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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (10 page)

BOOK: Groucho y yo
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—Sobre todo sácalo por la puerta de atrás. No queremos alarmar a los huéspedes en el vestíbulo.

Harpo quedó un poco intrigado con aquella observación. Se preguntó cómo alguien podía tener miedo de un perrito. La señorita Langhorne, sin embargo, siendo del teatro, no viajaba con algo tan vulgar como un chucho. Lo que ella transportaba alrededor del mundo era un cachorro de leopardo.

Esto constituía todo un cambio con respecto al anterior empleo de Harpo. Ahora llevaba algo a remolque que, a diferencia de las salchichas, no se podía comer. Incluso era posible que se invirtiera todo el proceso y que fuera el leopardo quien se comiera a Harpo. Pero «Dodó», el pequeño cachorro juguetón, estaba atado y por un momento Harpo se sintió moderadamente seguro. Volverse atrás significaba perder la excelente propina que le aguardaba, de manera que no existía otra opción.

Habían dado media vuelta a la manzana, cuando el leopardo divisó un perro. Se soltó de la correa de un brinco y mató rápidamente al animal. Harpo, dominado por el pánico, volvió corriendo al hotel y entregó a la señorita Langhorne la cadena vacía, informándole que a Dodó lo había llenado de perdigones un cliente que acababa de salir de la armería Abercrombie y Fitch. La señorita Langhorne permaneció en reposo durante cuarenta y ocho horas e inmediatamente partió hacia la India. Como es de suponer, fue allí para buscar otro cachorro. La dirección dio a Harpo la tradicional patada y al cabo de una hora estaba de nuevo en casa leyendo las columnas del periódico dedicadas a las Demandas.

* * *

Mientras tanto Chico había dejado contento su floreciente carrera en New Jersey, que era una combinación de salvavidas y de pianista, cambiándola por la vida social en el salón de billares de Harlem. Circunstancias que estaban más allá de su control lo obligaron ahora a prescindir de ello y a conseguir un nuevo empleo. Se puso a trabajar para una empresa de mayoristas de papel que estaba especializada en secantes. El trabajo de Chico consistía en empaquetar los secantes en cajas de cartón, a razón de mil secantes por caja. Su salario era de cuatro dólares a la semana. A pesar de su pasión por el juego, Chico era un buen muchacho y prometió a su madre que, ahora que estaba magníficamente empleado, nunca más se apartaría del camino recto y honrado. Añadió que las repetidas palizas propinadas por mi padre habían contribuido a enfriar su ardor por las apuestas en los juegos de billar y del dominó. Prometió solemnemente que cada sábado por la noche depositaría fielmente su salario en el regazo de mi madre, como contribución al presupuesto familiar.

Durante las dos primeras semanas cumplió con su promesa. Mi padre se sentía tan feliz con la aparente reforma de Chico, que llegó a decirle:

—Chico, si trabajas así unas cuantas semanas más, te haré un traje nuevo.

Chico se sintió tan conmovido con esta amenaza, que casi estuvo dispuesto a volver a ser un sinvergüenza.

—Te lo ruego, papi —respondió—, no se te ocurra hacerme un traje. Basta que me des diez dólares y ya me compraré yo uno de los almacenes Bloomingdale.

Para empaquetar los secantes no se requería ninguna habilidad, sino un pequeño esfuerzo físico. Sin embargo, después del excitante aprendizaje que había llevado a cabo en el salón de billares, la monotonía empezó pronto a consumirlo. Brotando de nuevo su fiebre, Chico deseaba pasar a la acción. La encontró durante la tercera semana en el sótano de la fábrica de secantes. Una animada partida de dados entre tres se puso allí en movimiento y, en el tiempo que necesita un muchacho para pasar de una posición erecta a otra arrodillada, la partida tuvo cuatro jugadores en vez de tres.

