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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (37 page)

BOOK: Groucho y yo
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Cualquier barco que navegue por los siete mares o por sus tributarios puede convertir mi interior en un montón de basura. He probado la dramamina, la codeína, la aspirina, la bonamina, el champán y los huevos duros. Los he probado por separado y conjuntamente. Todos los remedios más fabulosos no han hecho más que entrarme por un oído y salirme por el otro. He intentado pasarme todo el viaje en cama, en una silla, paseando animadamente por la cubierta, respirando profundamente y sin respirar nada. Así como el amor se ríe de los cerrajeros, del mismo modo el mar se ríe de mí y mis esfuerzos por vencerlo han sido fútiles y trágicos.

Mi última pelea con el padre Neptuno tuvo lugar en el S. S.
Malola
que se dirigía a Hawaii, a las gardenias, a los
luaus
y a las canoas con balancín. Fuimos instruidos por el agente de pasajeros (el caballero que nos engatusó para que fuéramos) en el sentido de que nos presentáramos en Wilmington (no el de Delawaree, sino el de California) dos horas antes por lo menos de que saliera el barco. Recuerdo sus palabras exactas:

—Le prometo, señor Marx, que habrá diversiones a granel. Desde el primer minuto que pise este barco de ensueño, todas sus preocupaciones y todos sus problemas se desvanecerán en el aire. Habrá música, serpentinas y confetti. Nunca habrá visto un gentío tan feliz. Incluso los amigos y familiares que van al puerto para ver marchar a sus seres queridos se divierten casi tanto como los novecientos afortunados que zarpan hacia el sol poniente. Y, señor Marx —prosiguió diciendo—, no sólo hay diversiones a granel en el puerto, sino que nunca terminan. A cada minuto surge algo nuevo. Estamos orgullosos de que todos nuestros barcos son barcos de felicidad.

Aproximó un poco más su silla y me susurró en tono confidencial:

—No quisiera que los oficiales de la compañía se enteraran de esto, porque podría perder mi empleo. Sin embargo, de toda la flota, mi barco favorito ha sido siempre el
Malola.
La gente dice que la comida es tan buena como la que sirven en el
Tour d'Argent
de París.

Al oír hablar de comida, empecé inmediatamente a sentir náuseas.

—En particular, estamos orgullosos de nuestro
smorgasbord
—prosiguió diciendo—. El
Malola
es el único barco que navega por el Pacífico que sirve dieciséis clases diferentes de arenque frío.

A pesar de que me hallaba aún en tierra firme, la idea de dieciséis clases diferentes de arenque frío me puso rápidamente en condición del viejo «cambio de la peseta». El agente de pasajeros añadió entusiasmado:

—¡Espere a relamerse los labios con nuestra anguila escabechada! ¿Sabe usted? En mi último viaje en el
Malola
comí tantas anguilas escabechadas, que mi esposa dijo que pronto parecería una de ellas.

Su esposa estaba equivocada. Ya lo parecía. Sin embargo, no valía la pena discutir, de manera que pagué los pasajes y abandoné el despacho mientras todavía era capaz de navegar.

Cuando ya salía vacilando de su oficina, me dijo:

—¡Oh! A propósito, ¿ha estado usted alguna vez en el carnaval de Nueva Orleáns?

Me quedé un tanto perplejo ante esta pregunta porque, a primera vista, no veía ninguna relación entre Nueva Orleáns y una anguila escabechada. Con recelo, le dije:

—Sí, he actuado allí muchas veces.

—Bueno, pues, ¡olvídelo! —dijo él—. Aquel carnaval no es nada en comparación con un viaje en el
Malola.

—¿Ha estado allí alguna vez? —le pregunté.

—Bueno, no —replicó—, pero lo he visto muchas veces en los noticiarios cinematográficos y puedo decirle a usted que el
Malola
es mucho más divertido que el carnaval de Nueva Orleáns. Además, es mucho más sano, porque todo el día, desde la mañana hasta la noche, está usted respirando un aire impregnado de sal.

Aunque nos había dicho que estuviéramos en el muelle a las ocho, no llegamos hasta las once. Has de tener en cuenta que únicamente hacía tres meses que planeábamos este viaje y que nuestra fecha de partida constituyó una auténtica sorpresa para mi esposa. Necesitó tres horas Para vestirse, fijar su cabello, pintarse las uñas de las manos, las de los pies y hacer el equipaje, antes de anunciar finalmente que estaba lista. Entonces metí en mi única maleta todo lo que ella no había conseguido hacer entrar en dos baúles inmensos y tres bolsos, y en seguida nos encaminamos silenciosamente hacia Wilmington y hacia el paraíso.

Llegamos una hora antes de que zarpase el barco y prácticamente todo lo que el agente de pasajeros nos había dicho era cierto. Verdaderamente, allí había diversión a granel. El puerto estaba inundado de parientes y amigos que producían un bullicio ensordecedor. La mayor parte de los pasajeros se encontraban alineados a lo largo de la borda, a un lado de la cubierta superior. Las serpentinas y el confetti volaban por el aire. Las risas y los consejos festivos resonaban de una y otra parte. Para mi tranquilidad y descanso, el mar estaba tan liso como un espejo y el magnífico barco permanecía quieto e inmovilizado por el ancla junto al muelle.

