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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (17 page)

BOOK: Groucho y yo
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Además de las muchachas, la casa tenía muchos otros atractivos. Si les caías bien a sus moradores, había comida gratis, licores gratis y una gran variedad de diversiones. No es mi propósito hacer bravatas, pero teníamos el número perfecto para estos lugares. Muchas veces teníamos más éxito en estas casas que en los mismos teatros. ¿Qué más podían desear cualquier
madame
o sus chicas? Éramos jóvenes y teníamos buen aspecto, con nuestros tupés de seis pulgadas de alto. Harpo y Chico tocaban el piano, mientras que Gummo y yo cantábamos. Para nosotros no se trataba únicamente de una casa de prostitución, sino de un club. Y puedo añadir que era mucho más divertido que todos los clubs famosos de América.

* * *

No te hagas la idea de que los prostíbulos eran los únicos sitios de la ciudad donde teníamos una entrada social. También éramos cordialmente recibidos en los salones de billares. Para un actor en gira, estos salones distinguidos eran más acogedores que la mayoría de los antros en que vivía. Por lo demás, si tenías cierta habilidad con el taco, siempre era posible ganar unos cuantos pavos. Nosotros solíamos tener grandes posibilidades apostando por Chico contra los pillastres locales del billar.

La cadena Pantages estaba compuesta por una serie de teatros casi medievales que se extendían desde Chicago hasta la costa, y viceversa. Íbamos de Duluth a Calgary y nos detuvimos tres horas en Winnipeg. Dejamos en consigna nuestro equipaje de mano y todos los muchachos, excepto yo, se encaminaron automáticamente hacia el salón de billares más próximo. En las últimas semanas no había tenido demasiada suerte con el taco y decidí que era necesario un breve reposo sabático por lo que se refería al paño verde. Dejé a los muchachos y la consigna (por este orden) y me puse a pasear por la calle principal. A media manzana de distancia, oí un estruendo de carcajadas procedentes de un teatro de aspecto desagradable. Decidí que era mejor entrar y ver quién podía resultar tan gracioso. En escena estaban ocho o diez personajes actuando en un número que se llamaba «Una noche en el club». Uno de aquellos actores llevaba un bigote muy pequeño y unos zapatos muy grandes. Mientras una soprano gorda y rolliza cantaba una canción de Schubert, el hombre escupía alternativamente al aire un surtidor de migas de pan y acribillaba a la cantante con naranjas podridas. Al final del número, el escenario se había convertido en un montón de basura.

Al abandonar el teatro, volví a la consigna para encontrarme con mis hermanos. Les conté que acababa de ver a un gran cómico. Lo describí... Un hombre diminuto con un pequeño bigote, un bastón, un bombín y un par de grandes zapatos. Luego me puse a andar por la consigna, imitándolo del mejor modo que pude. Cuando terminé mi entusiasta descripción de sus payasadas, mis hermanos tuvieron grandes deseos de verlo.

La cadena Sullivan-Considine y la cadena Pantages se extendían en sentido paralelo a la costa y finalmente coincidimos con él en Vancouver. Había hablado tanto acerca de él, que todos mis hermanos se sentían un poco escépticos. Al aparecer en escena aquel hombrecillo, en menos de cinco minutos reconocieron que era tal como yo había dicho y más todavía.

Tras la representación, fuimos a su camerino y nos presentamos. Lo encontramos en un cuarto sucio que compartía con otros tres cómicos excéntricos. Tras las presentaciones preliminares, le dijimos que nos había gustado muchísimo. Durante la conversación que siguió, nos contó que ganaba cincuenta dólares a la semana y que, a pesar de que le habían prometido un aumento de diez dólares, nunca los había cobrado.

Había provocado ya una conmoción considerable en la industria del cine. De hecho, nos dijo que cierto gran productor cinematográfico le había ofrecido quinientos dólares a la semana para que trabajara para él. Lo felicitamos.

—¿Cuándo empiezas? —le pregunté.

—No voy a aceptarlo —respondió.

—¿Por qué no? —pregunté atónito—. Ahora no ganas más que cincuenta a la semana. ¿No te gusta el dinero?

—Desde luego que me gusta —replicó (y, muchacho, ya lo demostró más tarde en su vida)—. Pero mirad, chicos: yo puedo ganar tranquilamente cincuenta dólares a la semana, pero
ningún
comediante vale quinientos a la semana. Si firmo el contrato con él y no me van bien las cosas, me despedirán. Entonces, ¿a dónde voy a ir? Os diré a dónde voy a ir. ¡A la miseria!

Era un hombrecillo extraño aquel Charlie Chaplin. Cuando hablé con él por primera vez, llevaba lo que antiguamente había sido un cuello blanco y una corbata de lazo negra. No puedo describir perfectamente su aspecto, pero en cierto modo parecía un sacerdote que hubiera sido excomulgado y que se resistiera a abandonar sus vestiduras.

