Cuando Marta dejó de hablar, parecía más tranquila. No obstante, el Gobernador, el camarada Dávila, no se deshizo en elogios ni nada parecido. Todo lo que había escuchado lo estimaba interesante. Sin embargo, faltaba a su entender un punto vital: la preparación de la mujer para hacer frente a la vida moderna. En otras palabras, para trabajar fuera de casa, sobre todo en oficinas y despachos. «Estaba esperando —dijo el Gobernador— que tocaras este tema y he visto que no lo hacías. ¿No te parece que, dada la mentalidad del pueblo catalán, eso debe pasar casi a primer término? ¿Te das cuenta de la cantidad de chicas que se emplean en empresas, sobre todo, como mecanógrafas? Eso antes de la guerra no existía. Es una revolución, signo de una mayor vitalidad. Te propongo, pues, que organices clases de mecanografía, taquigrafía, contabilidad, etcétera, y para eso sí que el Gobernador Civil encontrará el dinero donde sea. Eso atraería mucho la atención y la gente vería que hacéis algo “práctico”. Me temo que eso, hacer algo práctico, sea lo único que puede hacerte triunfar en esta tierra. Mucho más que traerte a García Sanchiz».
Marta se quedó pensativa. Lo cierto era que no se le había ocurrido aquello, por suponer que era algo que incumbía a las academias particulares. ¡Claro, la Sección Femenina podía convertirse en la mejor academia, en la más barata y eficiente!
—¡Cuánto te agradezco tu consejo, camarada Dávila! Déjame tomar nota, por favor…
Marta sacó del bolso un bloc y anotó lo dicho. A Mateo le chocó que Marta tuviera necesidad de usar el lápiz. «En fin —pensó—. Cada cual es cada cual».
Antes de levantarse la sesión, Marta exclamó:
—¡Ah, qué suerte tenéis los hombres! Organizar lo vuestro es siempre más fácil.
—Depende —opinó Mateo—. Vosotras sois capaces, a veces, de una mayor generosidad. En Guipúzcoa, durante la guerra, disteis tres millones de centímetros cúbicos de sangre para las transfusiones.
Marta miró a Mateo con ironía.
—Vosotros fuisteis por millares a dar la vida, a dar la sangre toda, y no unos centímetros cúbicos.
A partir de aquí el Gobernador y Mateo colmaron de atenciones a Marta. Le preguntaron por Salazar y por Núñez Maza.
—Salazar me dijo que lo de la gasolina sintética ha resultado una tomadura de pelo. Lo siento. Y Núñez Maza sigue con las mismas, con su obsesión de repoblar forestalmente a España en el plazo de cinco años. En eso supongo que lleva razón.
Mateo admiraba a Marta y se hacía cargo de las dificultades que tendría que vencer para sacar adelante a la Sección Femenina. Además, era testigo de los sinsabores que todo ello le acarreaba a la muchacha en el plano personal. No se atrevió a mencionarlos, pero no hacía falta. El nombre de Ignacio aleteó en el despacho como un moscardón que chocara reiteradamente contra los cristales.
Hubiérase dicho que Marta leía el pensamiento de Mateo, pues lo miró con especial intensidad y le dijo:
—Ayer vi a Pilar. ¡Qué mona está! Está preciosa…
—Sí… —admitió Mateo—. Es verdad —Luego bromeó—: De lo que no estoy seguro es de que sepa coser botones…
Marta bromeó a su vez.
—¡Pregúntaselo a las hermanas Campistol!
Marta actuó con una rapidez y eficiencia dignas de encomio. Rosario, comadrona de la Mutua del Socorro, mujer de treinta y cinco años, soltera, de la que se decía que tenía más fuerza que un boxeador, aceptó el cargo de puericultora a cambio sólo de una modesta gratificación. «Si consigo que las chicas me quieran un poco, me daré por satisfecha».
La camarada Pascual, de Olot, que también rebasaba los treinta y que jamás despertó el menor entusiasmo entre los hombres, aceptó ponerse al frente de la Hermandad de la Ciudad y el Campo, y se mostró dispuesta a trasladarse a vivir a Gerona. No obstante, desde el primer momento quiso dejar bien sentado que, a su juicio, los resultados que podían obtenerse serían menguados. «Conozco las zonas agrícolas —dijo—. Pues bien, considero que pretender llevar a ellas un poco de higiene es empresa bastante más difícil que ganar la guerra».
