Groucho y yo (18 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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—He visto amigos míos —me dijo un día— que mordieron el anzuelo y, al cabo de pocos años, ¿qué podían mostrar? ¡Arrugas profundas, niños y deudas! La mayoría de ellos están tan abatidos, que no son más que unos fantasmas de los hombres que yo conocí una vez. Ninguna dama conseguirá cazarme —alardeó—. El matrimonio es para los pájaros incautos. Yo soy de los tipos listos. Soy un lobo solitario. ¡Sé ir solo y me gusta!

Al cabo de poco tiempo de haber dicho esto, recibí el anuncio de su boda inminente. Nadie quedó menos sorprendido que yo. Sus protestas eran exageradas y ya sabía yo que sólo era cuestión de tiempo el hecho de que una dama le hiciera izar bandera blanca.

Pocos días más tarde, recibí la inevitable invitación para una cena de soltero que sus numerosos amigos iban a dedicarle. Para aquellos que no estén familiarizados con esta humillación semipública, diré que la razón principal de una cena de soltero —además de la de emborracharse— es dar a los amigos casados de la víctima una oportunidad no sólo de escapar por una noche de sus esposas, sino también de pasar unas cuantas horas gozándose en la desgracia inminente del pobre patán.

La invitación indicaba la dirección de un elegante y famoso restaurante situado en un lugar céntrico de Nueva York. (Se omite el nombre por razones legales.) Tenía cinco pisos y cinco comedores diferentes. Al responder a la invitación, indiqué el detalle de que el espectáculo en el que aparecíamos en aquella época no terminaba hasta las once, pero prometí que tanto Harpo como yo compareceríamos por allí tan pronto como nos fuera posible.

Aquel restaurante tenía un ascensor automático. No había antesala o vestíbulo entre el ascensor y el comedor de cada piso. Se apretaba un botón, el ascensor subía hasta la planta que se había indicado, se abrían las puertas y ya se encontraba uno en el comedor.

Harpo y yo concebimos un plan brillante. Cada uno de nosotros llevaría una maleta, entraríamos en el ascensor y nos quitaríamos la ropa. Luego meteríamos la ropa en las maletas. Cuando el ascensor llegase a la planta donde tenía lugar el banquete, se abrirían las puertas y apareceríamos sin otra ropa que nuestros trajes de nacimiento, con sombreros de paja y llevando nuestras maletas. Esto iba a provocar sin duda un montón de carcajadas. Además de ser divertido, causaría sensación. La espera se nos hacía penosa.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, los dos bromistas hicieron su entrada triunfal. Pero algo había fallado. En lugar del estruendo enorme de carcajadas masculinas que habíamos previsto, tres mujeres se desmayaron y el resto de la concurrencia empezó a llamar a gritos a la policía. Parece que algunas amigas de la novia celebraban una cena para ella aquella misma noche en el piso superior. Con nuestras prisas y nuestra excitación, nos habíamos equivocado al apretar el botón del ascensor.

Dominados por el pánico, dimos media vuelta. Pero se trataba de una puerta automática y ya se había cerrado silenciosamente a nuestra espalda. Allí nos encontrábamos. ¡Atrapados! Buscamos la escalera, pero no pudimos encontrar ninguna. Por lo visto, algún enemigo nuestro la había quitado. Al fin descubrimos en un rincón una enorme planta de flores artificiales. Intimidados y estremecidos por la confusión, fuimos corriendo y nos escondimos detrás.

El jefe de comedor vino por fin a socorrernos. Agarró rápidamente dos grandes manteles y corrió apresuradamente hacia nosotros. Nos envolvimos con aquel ropaje y, con forzadas sonrisas de excusa dirigidas a las ultrajadas damas por aquel patético atentado contra la dignidad, fuimos conducidos a la escalera por un botones. Formando la retaguardia, iba el jefe de comedor con nuestras maletas. Luego los dos Mahatmas Gandhi salieron precipitadamente hacia el sótano, donde se vistieron en seguida y volvieron a su casa.

Ni Harpo ni yo fuimos invitados a la boda.

* * *

No recuerdo su nombre, pero cierto famoso filósofo misántropo, tras una noche entera de profundos pensamientos, de agitarse y de revolverse en la cama, se levantó una mañana y (después de cortarse tres veces mientras se afeitaba) anunció a un mundo indiferente que nadie era completamente infeliz ante la desgracia y el fracaso de su mejor amigo. Hay la suficiente verdad en esta vasta generalización para hacer que la mayor parte de nosotros nos sintamos culpables y, ciertamente, puede ser aplicada al mundo del espectáculo. En el transcurso de los años, he observado demasiados ejemplos de la inhumanidad del hombre con respecto al hombre para que pueda argumentar contra la sentencia del filósofo. En todo caso, el sabio que hizo esta observación estiró la pata hace muchos años y, para citar a
Los dos cuervos negros
, «no quisiera desenterrarlo únicamente para eso».