Durante las semanas que siguieron, nos hicimos buenos amigos. Era enormemente tímido y recuerdo sobre todo una noche en que fuimos todos a un prostíbulo de Salt Lake City, únicamente para reírnos. La
madame
se encaprichó de Charlie, pero él no quiso tratar con ella ni con ninguna de las otras chicas más jóvenes. En lugar de esto, se pasó todo el rato tendido en el suelo, jugando con el perro inglés de la
madame.

Cuando salimos de allí aquella noche, divisamos tres bidones colocados delante de la casa. Los alineamos a una distancia conveniente y luego pasamos la mayor parte de la noche jugando a saltarlos, apostando monedas de cinco y de diez centavos.

Volví a ver a Charlie al cabo de unos años, mientras actuábamos en el teatro Orpheum de Los Ángeles. Llevaba todavía aquel cuello peculiar y la corbata de lazo que hacía juego con él. La única diferencia consistía en que en aquel tiempo ya no estaban sucios. ¡Oh, sí! Se había producido otro leve cambio. Por entonces era el cómico más famoso que existía en el mundo entero.

Vino a vernos después del espectáculo y nos invitó a todos a cenar en su casa. Éramos doce a la mesa. Las bandejas eran de oro macizo, o poco le faltaba, y creo que el mobiliario estaba hecho del mismo metal. Allí había seis criados uniformados. Esto representaba un buen salto desde la primera vez que lo vi en aquel teatro de diez centavos en Winnipeg, escupiendo migas de pan y arrojando naranjas a la soprano.

Charlie vive actualmente en Suiza, pero el lugar en que vive no constituye ninguna diferencia. Aún es el actor cómico más grande que el cine o cualquier otro medio artístico haya producido jamás.

Tras el éxito de Chaplin, los grandes productores cinematográficos empezaron a darse cuenta de que había unos cuantos cómicos muy buenos en los espectáculos de variedades y en Broadway. En una u otra ocasión, la mayoría de ellos fueron convencidos y llegaron a actuar ante las cámaras. Con todo, la mayor parte de los comediantes que triunfaron en la escena nunca obtuvieron demasiado éxito en la pantalla. Nosotros fuimos uno de los grupos más afortunados.

Ed Wynn, Bea Lillie, Willie Howard, Bobby Clark, Frank Fay y muchísimos otros no fueron nunca capaces de repetir sus enormes triunfos en Broadway. Los grandes cómicos que realmente triunfaron en el cine fueron Buster Keaton, Charlie Chaplin, Harold Lloyd y Laurel y Hardy, la mayoría de los cuales apenas tuvieron éxito en escena.

* * *

No te rías, pero creo que el sucesor lógico de Chaplin es Skelton. A mi entender, Red es el payaso menos aplaudido que existe en el mundo del espectáculo. He visto a la mayor parte de los grandes y legendarios payasos del circo, pero he de confesar que raramente he visto a uno que pudiera divertirme más de un minuto. Es verdad que todos se ponen trajes graciosos y sombreros divertidos. Es verdad que todos se pintan la cara, pero se necesita mucho más que eso para ser un gran actor cómico.

La última vez que vi actuar en un teatro a Skelton, salió al escenario con un traje que muy bien hubiera podido llevar el jefe de la asociación nacional de fabricantes en una reunión de accionistas. Con un solo objeto, un sombrero blando y abollado, consiguió convertirse en un chico idiota, en una vieja regañona, en un borracho callejero, en una dama refinada y engreída, en un pordiosero y en cualquier otro personaje que surgiera de su imaginación. Allí no había ningún maquillaje grotesco ni ningún vestido cómico, sino Red únicamente. No hay nadie que pueda llevar a cabo este número cómico de un modo tan completo y tan magnífico como él puede realizarlo. También canta, baila, ejecuta un monólogo cómico engañosamente simple e interpreta una escena dramática más o menos con tanto efecto como cualquiera de los actores dramáticos, Method u otro cualquiera.

Me temo que algún día los sabihondos se fijarán en él y empezarán a hablar del sentido social de sus payasadas. Esperemos que no lo hagan, porque esto ha arruinado a muchos actores buenos y necesitamos todos los comediantes natos, como Red, que podamos conseguir.

Capítulo XII

ALGUNAS PAYASADAS QUE NO ESTABAN PREVISTAS EN EL NUMERO

Estábamos actuando en un sarnoso teatro de variedades del West Side de Nueva York. Era un edificio realmente antiguo que debió de ser construido poco después de la guerra civil o quizá durante la misma. Era del estilo rococó más llamativo. Había allí una masa de sillas crujientes y de alfombras raídas. A ambos lados del escenario, había dos palcos superpuestos. De hecho, tendría que haberse conservado como un ejemplo notorio de mal gusto, pero vino el progreso y arrasó el teatro. (En su lugar, por supuesto, se construyó un edificio para despachos todavía más feo.)