Desafortunadamente, aquel día era un sábado —día de pago— y el salario de cuatro dólares de Chico se trasladó rápidamente de su bolsillo al de uno de los jugadores más expertos. Chico se dio cuenta de que sería algo suicida volver a casa sin sus honorarios. Se estremeció ante la idea de una nueva azotaina. ¿Qué podía decir a mami y a papi? ¿Qué clase de excusa plausible podía concebir? De pronto tuvo una inspiración tan espléndida, que durante cinco minutos permaneció atónito, maravillado ante su Propia inteligencia.

Al cabo de pocas horas llegó a nuestro piso, llevando una enorme caja de cartón. Al abrir la puerta principal, mi padre salió a recibirlo con una sonrisa.

—Bueno, Chico, ¿cómo te ha ido hoy el trabajo? Dale a mami tu salario.

—No traigo el salario, papi. La sonrisa de mi padre desapareció. —¿Que no traes tu salario? ¿Dónde está?

Chico indicó la caja que estaba a sus pies.

—Bueno, ya te lo explicaré, papi. Hoy la fábrica hacía una venta de secantes, pero únicamente para los empleados de la empresa. Como yo tenía la suerte de ser un empleado de la empresa, he cogido mis cuatro dólares y he comprado para ti y para mami cuatro mil secantes.

Al decir esto, Chico empezó ya a retroceder.

No había nada que Chico pudiera haber traído a casa que fuera menos útil para nosotros que unos secantes. Si hubiera traído a casa simple estiércol, habríamos podido venderlo a un granjero como fertilizante. Si hubiera traído ratones, habríamos podido venderlos a un gato transeúnte. Pero, ¿qué podíamos hacer con secantes? ¿Qué podíamos hacer con cuatro mil secantes? Era una cantidad suficiente como para mantener bien provista para un año la oficina de correos de Nueva York. No éramos gente literaria y lo poco que se escribía en nuestro hogar se hacía con un lápiz amaestrado. Un secante habría durado toda la vida en nuestra familia.

Mi madre consiguió apartar a mi padre de Chico en el preciso momento en que estaba a punto de estrangularlo. Luego mami se echó a llorar. Chico, un cerebro nato, le pasó un secante y dijo:

—¿Ves qué útiles son estas cosas, mami? Siempre que tengas ganas de llorar, no tienes más que coger uno de estos secantes. Son mejores que los pañuelos y reducirán a la mitad la cuenta de la lavandería.

Con este consejo de despedida, se escabulló rápidamente del alcance de mi padre y huyó por la escalera de incendios, mientras papi lo perseguía acaloradamente, aunque sin éxito.

* * *

El resultado fue el siguiente: Chico volvió a la calle 99 para jugar al billar a cuenta de la casa. La carrera de Harpo como botones acababa de experimentar un final prematuro. Yo era un actor «entre contratos» y Gummo todavía intentaba convencer a su maestra de que Harrisburg era la capital de Montana. No pretendo decir con esto que Gummo fuera tonto. Se trataba únicamente de que sus intereses, igual como los de Chico, estaban en otra parte. Quería dejar la escuela y convertirse en inventor.

Mi madre llegó finalmente a la conclusión de que la manera mejor de introducirse en el mundo del espectáculo era, no presentar a un chico cada vez, sino presentarlos al por mayor. Esta idea cristalizó un día en que llegó a casa y encontró que Gummo, siguiendo los pasos de su ídolo, Thomas Edison, había desmontado el piano de Chico e intentaba convertirlo en un xilófono. Naturalmente, esto encantaba a Chico, quien estaba de pie a su lado, lleno de consejos y de apoyo moral. Sin embargo, la escena puso furiosa a mi madre. Se dio cuenta de que Gummo tenía el alma y los instintos de un inventor y de que era mejor sacarlo del piso, antes de que lo convirtiera todo en algo diferente. En aquel momento, el chico había puesto ya sus ojos en mi padre.