No habiendo trabajado en otra profesión que en la teatral, no sé cómo reacciona la gente que trabaja en otros campos de la vida ante el éxito y el fracaso. Pero estoy seguro de que encontrarás que una buena porción de envidia forma parte del maquillaje de casi todo el mundo.

El negocio teatral es una profesión tan variable como el mercurio. La estrella de hoy es con frecuencia el mendigo de mañana, y viceversa. Probablemente seré apedreado por lo que voy a decir, pero tengo la impresión de que un enorme fracaso teatral en Broadway proporciona alegría y alivio a una porción sustancial del mundo dedicado al espectáculo. Esto no significa de un modo necesario que a la mañana siguiente de un fracaso resonante todos los productores, directores y actores salgan corriendo a la calle y se pongan a bailar un fandango (o, si son comunistas, una mazurca), pero la verdad brutal es que casi todo el mundo se inquieta cuando un productor enemigo no sólo se destaca de la masa, sino que prosigue haciéndolo. En el mundo del espectáculo, el éxito permanente es imperdonable. El fracaso demuestra de forma concluyente que el que acaba de fracasar ante sus ojos no posee más talento que el resto de la masa y que la mayoría de sus éxitos no han sido más que pura chiripa.

He asistido a cenas de gala en Hollywood y he observado el resplandor mal disimulado de los ojos de algunos de mis amigos, mientras comentaban alegremente la crítica de un nuevo fracaso cinematográfico o la noticia aparecida en los periódicos de que, a causa de su baja calidad, el espectáculo de televisión de Joe Blow había sido abandonado por su promotor. Exceptuando a las personas que están involucradas, nadie se tira por los suelos y se echa a llorar. He visto a actores (personas que han vigilado cuidadosamente sus dietas durante meses) romper súbitamente su régimen y devorar una comilona que habría sido digna de Enrique VIII, únicamente porque oyeron algunas malas noticias referentes a un competidor.

He de confesar, con notable vergüenza, que mi propia reacción ante el fracaso de alguno de mis contemporáneos no ha alcanzado un nivel tan alto como, pongamos por caso, los pensamientos del doctor Schweitzer. Resulta muy desconcertante para un cómico estar sentado en un camerino y escuchar a otro comediante que hace morir de risa al público. «Bravo» es una palabra maravillosa cuando te la dirigen a ti, pero es una palabra bastante desagradable cuando es aplicada a un competidor. Si fuera un canalla, podría contarte algo acerca de una estrella que solía cerrar la puerta de su camerino y luego abrir el grifo del lavabo, sólo para asegurarse de que el sonido de los aplausos o de las risas arrancados por un rival no llegaría a sus inseguros oídos.

En resumen, ningún actor quiere que cualquier otro obtenga un triunfo más grande que él. Esto será fogosamente negado por la mayor parte de mis hermanos y hermanas de profesión, pero no te dejes engañar por sus protestas. Los he visto, los he observado y los he escuchado.

Hasta ahora he estado hablando únicamente de la profesión teatral, pero todos vivimos en una jungla grande y difícil. Además, la primera ley de la naturaleza es la supervivencia. La mejor forma de sobrevivir consiste en esperar a que tu rival fracase en sus propósitos. Desdichadamente para la raza humana, estoy seguro de que este aspecto vergonzoso de la naturaleza humana puede hallarse paralelamente en cualquier otro negocio y en cualquier otra profesión.

Ciertamente, ningún miembro de la empresa Chrysler se tira por los suelos y se echa a llorar, si un año la General Motors produce un coche cuya estructura empieza a desintegrarse cuando corre a cincuenta kilómetros por hora. Tampoco se oirá ningún gemido en la fábrica Ford, si Chrysler saca un nuevo modelo cuyas piezas dan toda la impresión de haber sido ensambladas con goma arábiga. Cito únicamente estos ejemplos de la cruda realidad para demostrar que en todas partes es verdad aquello de que nadie es completamente infeliz ante la desgracia o el fracaso de su mejor amigo.

* * *

Hace muchos años, cuando todavía estábamos en la época de nuestros comienzos (y en la que las cosas no nos iban especialmente bien), actuamos en la ciudad universitaria de Williamstown. En el espectáculo aparecían con nosotros dos hermanas jóvenes, guapas y sin talento a las que, por lo que se refiere a este relato, llamaremos las gemelas Delaney. Si empleara sus nombres auténticos, la mayoría de mis lectores de edad más avanzada las recordarían, ya que más tarde llegaron a ser bastante famosas en su carrera.

A pesar del hecho de que poseían una notable falta de talento, eran tan guapas, tan jóvenes y tan bien proporcionadas, que nadie parecía preocuparse de lo que hacían en el escenario. Siendo una ciudad universitaria, la mayor parte del público estaba compuesta de estudiantes, quienes, como sus contemporáneos del mundo entero, se volvían sencillamente locos ante unas muchachas jóvenes y guapas.