Sonó finalmente el clásico «¡Todo el mundo a tierra!», la sirena empezó a emitir su señal de despedida y la orquesta empezó a tocar «Aloha». Cuando empezaron a izar el ancla, en el rincón más apartado de la cubierta superior, elegantemente ataviada con un abrigo de vicuña y una boina amarilla, permanecía de pie una figurilla solitaria. Aquella figura era yo, inclinándome por encima de la borda sobre el maldito mar de siempre y, tal como había sido una tradición durante muchos años, vomitando.

* * *

Hablando de mareo (lo que me ocurre a mí normalmente), conocí a un sujeto que empezó siendo cobrador de tranvía. A base de embolsarse la mayor parte del importe de los billetes, se las arregló de tal modo que llegó a alcanzar la posición de más categoría en uno de los mayores estudios cinematográficos. Decidió que, dado que ahora era el jefe de unos estudios, debía tener un yate. J. P. Morgan tenía uno. Vanderbilt tenía otro. Sir Thomas Lipton tenía uno. Incluso Colón tenía uno... y ciertamente él tenía más dinero que Colón. De hecho, si no hubiera sido por la reina Isabel, Colón habría sido un paria. (A veces me pregunto cuáles
fueron
en realidad las relaciones existentes entre Colón e Isabel. Uno de estos días voy a ir a preguntar la verdad a Hedda o a Louella. Son chicas que se las saben todas.)

Bueno, volvamos a nuestro amigo, el jefe de los estudios. Poco tiempo después de haber tomado esta decisión, se convirtió en el orgulloso propietario de un gran yate con numerosa tripulación. Ahora tenía trescientos mil dólares menos en su cuenta corriente. Sin embargo, esto no le preocupaba porque tenía muchos millones. Entonces mandó a su sastre que le confeccionara un ajuar completo de uniformes marineros: trajes blancos, trajes azules, uniformes para todas las ocasiones y todos ellos con galones dorados.

Anteriormente no había estado nunca en una embarcación. En su primer viaje, ataviado con un uniforme que habría sido digno del almirante Dewey, ordenó a su capitán que lo llevara desde Los Ángeles hasta San Diego. El barco estaba espléndidamente equipado con vinos de marca, licor, caviar auténtico y un par de estrellas de cine (por si no encontraba nada para leer).

A dos horas de distancia del puerto de partida, empezó a dar de comer a los peces. Cuando entraron en el puerto de San Diego, aquel lobo poderoso era un lobo enfermo y no me refiero precisamente a un lobo de mar. Se dirigió entonces a un hotel y permaneció en cama durante cuarenta y ocho horas. Al cabo de poco tiempo, su primer oficial le notificó que el mar estaba de nuevo en calma y el hombre se dispuso a regresar al yate.

El barco permanecía tranquilamente anclado en el puerto de San Diego y nuestro amigo, resuelto a ser un marinero, juró que vencería aquella estúpida debilidad. Durante los siete días siguientes se paseó por cubierta como un auténtico marino. Andaba de un lado para otro con toda la autoridad de Charles Laughton en
Rebelión a bordo.
Al séptimo día recibió una llamada urgente de sus estudios. Una de sus estrellas se había emborrachado la noche anterior en una maravillosa fiesta y de una patada había arrebatado una valiosa cámara fotográfica de las manos del reportero de la Associated Press. Luego, quitándose toda la ropa, se la había arrojado a la cara, zambulléndose a continuación en la piscina. Le dijeron a nuestro héroe que se estaba incoando un importante proceso y que era mejor que volviera a Hollywood para arreglar el asunto.

Ordenó:

—¡Avante a toda máquina!

No sabía lo que significaba esto exactamente, pero recordaba esta frase de una de las películas marineras rodadas en sus estudios. Quince minutos después de haber salido de San Diego, se metió de nuevo en cama y permaneció allí maldiciendo su destino, hasta que llegaron a Los Angeles donde fue sacado del barco, profundamente afectado por una sobredosis de pastillas de dramamina. Era evidente que la vida sobre las olas del océano no estaba hecha para él.

El yate representaba ahora todo un problema. Se sentía profundamente atraído por su blanca embarcación y también por el hecho de ponerse los uniformes. Sin embargo, parecía que únicamente podía permanecer a bordo cuando el barco estaba anclado en el puerto. ¡He ahí un espléndido dilema! Tenía invertidos en la nave trescientos mil dólares y otros dos mil en los uniformes. Nunca había tenido clase. No obstante, ahora, como propietario de un yate capaz de navegar por el océano, empezaba a adquirir cierta distinción social. La idea de hacer otro viaje en aquel barco, sin embargo, lo llenaba de terror.

A pesar de todo, era un hombre de recursos y al fin resolvió su problema, aunque no a su entera satisfacción. Se trató de un compromiso. Pero, ¿no es la vida una serie de compromisos?

