Authors: Groucho Marx
A la mañana siguiente, las páginas deportivas del
Chronicle
y del
Examiner
de San Francisco llevaban mi fotografía. En realidad, había tres fotografías. A un lado de la mía había una foto de Bobby Jones, mientras que al otro lado había un retrato de Walter Hagen. El pie era muy sencillo: Groucho Marx se une a los inmortales.
Aquella noche me llamaron dos periódicos y me preguntaron si pensaba ir a jugar a la mañana siguiente. Me preguntaron también si me importaría que me acompañaran unos cuantos fotógrafos al campo.
—Por supuesto que no —repliqué.
Entonces me dijeron:
—¿Le molestaría que enviáramos a unos cuantos periodistas? Todos sentimos curiosidad por ver cómo juega ese séptimo hoyo.
No les dije cuál había sido mi marca en los primeros seis agujeros. Me limité a decir, más bien con modestia:
—Ya comprenderán ustedes que no siempre meto la bola al primer golpe.
Sin embargo, de repente me sobrepuse a la modestia y añadí:
—A pesar de todo, no es tan difícil como lo proclaman muchos jugadores mediocres de golf.
Bueno, había una enorme multitud a la mañana siguiente para verme jugar. Era obvio que mi reputación me había precedido. Para ser un simple aficionado, no lo hice demasiado mal en los primeros seis hoyos. En el séptimo habían colocado cámaras fotográficas a ambos lados. Por extraño que parezca, no estaba nada nervioso. Estoy hecho más o menos de acero, como muchos insolentes que se han cruzado en mi camino tendrán que reconocer con amargura. Con gran sorpresa por mi parte, di un golpe bastante bueno. La pelota llegó cerca del agujero, vaciló y se fue rodando hasta el interior de una trampa de arena. Entonces le pegué un golpe salvaje con el palo adecuado para la arena. Salió despedida y... se metió en otra trampa que estaba al otro lado del agujero. Esto prosiguió durante cierto tiempo. Bueno, querido lector, no hay razón para mantenerte en vilo. Empleé veintiún golpes en aquel hoyo y ello fue debido únicamente a que jugué desusadamente bien. De nuevo en casa y lejos del campo, me di cuenta de que se necesitaba algo más que unos buenos ojos para jugar al golf.
* * *
Poco tiempo después de esto, me encontraba viviendo en Long Island y actuaba en Broadway. Era la época de la prohibición y los gangsters estaban en su apogeo. Habiendo olvidado lo que me ocurrió en el parque Van Cortlandt, empecé a jugar en otro terreno municipal de golf. Se llamaba club Queensborough y era un lugar desagradable. No sabía que allí se congregaban todos los bandidos. Dutch Schultz y sus muchachos solían jugar allí cada día. Era su refugio. Sin embargo, dado que yo no frecuentaba normalmente sus círculos, sólo los conocía por su reputación.
Todavía era un simple aficionado, pero en aquella época jugaba lo suficientemente bien como para hacer rodar la pelota hasta el hoyo siguiente. Una mañana, jugando solo, di un golpe a la pelota y la envié bastante lejos. Al iniciar el segundo golpe, oí gritos de «¡El de delante!» que procedían del primer agujero. Los gritos prosiguieron:
—¡El de delante! ¡El de delante! ¡El de delante!
«¿El de delante?», me dije, «Debe de tratarse de principiantes. ¿No saben que, antes de empezar, han de esperar a que el jugador que va delante de ellos haya dado el segundo golpe? Así que termine esta partida —decidí—, iré a decirles un par de cosas. Alguien ha de enseñar a esos caballeros unas cuantas cosas sobre la etiqueta y las costumbres del golf, y yo soy la persona indicada para ello.»
Era un grupo de cuatro individuos y ahora me gritaban casi al unísono:
—¡Eh, tú! ¡El del saco de lona! ¡Lárgate de aquí o tiraremos a dar!
Yo estaba ya enfurecido. Lleno de cólera, agité mi palo hacia ellos y vociferé:
—¿Qué os pasa, muchachos? ¿Estáis ciegos? ¿No veis que aún no he dado el segundo golpe? ¿Por qué no cerráis el pico?
Mis palabras cayeron en oídos sordos. Empezaron a tirar, aunque no del modo como yo me figuraba. De pronto una bala me pasó rozando. Luego otras tres en rápida sucesión. Empecé a comprender que aquellos bandidos querían quitarme de en medio. Decidí que no era el momento adecuado para detenerme y averiguar el porqué. Agarré a toda prisa mi saco de golf, corrí al aparcamiento, me metí en el coche y me puse a conducir a una velocidad tan endiablada, que al cabo de pocos minutos fui detenido por un guardia de tráfico y arrestado por ir a ciento veinte kilómetros por hora en una zona limitada a veinticinco. Ésta fue mi despedida del club de los bandidos.
