Groucho y yo (15 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Cuando pude abandonar la escena y expliqué lo que había sucedido, el atasco ya había desaparecido y había desaparecido también mi coche. Al cabo de cuatro semanas, la policía lo encontró en Lancaster, en Pennsylvania, y me lo devolvió. Con bastante sorpresa por mi parte, no había pasado gran cosa por el hecho de haber sido robado, pero yo me quedé sin el coche nuevo que siempre había soñado poseer. El cuentakilómetros marcaba cuatro mil quinientos veintisiete y los asientos estaban llenos de manchas de tinta.

A pesar de que me había sido infiel durante cuatro mil quinientos veintisiete kilómetros, amaba a aquel «Studebaker» como si fuera algo vivo. Lo traté con gran cariño y nunca lo hice correr más de treinta kilómetros al día. Tenía miedo de que pudiera cansarse y, además, no existía ninguna razón para que recorriera una distancia superior. En aquella época, yo estaba ya casado y las expediciones de carácter amoroso resultaban innecesarias.

Mi recorrido rutinario con el coche era el siguiente: Fairmont Park se encontraba a dieciséis kilómetros de mi apartamento amueblado. Después del desayuno me marchaba a Fairmont Park, buscaba un lugar que estuviera a la sombra y me ponía a sacar brillo al coche hasta que me dolía la espalda. Luego quitaba el polvo del interior y limpiaba los cristales. Hecho esto, llevaba de nuevo el coche al garaje y me iba a dar un paseo.

Los días lluviosos dejaba el coche en el garaje. Recorría, pues, muy pocos kilómetros con el «Studebaker», pero todos mis amigos estaban de acuerdo en afirmar que yo tenía el coche más limpio y más resplandeciente que había en toda Pennsylvania.

Capítulo X

CIUDADES HORRENDAS, MEMEZ Y TONTERÍA

Bueno, volvamos al mundo del espectáculo. Hoy en día es una profesión diferente. Si actúas en el programa de televisión adecuado y en el momento adecuado, puedes hacerte famoso de la noche a la mañana. En veinticuatro horas puedes pasar de la oscuridad a la fama. En un abrir y cerrar de ojos, puedes despertarte por la mañana y encontrar a un buen número de empresarios de Madison Avenue tirando con frenesí contratos por debajo de la puerta de la habitación que ocupas en tu hotel.

En los viejos tiempos, la celebridad no se alcanzaba de la noche a la mañana. Teníamos que luchar durante varios años antes de lograrla. Actuábamos en ciudades donde actualmente me negaría a ser enterrado, aunque me pagaran el funeral y pusieran en mi tumba una lápida de marfil. A menudo, cuando me encuentro de viaje camino de alguna parte, vuelvo a hallarme en alguna aldea polvorienta en la que actuamos en los viejos tiempos. Habiendo perdido una parte de la memoria con el paso de los años, no recuerdo qué aspecto tenían aquellos sitios. Cuando los veo ahora, me quedo aterrado. Allí veo las seis cadenas de almacenes de fama nacional, el raído hotel y los restaurantes que sirven comidas tan lejanas de todo lo que es un alimento, que constituye un milagro que estemos todavía vivos. En cierta ocasión tomé una sopa de tomate en cierto antro de Saginaw y me puse tan enfermo, que no volví a probarla en veinte años.

* * *

En una de nuestras giras por la cadena Orpheum representábamos un espectáculo que se titulaba
¡Adelante, Red!
Lo había escrito John B. Hymer y era una pieza enormemente divertida. No recuerdo todo el argumento, pero había un individuo que representaba el papel de «pesado» («pesado» significaba el villano) y que en este juguete cómico se llamaba Tigre Smith. Nunca supe cuál era su nombre auténtico. Todos lo llamábamos Tigre. Se trataba de un hombre gigantesco y con aspecto de haber jugado anteriormente al rugby profesional.

Estoy seguro de que todo el mundo conoce la fama de avaro que tiene Jack Benny. De hecho, es uno de los hombres más generosos que conozco, no solamente con su dinero, sino también con su tiempo y su talento. Es la antítesis del carácter que interpreta en su programa de televisión. No obstante, Tigre Smith era en la vida real lo que Benny finge ser.

Su salario era de doscientos dólares a la semana y, por la manera como vivía, debía de ahorrar ciento ochenta y cinco. Entonces los impuestos eran irrisorios y dudo que él pagara alguno. Tenía una profunda y arraigada aversión a separarse del dinero. Si el empresario del teatro no ponía ninguna dificultad, instalaba una hamaca y dormía en su camerino.

La mayoría de los actores que tomaban parte en el espectáculo eran bastante cordiales a menos, desde luego, que uno de los números constituyera un gran éxito. Tras la última representación del día, normalmente íbamos a cenar juntos. Íbamos todos, a excepción de Tigre Smith. Una vez le pregunté por qué no venía con nosotros.

—Groucho —respondió—, ¿crees que estoy mal del coco? Si crees que voy a pagar un pavo sólo por una cena, es que no sabes lo que te pescas. La comida no es más que comida —añadió— y ciertamente no voy a tirar mi dinero por una cosa tan estúpida como ésa.