Flirteábamos siempre con las muchachas que había en el público, sin que nos importara lo que estábamos representando en escena. He de decir además, con un mínimo de modestia, que casi siempre nuestro flirteo era correspondido. Aquella noche concreta, había dos chicas muy atractivas sentadas en el palco superior. No parecían estar particularmente interesadas por los sucesos que tenían lugar en escena y, por el momento, tampoco nosotros lo estábamos. La única distracción la constituían ellas. Intentaban decirnos con frenéticos ademanes no solamente que tenían muchas ganas de conocernos a Harpo y a mí, sino que intentaban también indicarnos dónde podíamos encontrarnos con ellas. Debido quizás a que no éramos muy inteligentes para interpretar signos o bien a que ellas eran ineptas para transmitir mensajes por señas, no establecíamos el contacto, que era necesario para consumar la cita. Por suerte, Harpo es un maestro de la pantomima y finalmente consiguió conectar con ellas. Con ciertos movimientos hábiles de sus dedos, les dio instrucciones para que escribieran sus nombres y sus direcciones en un trozo de papel. Como suele hacerse al acabar la representación, bajó el telón y nosotros adoptamos en seguida esas sonrisas forzadas que todos los actores adoptan cuando se inclinan y saludan al público.

Cuando el telón se levantó de nuevo, Harpo se elevó con él, con gran sorpresa por nuestra parte, Al llegar el telón al palco superior, se agarró peligrosamente con una mano y con la otra se dirigió hacia el palco. Una de las muchachas le entregó rápidamente un trozo de papel que contenía toda la información necesaria.

Harpo y yo nos quitamos apresuradamente la mayor parte del maquillaje (siempre nos dejábamos un poco, para que la gente supiera que éramos actores), nos pusimos nuestra ropa de calle y pronto estuvimos de camino hacia la Octava Avenida. Era casi medianoche. Mientras íbamos andando, nos encontramos con un solitario vendedor ambulante que estaba a punto de cerrar, dado que era ya muy tarde. En medio de su desesperación, había puesto en su carro un letrero que decía: ¡Liquidación! ¡Llévese a CASA ESTAS CUATRO DOCENAS DE NARANJAS POR CUARENTA CENTAVOS!

Supongo que el vendedor nos dio pena o quizá fue aquél uno de nuestros momentos más lunáticos. Puede ser también que no pudiéramos resistirnos ante aquella ganga. No obstante, ahora nos dirigíamos hacia una cita romántica, no con dulces, flores, perfumes o cualquiera de los obsequios normales que las muchachas esperan de los caballeros que las visitan, sino con cuarenta y ocho naranjas.

Cuando llegamos a su apartamento, las chicas profirieron leves chillidos de satisfacción al divisar nuestros cuatro voluminosos paquetes. No sé qué pensarían que les habíamos traído. Sin duda, no esperarían que joyas o vestidos caros estuvieran empaquetados en papel de periódico. Sin querer tenerlas intrigadas por más tiempo, abrimos rápidamente los paquetes y les mostramos con orgullo nuestras cuatro docenas de naranjas.

La habitación era bastante grande, con una cama a cada lado. Separé veinticuatro naranjas de sus compañeras y las hice rodar hacia un lado de la habitación. Harpo procedió entonces a hacer rodar su parte hacia el otro lado de la estancia. No sé quién empezó, si Harpo o su chica, pero, al volverme, una naranja me dio en toda la nuca. Me refugié rápidamente tras una de las camas, cogí una de mis naranjas y alcancé a la chica de Harpo en la parte baja de su espalda.

Harpo, lleno de caballerosidad, cogió una naranja y acertó la frente de mi chica. Por entonces, él y su amiga estaban atrincherados tras la cama que había en el lado de la estancia en que estaban ellos y en este momento empezó una guerra sin cuartel. Las muchachas se hicieron en seguida cargo de la situación y demostraron por su parte una puntería mortífera.

Por cierta razón curiosa, el amor había salido volando por la ventana. Ahora se trataba únicamente de una cuestión de supervivencia. Había empezado de nuevo la guerra de trincheras. Era la línea Maginot con naranjas. Las frutas salían volando con fuerza y precisión, de manera que en treinta minutos la habitación se convirtió en un montón de basura. Los muebles estaban volcados, una capa de pieles y de jugo de naranja cubría la alfombra, mientras los vecinos golpeaban las paredes y gritaban:

—¡Dejen de armar escándalo o avisaremos a la policía!

A medida que las naranjas se fueron ablandando, se hicieron más difíciles de manejar y el fuego fue cesando gradualmente. En aquel momento se abrió la puerta y entró el propietario. No dijo casi nada, pero en seguida supusimos que allí no seríamos bien recibidos. Agarramos nuestros sombreros y, sin decir siquiera adiós a las muchachas, nos apresuramos a salir. El pie del propietario no consiguió alcanzarme por tres pulgadas. Harpo no tuvo esta suerte.

Éste fue el final de nuestro período Naranja. No hubo amor, ni nada... y nuestra inversión de cuarenta centavos se había ido al infierno.

* * *

Uno de mis mejores amigos era un soltero empedernido. Igual que todos los demás que han tenido la suerte suficiente de escapar a las redes matrimoniales, se burlaba del matrimonio y ridiculizaba sus pretendidos encantos. Proclamaba con frecuencia y en tono beligerante que él era inmune a los atractivos del otro sexo tan fieramente anunciados.

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