Entonces llegué a la conclusión de que, si quería jugar al golf, era mejor abandonar los campos municipales, gastarme algún dinero y hacerme socio de un club de campo. Había uno muy elegante en Great Neck, llamado Lakeville Club. Era un sitio de auténticas relaciones esnobs, donde eran muy exigentes con los que atravesaban sus sagrados portales y pisaban sus benditos céspedes. Antes de hacerme miembro de él, tuve que someterme a unos análisis de sangre y de saliva. Al resultar satisfactorios, aceptaron de mala gana mi solicitud de ingreso con un cheque de cinco mil quinientos dólares. Al cabo de tres meses, el cheque aclaró las ideas y fui admitido a regañadientes en el club.
A la segunda semana, mi hermano Gummo se invitó a jugar conmigo.
—Gummo —le pregunté—, ¿has jugado alguna vez al golf?
Me miró sorprendido.
—Groucho, ¿estás bromeando? Acabo de realizar un curso de doce lecciones en un gimnasio, bajo la instrucción personal de uno de los profesionales más famosos que existen en América. Fue entrenador en St. Andrews, en Escocia. ¡
Desde luego
que sé jugar!
—Mira, Gummo —insistí—, piénsalo bien. ¿Estás
seguro
de que sabes jugar? Ya sabes que esto no es un campo municipal. Probablemente es el club de más clase que existe en Long Island. Hace sólo unas pocas semanas que soy socio y no quisiera hacer el ridículo.
—No te preocupes por mí —aseguró Gummo—. Mi profesor de golf me ha dicho que soy un jugador nato y que, con mi golpe, puedo andar por todos los campos que hay en América con la frente bien alta.
* * *
Era una espléndida mañana de un domingo de mayo. Gummo llegó radiante con su traje de golf. Vale la pena recordarlo. Llevaba zapatos ingleses con borlas, calcetines a rayas verdes, pantalones muy largos y abombados, así como el típico sombrero que utilizan los zulúes cuando ejecutan una de sus tradicionales y ceremoniosas danzas guerreras.
Cuando nos llegó el turno de empezar la partida, aún había mucha gente esperando para jugar. El sitio de aparcar los coches en Lakeville queda paralelo al primer hoyo.
—Gummo —le susurré al oído—, como juegas tan bien, tira tú primero. Esto causará una buena impresión entre el gentío.
Despreciando el
tee
de madera, hizo lo que hacen los auténticos profesionales. Cogió un puñado de arena húmeda y puso encima la pelota. Tras unos cuantos movimientos preliminares y una extensa mirada profesional al campo, dio un fuerte golpe a la bola. Salió disparada de un modo espléndido y al cabo de unos instantes... hizo añicos dos cristales del «Cadillac» del presidente del club.
Con una risa hueca, me volví hacia el gentío y dije:
—Mala suerte pero, ya saben, esto le puede pasar a cualquiera.
No hubo ninguna respuesta. Algunos se pusieron a mirar hacia otro lado y otros empezaron a mover sus pies con impaciencia.
Me volví hacia mi hermano.
—Gummo —le dije—, en realidad ha sido mala suerte. Pon otra pelota en el
tee
, muchachote (es un par de centímetros más alto que yo), y vamos allá.
Gummo no parecía haberse alterado por el incidente de los cristales destrozados. De hecho actuó como si aquello formase parte normal de su juego. Sin inmutarse, cogió otro puñado de arena y se dispuso a empezar de nuevo. Otra vez cogió el palo. Otra vez contempló el campo. Luego apuntó cuidadosamente, le dio a la bola un potente golpe y retrocedió para admirar su vuelo. La pelota se desvió inmediatamente hacia la izquierda y penetró por la ventana del comedor de las señoras. Faltó poco para que decapitara a la dama cuyo esposo era el jefe del comité de recepción.
Entonces yo decidí que ambos estábamos saturados de golf. Arrebatando nuestros sacos de manos de los histéricos
caddies
, nos dirigimos rápidamente hacia la salida. Prometí que no volvería a jugar en el club hasta que cayera la nieve sobre sus campos... y Gummo hubiera partido hacia la posada de algún lugar remoto.
* * *
La mayor parte de nosotros somos suficientemente egoístas para creer que, cuando hacemos algo mal, en realidad no es culpa nuestra. Esto resulta especialmente cierto en el golf. La tendencia es echar la culpa al equipo, al
caddie
incompetente, a la suegra (que vino de visita una noche y se quedó tres meses), al hecho de que los palos están torcidos o a que el encargado del terreno no ha puesto suficiente tierra en torno a los hoyos.
He estado jugando al golf durante treinta años. Con trampas, normalmente hago el recorrido en noventa y cinco golpes. No obstante, si mi adversario es suficientemente listo para contar mis golpes, siempre lo hago en ciento uno. Este punto me intriga. Veo a viejos reumáticos en el campo, cuyos huesos castigados por la artritis se oyen crujir desde una distancia considerable, que consiguen normalmente acabar sus partidas en una media de ochenta y tantos golpes.