Chelo Rosselló se encandiló con la idea del Coro y ella misma contrató como director a Quintana, el que lo fue de la
Cobla Gerona
, la cobla que José Alvear asaltó en la Rambla, en 1933, destrozando el trombón. Quintana tenía cincuenta años y había compuesto cincuenta sardanas, aunque sólo había conseguido estrenar una docena.
Ahora vivía de recuerdos, con alguna que otra lágrima. Chelo Rosselló se convirtió para él en el Ángel Anunciador. «Pero ¿es posible que se hayan acordado de mí? ¿Cómo…? ¿Que debo tutearla? ¡De ningún modo! ¿No comprende usted que me ha salvado? ¡Sí, sí, me ha salvado! ¡Ustedes me han salvado!».
También Gracia Andújar pegó un brinco alegre al enterarse de lo de las Danzas. Era ágil, estilizada. Su padre, el doctor Andújar, le advirtió: «De todos modos, no comprendo que a tu edad puedas ser instructora. Soy partidario de la juventud; pero sin exagerar… Además —añadió— no olvides que por las tardes te necesito en mi consulta. Lo primero es lo primero».
Quedaron pendientes de resolución muchas cosas, entre ellas las clases de mecanografía, la sección de deportes, etcétera. Pero todo iría haciéndose, poco a poco, pese a la opinión de Esther, quien afirmaba, parodiando lo que Ignacio le dijera en cierta ocasión a Pilar, que en Cataluña las mujeres habían nacido para cultivar rosas y no para lanzar flechas.
Pilar, dolida porque, por el hecho de casarse, Marta la borraba prácticamente de la lista (Marta le dijo: «No seas boba. Tendrás otras obligaciones, ya lo verás»), sostuvo con su «futura cuñada», según costumbre, una larga conversación, durante la cual empezaron hablando de las consignas de Madrid y acabaron, también según costumbre, hablando de amor.
Pero esta vez no se refirieron sólo a Mateo y a Ignacio sino también al hermano de Marta, a José Luis.
—¿Sabes lo que me ha dicho María Victoria en la Delegación Nacional? Que se está cansando de mi hermano. Que es demasiado serio. Ya sabes lo que le gusta a María Victoria chunguearse. Pues, por lo visto, José Luis en las cartas no le habla más que de sus trabajos en Auditoría… y de su dichoso Satanás. Claro, es lógico que una mujer desee que la halaguen un poco, que le hablen de otras cosas.
Marta, al advertir la expresión de Pilar, añadió, sonriendo con tristeza:
—Sé lo que estás pensando… Aceptado. Yo soy también Martínez de Soria. Sí, reconozco que actúo peor aún que mi hermano…
Pilar quería tanto a Marta que, a riesgo de lastimarla, estuvo a punto de hablarle de Ana María… Pero a lo último hizo marcha atrás y se limitó a decirle más o menos lo de siempre: que Ignacio necesitaba también, como María Victoria, que lo halagasen, que se ocupasen estrictamente de él, «sobre todo en ese trance crucial que el muchacho estaba viviendo y en que podía decidirse su futuro».
—Corréis el peligro de echar a perder uno y otro algo que podía ser muy hermoso. Ignacio te necesita, Marta… Le ocurre algo, no sé exactamente qué. ¡Bueno, sí lo sé! Piensa demasiado… Se le están derrumbando creencias que hasta ahora lo sostenían. Y tú debes ser su apoyo. Eres la única persona que puede influir en él, si obras con tacto y con cariño. Sobre todo esto último, Marta, es primordial. El cariño es la única arma contra la que Ignacio no puede luchar…
Marta asintió. ¡Estaba todo tan claro! Pero era tonta de capirote. Amaba a Ignacio con todo su corazón, pero fallaba lastimosamente en los pequeños detalles. Aunque era preciso reconocer que el chico no era nada fácil. En cuanto a ayudarlo en eso que se le estaba derrumbando, el problema era serio. «No creo que a base de cariño logre convencerlo de que el maná fue un alimento bajado del cielo y que el Papa es infalible».
—Además —continuó Marta—, los hombres son como son. Tú has tenido una suerte inmensa con Mateo; a veces me pregunto si no lo habrás hipnotizado. Pero fíjate en José Luis. ¿Hubieras imaginado nunca que, teniendo a María Victoria, perdiera los sesos por tu prima?
Pilar, al oír esto, olvidó el resto y puso una cara al borde del colapso.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo que oyes… Está loco por ella. No se atreve a acompañarla… porque no, claro. Y además porque la chica sale con ese futbolista, con Pachín. Pero no exageraré si te digo que nunca mi hermano había gastado tanto masaje y tanta agua de colonia como desde que Paz está en el mostrador de Perfumería Diana.