Fue entonces cuando mi madre tomó la decisión que iba a cambiar por completo nuestras vidas. Anunció que Gummo iba a convertirse en actor. ¡Precisamente Gummo! Tenía aproximadamente tanta aptitud para la escena como la tienen el término medio de los zulúes para la psiquiatría.

—Voy a montar un número que causará sensación —declaró mi madre—. Buscaremos a una chica que cante. Esto aportará cierto toque erótico. Y Gummo y tú —dijo señalándome— seréis marineros. Marineros y sexo. ¡No puede fallar!

Un tanto sorprendido, pregunté:

—Mami, ¿por qué hemos de ser marineros?

—Te explicaré por qué —replicó—. He pasado casualmente esta mañana por los almacenes Bloomingdale y tienen expuestos a la venta unos trajes blancos por nueve dólares y noventa y ocho centavos. Conseguiremos unos sombreros baratos de paja, que ahora se venden por nada, ya que el verano se ha terminado, y unos zapatos blancos. También se venden por nada, ya que los tamaños son raros. Ya he hecho un vestido para la chica que tomará parte en el número.

—Mami —interrumpí de nuevo con voz débil—, ¿cómo sabes que el vestido le sentará bien a la chica que actúe con nosotros?

—No seas estúpido —dijo encogiéndose de hombros—. Hay por ahí centenares de muchachas que cantan. Todo lo que hemos de hacer es encontrar a una que se adapte a este vestido.

Al cabo de poco tiempo estábamos ensayando en la sala de estar, vestidos con trajes blancos, con sombreros de paja blancos, zapatos blancos, corbatas de lazo, cuellos de celuloide y rosas de papel en los ojales. No recuerdo exactamente lo que llevaba la muchacha. Lo único que recuerdo es que no le sentaba bien.

Todavía no teníamos ningún nombre para el número. Pero, después de que mi madre nos oyó cantar una estupidez titulada. «¿Te gustaría ser mi dulce y pequeño amor?», dijo:

—He encontrado el nombre perfecto para el número. ¡Lo llamaremos «Los tres ruiseñores»!

—Pero, ¿por qué ruiseñores? —pregunté.

—Porque —replicó— todo el mundo sabe que los ruiseñores están siempre cantando.

Existen tres razones lógicas por las que pudo ponernos el nombre de «Los tres ruiseñores». Una, que nunca había oído a un ruiseñor. Dos, que era insensible a la música. Tres, que tenía un gran sentido del humor.

De hecho, la única que sabía cantar era la muchacha. Las voces de los otros dos ruiseñores se encontraban en proceso de cambio y, de un día a otro, nadie podía predecir qué sonidos brotarían de sus hábiles gargantas.

Gracias al encanto y a la picardía de mi madre, como también a los guisos de mi padre, conseguimos un contrato para unas cuantas semanas. Hubiéramos podido actuar más tiempo, pero la chica que cantaba con nosotros, a pesar de que cantaba magníficamente, tenía una característica desafortunada. Era completamente incapaz de mantenerse dentro de la misma escala. En un número en el que actuaba sola cantaba «Ámame y el mundo será mío». Esta canción tiene al final un bello
crescendo
que acaba con un do después de un si agudo. En todas las semanas que cantó con nosotros, nunca fue capaz de llegar a aquel do. Unas veces daba una nota más aguda, otras veces más baja, pero por lo visto tenía una aversión fundamental por aquella nota particular y era capaz de evitarla de un modo persistente durante un período de varios meses.

De esta forma, «Los tres ruiseñores» volaron hacia el país de irás y no volverás, para no ser vistos ni oídos nunca más.