No creas que no he hecho un curso de lecciones a cinco dólares la media hora. Lo he hecho. He practicado los golpes de salida y el dominio de la pelota en tiros cortos hasta sentirme agotado por completo. En varias ocasiones me han enseñado a cargar mi peso sobre el pie izquierdo, sobre el pie derecho. Me han dicho que me inclinara a la manera de Ben Hogan, que mantuviera la barbilla pegada al hombro izquierdo, que inclinara la cabeza, que encarase la rodilla izquierda con la rodilla derecha. Lo que hace interesantes (y desorientadoras) estas lecciones es que cada profesional posee su propia teoría. No obstante, así que dejo de ponerlas en práctica y me pongo a jugar, mi estilo de juego es siempre el mismo, exactamente igual como antes de desperdiciar los cinco dólares.
Dejando aparte al doctor Eliot y sus metros de libros, yo tengo un montón que tratan del golf. A través de estos ejemplares he recibido las enseñanzas de Henry Cotton, las lecciones de Sam Snead y los consejos de Walter Hagen, de Ben Hogan y de todos los grandes maestros. Tommy Armour, por ejemplo, escribe (con una familiaridad que nadie le ha pedido): «¡Eh, tú! Olvídate de tu mano izquierda. Empuña con fuerza el palo con tu mano derecha y ¡dale fuerte!» MacDonald Smith te aconseja con paciencia: «Balancea el palo y figúrate que allí no hay ninguna pelota». Henry Cotton te asegura que la mano derecha no sirve para nada en el golf. «Imagínate que te has dejado la mano derecha en casa» (Probablemente en el armario). «Limítate a golpear suavemente con la izquierda.» Ernest Jones te dice: «Imagínate que sostienes un cordel muy largo con una piedra atada a la punta y balancéalo de un lado para otro como si se tratase de un péndulo».
El profesional de tu club, que ha nacido en MacKees-Port, Pennsylvania, te dice con marcado acento escocés (que adquirió por veinticinco dólares a un cómico que utilizaba este dialecto) que la mayor dificultad que tienes en tu juego es que no empleas los palos adecuados.
—Todos los palos que uso me los hago yo mismo —se jacta—. Consigo la madera de una especie rara de englantina que únicamente crece en el norte de Escocia. Oiga, amigo —grazna—, cómprese una colección de estos palos con mis hierros especiales en la punta, que forjan para mí en Manchester. Si así lo hace, amigo, rebajará diez golpes en su primera partida antes de que pueda decir Bobby Burns.
A fin de mes descubres también que tu nuevo equipo de golf ha rebajado en quinientos cincuenta dólares tu cuenta corriente.
En resumidas cuentas, es del todo indiferente el lugar donde juegue o el equipo que utilice. Al término de los dieciocho hoyos, mi promedio sigue siendo igualmente de ciento un golpes.
Ahora que estamos hablando del golf, voy a contarte una historia. Se trata de algo que le ocurrió al difunto Jesse Lasky, que en otro tiempo fue presidente de la «Paramount Pictures». A pesar de esto, fue uno de los hombres más amables que he conocido. Hace años estábamos jugando al golf en el club de campo Hillcrest que está muy cerca del club de golf Rancho. En aquellos tiempos no había ninguna forma de impedir que la chusma invadiera tanto el campo de Hillcrest como el campo de Rancho. En algunos hoyos, las pistas respectivas casi estaban unidas. En aquel hoyo concreto, Jesse dio un golpe largo y espléndido. La pelota describió una especie de parábola y, sin que Lasky lo advirtiera, fue a parar al campo de juego de Rancho.
—
Caddie
—dijo Jesse—, ¿qué
club
(palo de golf) he de utilizar en este caso?
El
caddie
, con todo el desprecio propio de un profesional, replicó:
—Señor Lasky, dígame primero a qué club pertenece usted y luego le diré qué
club
ha de utilizar.
PARA DE AGITARTE Y TÍRALO POR LA BORDA
Nunca he sido un individuo apto para vivir sobre las olas del océano. Para empezar, no comprendo la teoría del
mal de mer
o mareo, tal como se lo llama de un modo eufemístico en nuestro país. ¿Cuál es su causa? ¿Consiste en cierta dislocación del oído interno? ¿Provienen las náuseas de los alimentos fritos o de las sandías sin madurar? Todo lo que sé es que esta maldición me ha afligido desde la primera vez que hice flotar un barco en una bañera.
He volado sobre todos los Estados Unidos y sobre toda Europa. Volé en el primer trimotor Ford que atravesaba con inseguridad todo el país. He volado en aparatos de carlinga abierta pertenecientes al ejército y a la armada. Nunca me he mareado. Sin embargo, desde el primer minuto que piso algo que flota sobre el agua, estoy perdido.
Me he mareado en la línea Clyde, que sale de Jacksonville con destino a Nueva York con un cargamento de algodón. Me he mareado también en el
Mauretania
, en el S. S.
París
, en el
Cedric
, en el
Europa
y en el
Albany
, que es un barco nocturno. ¡Ah, qué noche aquella! Con cada camarote te entregaban una chica. Si eras pobre y sólo podías permitirte una pequeña litera superior, te alquilaban una ninfa hasta llegar a Poughkeepsie.