Los aplausos al término de su actuación fueron atronadores, vociferantes e insistentes. Así, para evitar que los estudiantes asaltaran el escenario y las atacaran en público, las chicas se apresuraron a repetir por entero su número.

Al cesar la ovación, aparecimos nosotros. En aquella época nuestro talento era ya notable y, por el hecho de que formábamos un grupo más numeroso que cualquier otro de los que actuaban en el espectáculo, constituíamos el número principal. Por lo visto, sin embargo, el público no estaba impresionado por nuestra categoría... ni por nuestra actuación. O quizás estaba pensando todavía en aquellas dos latas de conserva sexuales cuyas agradables formas le habían transportado, aunque sólo fuera temporalmente, a un cielo que estaba reservado para hombres de menos de veinticinco años. En todo caso, para ir al fondo del asunto, nuestra actuación constituyó un fracaso estrepitoso. No tengo manera de saber cuál era la temperatura precisa que reinaba en el teatro aquella tarde durante nuestra representación, pero diría de un modo aproximado que más o menos era la misma temperatura del agua que rodeaba el exterior del
Nautilus
el día en que navegó bajo el polo Norte.

Cuando acabamos de actuar, eliminado el maquillaje y ya vestidos, las gemelas habían abandonado el teatro. La puerta de su camerino estaba abierta y, al pasar, divisamos unos objetos informes colgados de un perchero. Su aspecto era sospechosamente semejante a unos simétricos. Por si no eres una mujer de hace treinta años, te explicaré lo que eran unos simétricos. Supongamos que tus piernas y tus caderas fueran demasiado delgadas y que en conjunto pertenecieras al tipo de los huesudos. Bastaba que metieras la parte inferior de tu estructura en aquel «material» y te pusieras encima unas mallas. Aunque en la ducha tuvieras un aspecto de pavo mal alimentado, una vez provisto de aquellos complementos, todas tus imperfecciones básicas desaparecían y tus formas se destacaban, manifestándose en todos los lugares en que tu Creador te había jugado originalmente una sucia jugarreta.

Me azora el hecho de contarte lo que sucedió a continuación. Una confesión de este tipo no debería hacerse nunca en público, sino que tendría que revelarse únicamente a personas como tú, de escasa inteligencia. A pesar de que ocurrió hace más de treinta años, todavía me avergüenzo de mi comportamiento. Hice que Gummo (que no era más que un chiquillo) se quedara apostado en la puerta, como centinela, penetré furtivamente en el camerino de las chicas, descolgué rápidamente los simétricos del perchero, me los llevé al hotel y los metí tranquilamente en un cajón.

Aquella noche, cuando volvimos al teatro, reinaba una tremenda conmoción entre bastidores. Pudimos oír al empresario profiriendo aquel grito monótono e inevitable: «¡El espectáculo ha de proseguir!», mezclado con los sollozos de las dos adorables gemelas que insistían histéricamente en que no les era posible aparecer en escena. El empresario, intrigado, no hacía más que preguntar por qué. Finalmente las chicas cedieron y le contaron lo de los «postizos» inferiores, admitiendo que sin ellos no eran más que dos chicas delgadas sin demasiado talento. Añadieron que los habían buscado por todas partes, pero que la base fundamental de su número había desaparecido misteriosamente.

En medio del tumulto yo, hipócrita como era, me dirigí hacia el camerino de las muchachas y pregunté con aire inocente a qué se debía todo aquel alboroto. Estaban demasiado confusas para poder explicármelo. El empresario, un individuo jamás dispuesto a permitir que la modestia se interpusiera entre él y la taquilla, vociferó:

—Algún sucio bastardo ha penetrado aquí y ha robado las formas de las chicas. Y ahora, con la sala repleta de estudiantes, se niegan rotundamente a salir a escena.

(Sabiendo lo que yo sabía, encontré más bien divertida la palabra «rotundamente».)

—Bueno —dije yo, más bien con viveza—, no hay que preocuparse por los estudiantes. Ya nos verán a nosotros.

—¡Ya pueden irse al infierno usted y sus hermanos! —contestó el empresario—. El público que hay ahí delante quiere ver a estas muchachas. No les interesa su piojoso número.

Entonces miró frenéticamente por todo el camerino, añadiendo:

—¿Dónde pueden haberse metido esos condenados simétricos?

Al oír la palabra «simétricos», yo desvié la mirada de modo cortés y caballeresco. Las gemelas enrojecieron hasta las raíces de su cabello, dándome cuenta en aquel momento de que había sido teñido recientemente.

—¡Hum! —dije, con mis mejores aires de Sherlock Holmes—. No pueden encontrarlos, ¿eh? Bueno, ya saben ustedes que ésta es una ciudad universitaria y supongo que un par de estudiantes locamente enamorados deben de haber penetrado entre bastidores entre la representación de la tarde y la representación de la noche, llevándose los postizos para usarlos como adornos juveniles.

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