—Bueno, pero ¿dónde comes? —pregunté—. ¿Cultivas tus propias setas en el camerino?

—No —dijo meneando la cabeza—. Como en la tasca más barata que puedo encontrar y la comida que tomo nunca me cuesta más de cuatro ochavos.

—Pero, Tigre, ¿no acabarás poniéndote enfermo con esta clase de comida?

—¿Estás de cachondeo? Hace años que voy a comer a estos sitios.

Luego, acariciándose el estómago, se vanaglorió diciendo:

—No he estado ni un solo día enfermo en mi vida.

—Bueno, ¿cómo te las apañas? —pregunté—. ¿Tienes alguna fórmula secreta?

—Sí —admitió—. Supongo que puede decirse que es una fórmula secreta. Te diré lo que es, pero has de guardártelo bien en la mollera.

—Muy bien —asentí—. Pero, si te digo que no sé lo que es una mollera, ¿dónde voy a guardarlo?

Él ignoró sabiamente este desgraciado intento de jocosidad.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó.

—De acuerdo —respondí.

—Bueno, pues, tan pronto como acabo de comer —me dijo en tono confidencial—, prescindiendo de si me encuentro mal o no, me tomo dos cucharadas grandes de bicarbonato sódico. Una vez lo he hecho, me siento como nuevo.

No hay mucho que contar acerca de esta historia. Al acabar nuestra gira, no volví a saber nada más de él. Pero al cabo de unos cuantos años leí su necrológica en el
Variety.
Decía que Tigre Smith había muerto de cálculos renales causados por ingerir demasiado bicarbonato sódico. Dejó una herencia de doscientos mil dólares. No sé quién recibiría el dinero. Sin embargo, espero que su heredero haya tenido la sensatez de frecuentar mejores restaurantes. Puede comerse francamente bien durante muchos años en sitios de más categoría con doscientos mil dólares.

* * *

Los actores durante una gira son como los soldados de un ejército: viajan también pensando en sus estómagos. En este sentido, la comida o bien la falta de ella constituía un capítulo importante.

Nos encontrábamos viviendo en una pensión de Elizabeth, en New Jersey. Éste no era el tipo de pensión teatral en que normalmente nos instalábamos. Era tan refinada, que resultaba incómoda. La patrona llevaba una peineta de plata en el pelo y los manteles eran cambiados dos veces a la semana. La mayor parte de la clientela consistía en viudos o viudas bastante acomodados. Unicamente cuando uno o más de sus clientes se marchaban o morían, la patrona consentía en tomar actores.

Por lo visto, en aquella semana de Navidad se había producido un número considerable de defunciones, ya que tuvo habitación para nosotros cuatro. Tras un prolongado regateo acerca de las tarifas, que eran más altas de lo que acostumbrábamos a pagar, nos fueron asignadas dos habitaciones en la parte posterior del tercer piso. Comparada con los sitios en que normalmente vivíamos, aquella pensión era una cosa fantástica. Al siguiente día de nuestra estancia era Navidad y esperábamos con impaciencia el momento de clavar los dientes en el pavo enorme y jugoso que todas las pensiones servían en el día de Navidad. La vida era maravillosa. Estaba nevando en la calle, teníamos habitaciones calientes y acogedoras y, lo que era más importante, estábamos trabajando.

Se trataba de una casa antigua y el comedor se encontraba en la planta baja. El salón contenía tres mesas, de ocho personas cada una, y había otra mesa en un rincón apartado a la que fuimos relegados. Por lo visto, la patrona no aprobaba la mezcla de actores con personas normales. A nosotros, sin embargo, nos tenía sin cuidado. Nuestro lema era: «¡Que nos traigan el pavo y que se vaya al infierno la segregación!»

Aquella noche su marido, una nulidad de aspecto apaleado, tuvo su fugaz momento de triunfo cuando trajo el pavo de Navidad. No sé quién lo había guisado, pero tenía un aspecto dorado, tierno y suculento. Todos los clientes fijos fueron sirviéndose una porción de ave a medida que iba pasando la fuente. Los mejores trozos desaparecieron rápidamente. Después de que los fijos fueron servidos, la fuente, en lugar de desplazarse hacia nuestra mesa, fue llevada de nuevo a la cocina. Nuestros platos estaban aún tan desnudos como el presidente de una colonia nudista.

Empezamos a inquietarnos, pero Chico nos dijo:

—No os preocupéis, muchachos. Tened paciencia. De ese pavo no quedaba ya casi nada. Dentro de un minuto nos traerán uno para nosotros recién hecho.

Al cabo de unos minutos, apareció otro esclavo de la cocina y se encaminó hacia la isla del Diablo. La isla éramos nosotros. Llevaba una gran fuente cubierta y, cuando la descubrió sobre nuestra mesa, vimos que allí había una enorme y grisácea caballa.

