi tutor, porque me pareció que arremetía contra todos; sólo sé que cuando salí de puntillas, él no estaba apostrofando a los del banquillo, pues hacía temblar convulsivamente las piernas del anciano caballero que presidía el tribunal, censurándole su conducta de aquel día y en tanto que ocupaba aquel elevado sitio, como representante de la justicia y de la ley de Inglaterra.

CAPITULO XXV

Bentley Drummle era un muchacho de tan mal carácter que cuando tomaba un libro lo hacía como si el autor le hubiese inferido una injuria; ya se comprende que no hacía conocimiento con las personas de un modo mucho más agradable. De figura, movimientos y comprensión macizos y pesados —en la perezosa expresión de su rostro y en la enorme y desmañada lengua que parecía dormir en su boca mientras él se apoyaba en cualquier saliente o en la pared de la estancia—, era perezoso, orgulloso, tacaño, reservado y receloso. Descendía de una familia rica de Somersetshire, que cultivó en él esta combinación de cualidades hasta que descubrió que tenía ya edad de aprender y una cabeza dura. Así, Bentley Drummle fue a casa del señor Pocket cuando ya por su estatura le sobrepasaba la cabeza a este caballero y ésta era media docena de veces mas obtusa que la de muchos caballeros.

Startop había sido echado a perder por una madre débil, que le retuvo en casa cuando debiera haber permanecido en la escuela, pero él estaba muy encariñado con la buena señora y la admiraba sin reservas. Tenía las facciones delicadas propias de una mujer y era —«como puede usted ver, aunque no haya conocido a la madre, exactamente igual que ella», me dijo Herbert—. Es muy natural que yo lo acogiese con mayor bondad que a Drummle y que, aun en los primeros días de nuestros ejercicios de remo, él y yo nos volviéramos a casa con los botes marchando a la par y hablándonos, en tanto que Bentley Drummle llegaba solo tras de nosotros, disimulándose entre las hierbas y los cañaverales de la orilla. Siempre tomaba tierra en la orilla como si fuese un ser anfibio que no estuviera cómodo en el agua, aun en los casos en que la marea le habría ayudado a hacer el camino; y siempre le recuerdo yendo detrás de nosotros o siguiendo nuestra estela, mientras nuestros dos botes rompían en el centro de la corriente los reflejos de la puesta del sol o de la luna.

Herbert era mi amigo íntimo y mi compañero. Le ofrecí la mitad de la propiedad de mi bote, lo cual fue ocasión de que viniese con alguna frecuencia a Hammersmith; en tanto que mi posesión de la mitad de sus habitaciones en Londres me llevaba también allí con alguna frecuencia. Solíamos hacer el trayecto entre ambos lugares a todas horas. Aún tengo cariño a aquel camino (aunque ahora no es tan agradable como antes) debido a la impresión que entonces me causó, pues en aquella época mi juventud estaba animada por la esperanza y no había sufrido aún graves sinsabores.

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