Si crees que esto desanimó a mi madre, se debe únicamente a que no la conociste. Ahora tuvo una idea más brillante todavía. Prescindiría de la insegura soprano y conseguiría para su número un joven cantante, bueno y seguro, con preferencia uno que supiera mantenerse dentro de la misma escala. Luego jugó su carta decisiva. Echaría mano de Harpo, que no tenía ninguna clase de talento vocal (aunque tampoco tenía trabajo), y lo convertiría en un cantor bajo. A Harpo esto no le pareció un futuro demasiado bueno. Pero, antes de que pudiera protestar, mi madre, vibrante de entusiasmo, prosiguió diciendo:

—Tengo una gran idea. En vez de llamar a nuestro número «Los tres ruiseñores», lo llamaremos «Los cuatro ruiseñores». ¡Es un nombre magnífico! Voy a ir esta tarde a Bloomingdale y compraré dos trajes blancos más. Y tú, Harpo —añadió—, mientras voy a comprar, haz prácticas de canto, de bajo.

—Mami —argüyó—, ya sabes que no sé cantar.

—Mantén la boca abierta y nadie notará la diferencia —replicó.

Harpo atacó ahora otro punto.

—Muy bien, pero si llevamos trajes blancos, ¿por qué no nos llamamos «Los cuatro marineros»?

—No podemos —replicó mi madre—. Ya hay un número que se llama «Los cuatro marineros».

Harpo insistió:

—¡Ah! ¿Van vestidos de marineros?

—No —respondió mi madre—. No del todo. Sólo llevan los sombreros.

—Entonces, ¿por qué se llaman «Los cuatro marineros»?

La respuesta de mi madre fue una de las más misteriosas que he oído en mi vida. Dijo:

—Se llaman marineros porque cada domingo alquilan un bote y van a pescar a la bahía de Jamaica.

Esto ha de parecer bastante absurdo al lector, pero has de recordar que estoy escribiendo acerca de los primeros espectáculos de variedades, que en aquellos tiempos todavía eran más estrambóticos de lo que son actualmente.

* * *

Pasaron cuatro años. Los cuatro ruiseñores estaban actuando ahora en el puerto de Atlantic City. Al final de este puerto había una red de pescar que se metía en el interior del océano y que dos veces al día era izada con pescado suficiente como para alimentar al estado entero de New Jersey. Por dos dólares y medio, una pensión podía comprar víveres de pescado para una semana y en Atlantic City únicamente la gente muy rica tenía carne a la mesa.

Mi madre negoció el contrato y nos pusimos muy contentos cuando volvió a casa y nos contó el maravilloso trato que había llevado a cabo: cuarenta dólares a la semana, con alojamiento y comida gratis.

En aquellos días éramos muy comilones y apenas pudimos contener nuestra impaciencia al llegar a la pensión. El desayuno se servía a las ocho. Pero nosotros ya estábamos dispuestos a las siete y media.

—¿Qué querréis tomar, muchachos? —preguntó el mozo de la fonda.

Todos pedimos bistec.

—No, creo que no me habéis comprendido —dijo—.

Quiero decir qué clase de pescado os gustaría para desayunar.

—No queremos pescado —respondimos—. Queremos bistec.

—Muy bien —dijo—. ¿Qué os parecería un buen bistec de atún?

—Oiga —dije yo—, somos actores, tenemos hambre y ¡queremos
comer!

—Bueno —replicó encogiéndose de hombros—, si queréis carne, tendréis que ir a otro sitio. Aquí hay que comer pescado o no se come.

Comimos pescado para desayunar. Comimos pescado para almorzar. Y aquella noche, únicamente para evitar la monotonía, nos pusieron cangrejos. Nos pusieron pescado azul el martes, pescado blanco el miércoles, y el jueves nos pusieron besugo para almorzar y anguilas fritas para cenar. Por entonces, a dos de los ruiseñores ya empezaban a salirles escamas. El viernes por la mañana, mientras tomábamos nuestro pescado para desayunar, para pasar el tiempo nos contamos mutuamente los sueños que habíamos tenido la noche anterior. Fue bastante curioso que todos nuestros sueños parecían tratar del mismo tema. Todos habíamos soñado con bistecs, pies de cerdo, costillas de ternera y pollo asado.

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