Nos levantamos llenos de cólera y abandonamos el comedor, sin haber tocado el pescado. Ya sabes aquello tan conocido de que «el espectáculo ha de proseguir». Nos dirigimos al teatro. Nuestro número de aquella noche consistió por entero en una serie de variaciones sobre un mismo tema: una caballa muerta. El público estaba confundido. No se rió, pero nosotros estábamos histéricos, probablemente a causa del hambre.

Aquella noche, más tarde, mientras la pensión dormía, nos metimos en la cocina y saqueamos la nevera. Con gran sorpresa por nuestra parte, encontramos medio pavo frío. Nos lo zampamos rápidamente, con huesos y todo. También descubrimos la caballa despreciada, que indudablemente la patrona guardaba para servírnosla otra vez al día siguiente. Rápidamente trasladamos el pescado a la fuente del pavo que ahora estaba vacía e insertamos una nota en su boca. Decía simplemente: «La mano negra».

A la mañana siguiente nos despedimos y nos mudamos a otra pensión menos limpia, pero más hospitalaria.

* * *

Como forma apropiada de culminar aquellos banquetes suntuosos, empecé a fumar puros de Pittsburgh. Eran largos, delgados y negros como el alquitrán (el parecido no terminaba aquí). Vendían tres por cinco centavos y, por cinco centavos, podías estar fumando sin parar durante unas cuatro horas. Debía de tener un estómago considerablemente fuerte, porque sólo me mareaba alrededor de una vez al día. Sé que hubiera tenido que dejarlos, pero disfrutaba fumando puros. No era el gusto lo que me atraía, pero pensaba que me daban un aspecto más varonil. Con uno de esos cigarros en la boca, no era posible que te confundieran con una chica. Eventualmente, sin embargo, llegué a la conclusión de que los puros de Pittsburgh eran más fuertes que yo, lo cual me permitía dos posibilidades: abandonarlos o pasar al otro mundo. A la madura edad de quince años, pasé de los puros de Pittsburgh al grado superior del cigarro de cinco centavos y, cuando mis ingresos fueron mayores, progresé hasta llegar al puro de diez centavos. En aquella época, había un cigarro popular llamado «La Preferencia». Sus anuncios se encontraban pegados en todas las esquinas: «Fume "La Preferencia". Treinta minutos en La Habana por sólo quince centavos». Esta propaganda me fascinaba. Sonaba como algo tropical. Imagínate: ¡treinta minutos en La Habana por quince centavos! Anteriormente no había gastado nunca tanto dinero en un cigarro, pero tampoco había estado nunca en La Habana.

El anuncio me conquistó finalmente. Entré en un estanco, deposité quince centavos en el mostrador y dije: —«La Preferencia», por favor. Cuando el dependiente me lo entregaba, le dije: —Oiga, el anuncio de este cigarro dice treinta minutos en La Habana. ¿Es verdad esto?

El dependiente sonrió y asintió con la cabeza. Aquella noche, después de nuestra última representación, regresé a la pensión, me puse el batín y dejé preparado el despertador. Reclinándome en la cama, empecé a fumar. El cigarro tenía un gusto agradable. El aroma era suave y oloroso, muy distinto del olor a carbón de los puros de Pittsburgh. No diré que fuera transportado hasta La Habana, ni siquiera hasta el sur de Florida, pero tengo que decir que su aroma era mucho mejor que cualquier otra cosa que hubiese fumado anteriormente. Al cabo de veinte minutos, el cigarro era tan corto que sólo pude sostenerlo clavando un palillo en la colilla. Al cabo de veintidós minutos, había dejado de ser un cigarro y no era más que media pulgada de tabaco mojado. Me puse bastante furioso. ¡Quince centavos evaporados en humo!

A la mañana siguiente muy temprano, volví al estanco con la empapada evidencia metida en un pequeño paquete de papel. El dependiente me recibió con una sonrisa. Desenvolví el paquete y eché la húmeda colilla encima del mostrador.

—Treinta minutos en La Habana, ¿eh? —refunfuñé—. Lo he fumado tan lentamente como he podido y lo máximo que he podido conseguir son veintidós minutos. ¡Quiero que me devuelvan mis quince centavos!

Igual que todos los dependientes, estoy seguro de que aquél se había encontrado con personas muy extrañas.

—Oiga —dijo—, no tengo nada que ver con los cigarros «La Preferencia» ni con su publicidad. Aquí no soy más que un dependiente.

—Bueno —grité—, ellos anuncian treinta minutos en La Habana, ¿no es así? Yo sólo he conseguido veintidós minutos. ¡Esto es una estafa!

Se trataba de un hombre inteligente y en seguida se dio cuenta de que ante él se encontraba un brillante ejemplar de chico imbécil.

—Mira, hijo —explicó—, aquí yo no hago más que trabajar y no tengo autorización para devolver ningún dinero.

—Esto no es de mi incumbencia —repliqué acaloradamente—. He comprado aquí este cigarro y quiero que me devuelvan mi dinero. Lo hago a usted personalmente responsable.

Por entonces, dos clientes habían abandonado ya la tienda y el dependiente se estaba poniendo nervioso.

—Te diré lo que voy a hacer —dijo con ánimo de aplacarme—. Tranquilízate y te doy gratis otro cigarro «La Preferencia».

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