Mandó a su capitán que llevara de nuevo la embarcación a San Diego. Vestido con uno de sus uniformes navales, lord Nelson segundo hizo que su chófer lo llevase allí en coche. Al llegar, fue recibido a bordo con el honor y la deferencia convenientes. Mientras el barco permaneció anclado en el puerto, recorrió la cubierta observando con aire ceñudo los vientos y oteando el horizonte con sus gemelos colocados sobre sus gafas, como si estuviera a punto de entrar en combate con toda la flota japonesa.

Cuando se cansó finalmente de aquella monotonía marina, ordenó que el barco regresara a su puerto de origen.

Al desaparecer el yate en el horizonte, subió a su «Rolls Royce» y, siempre con sus atavíos navales, mandó a su chófer que lo llevara de nuevo a Beverly Hills.

Por fin se cansó de contemplar San Diego, de manera que vendió sus uniformes a una casa de disfraces, engatusó a un imbécil para que le comprara el yate, se compró un remolque para el coche y pasó el resto de sus días trasladándose de su casa a Palm Springs.

Capítulo XXV

VAMOS A PESCAR

El hecho de pescar siempre trae a la memoria al ex presidente Hoover, sentado en una modesta barca de remos en algún lago plácido perdido en las profundidades de un bosque, o bien a Hemingway, atado a una silla en la popa de una gran lancha y luchando con un merlín.

La pesca es un gran negocio. Leí en cierto lugar que la cantidad de dinero desperdiciado en este elegante pasatiempo podría enjugar la deuda nacional en un período de tiempo razonable. Se supone que es buena para los nervios: el arroyo susurrante, la corriente que baja de la montaña y la pintoresca cascada (por la que, en muchos estados, están luchando las compañías energéticas rivales).

Los sabihondos encerrados en sus torres de marfil están actualmente de acuerdo en declarar que el hombre emergió originariamente del océano disfrazado de ameba, una rana de una sola pata o cierta especie igualmente nauseabunda de la profunda vida marina. Yo comparto esta teoría. Personalmente, he tenido la misma avidez que mis antecesores para salir del agua y encontrarme en tierra firme.

No comprendo el entusiasmo alocado por la pesca. En mis buenos tiempos también me dediqué a emular a los Pescadores. Pesqué en el puerto de Atlantic City con un cordel y un maldito pedazo de carne que colgaba de su extremo. Aún me estremezco de horror cuando pienso en las cosas de aspecto repulsivo que saqué del agua con aquel cebo.

He pescado en torrentes montañosos, vestido con botas altas de goma, un sombrero amarillo, cuatro jerseys y una bufanda. Esta clase de pesca no requiere ningún cebo. Basta con atar un objeto rojo y giratorio al extremo de tu sedal, cerrar los ojos y lanzarlo. Lanzar significa arrojar tu anzuelo en las profundidades del torrente y no engancharlo en la parte trasera de tus pantalones. Para decirlo brevemente, existen pocas relaciones amistosas entre nuestros amigos cubiertos de escamas y yo.

* * *

Un amigo mío de entusiasmo desmedido es el típico fanático de la pesca. Tengo una teoría sobre los hombres que tienen un entusiasmo alocado por la pesca. Es la misma teoría que tengo sobre los entusiastas jugadores de golf. Se trata de las pocas excusas válidas que quedan para que un hombre pueda alejarse de su esposa y de los niños. Supongo que este amigo mío (a quien, para ir sobre seguro, llamaremos Delaney, aunque ocurre que su nombre es Irving Brecher) no está contento acerca de algo e intenta olvidar su problema yéndose a pescar en sitios lejanos. Un día me atrapó.

—Groucho, ya sé que no te gusta pescar, pero ya sabes que hay pesca... y pesca.

—Tienes toda la razón —asentí, al tiempo que intentaba escaparme.

Sin embargo, Delaney es un caballero muy elocuente y persuasivo y no resulta fácil escabullirse.

—¿Qué te parecería pescar una trucha tan larga como tu brazo? —prosiguió diciendo.

—No me gustan las truchas —repliqué—. Ni siquiera me gusta mi brazo. Lo que me enloquece son los solomillos de Kansas City con patatas fritas, pastel de manzana y un buen pedazo de queso... y, si la camarera tiene buen aspecto, también me apetecen su estado civil y su número de teléfono.

Meneó la cabeza con tristeza.

—No puedo comprender que no te gusten las truchas. Podrías ahumarlas y tendrías suficientes para todo el invierno.

—Cuando se trata de ahumar —respondí—, prefiero un buen cigarro.

Prefirió ignorar este chiste malo y prosiguió diciendo:

—Iremos con otros dos amigos míos, auténticos expertos. Alquilaremos un coche y nos dirigiremos a Jackson Hole, en Wyoming. Un guía indio contó a un amigo mío que allí hay un lago en el que nunca se ha pescado. Dijo además que el aire es como el vino. Será una experiencia inolvidable, algo que podrás contar a tus nietos.

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