Pilar estaba tan irritada, que no acertaba a hablar. ¡José Luis! ¡Vieja guardia de Falange, oficial del Ejército, hermano de Marta!
—Pero ¿qué tendrá esa mujer, Marta, qué tendrá?
Marta se acarició el flequillo, que tanto gustaba a Ignacio.
—Que es muy guapa, Pilar… No les des más vueltas. Y los hombres, ya sabes, son así.
La Cuaresma había llegado. Cuarenta días de penitencia, en recuerdo de los cuarenta días que Jesús permaneció en el desierto haciendo oración. El doctor Gregorio Lascasas se preparó a conciencia para vivirla con todo rigor y para hacerla vivir a sus fieles. No podía olvidar las palabras de Jesús: «Apacienta a tus ovejas». Y aquellas otras: «…yo iré delante de vosotros por los caminos de Galilea».
El doctor Gregorio Lascasas debía ir delante. Se preparó por medio del ayuno y de la meditación. A lo largo de dos semanas se sometió a un régimen severísimo, renunciando a todo aquello que complaciera a su paladar, y meditó especialmente los pasajes evangélicos en torno a la destrucción de Jerusalén por culpa del pecado y en torno a la negación de Pedro: «Y yo os aseguro con toda verdad que esta misma noche, antes que cante el gallo, me has de negar tres veces».
El doctor Gregorio Lascasas redactó para Gerona y provincia un programa tan perfecto y concreto como el de Marta en la Sección Femenina. Tratábase de crear un clima; y habían de crearlo, con ayuda de las autoridades, los sacerdotes. En las instrucciones que envió a éstos les recomendaba con insistencia que en sus pláticas a los fieles tuvieran en cuenta los conceptos que habían constituido el meollo de su personal e introversa reflexión: Jerusalén seria destruida; y el que se creyera santo, negaría a Jesús.
Todo quedó listo, pues, para que aquellos cuarenta días fueran por partida doble una manifestación de fe y una manifestación de temor. El Carnaval, «costumbre pagana», había sido efectivamente prohibido en España. En Gerona se celebrarían por doquier ejercicios espirituales: en las iglesias, para hombres y para mujeres; en los cuarteles, para los soldados; en la Biblioteca Provincial, para los maestros de escuela… Al efecto llegarían treinta predicadores a la ciudad, y en todas las calles y suburbios se instalarían altavoces para que la voz de Dios fuera oída por los transeúntes. En los bares y cafés quedarían prohibidas las radios y se aconsejaría a todo el mundo que, sin abandonar sus actividades, se comportaran con modestia y discreción. Eloy, la mascota del Gerona Club de Fútbol, pasó un gran susto porque temió que se suspendieran los partidos, pero su temor resultó injustificado. La Andaluza exclamó: «¡Estoy viendo que me obligarán a cerrar!». Tampoco. Aunque sus pupilas se pasarían muchas horas con la baraja en las manos, haciendo solitarios… En resumen, el obispo dominó la situación, pasando el general, voluntariamente, a segundo término.
La Cuaresma se inició con la imposición de la ceniza en las frentes de los fieles. La ceremonia tuvo lugar el miércoles y simbolizaba que el hombre procedía del polvo y que polvo volvería a ser. La mitad lo menos de las frentes de Gerona quedaron marcadas con una cruz de color grisáceo, que era como el tatuaje de la humildad. Hubo quien se negó a someterse al rito; entre éstos, el anestesista Carreras.
Pronto se vio que las instrucciones emanadas del palacio episcopal eran cumplidas al pie de la letra. Las iglesias se llenaron a rebosar. El tono de las pláticas concordaba mejor con el
Sermón Escatológico
que con el
Cantar de los Cantares
. Los vocablos más usados eran «justicia», «omnipotencia», «pecado mortal», «juicio», «muerte» y, por supuesto, «infierno». Eran relatos mucho más tétricos que los que Alfonso Estrada improvisaba en la Delegación de Abastecimientos hablando con Pilar.
Tales relatos intentaban convencer a todos los asistentes de que eran reos de prevaricación. El argumento era obvio: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». ¿Podía alguien ufanarse, en el claustro de la conciencia, de no haber hecho sangrar, un día u otro, con una punzante espina, la frente de Jesús?
El contagio colectivo se operó con sorprendente facilidad. Y a tenor de este contagio se produjeron en la ciudad dos acontecimientos importantes. Uno de ellos, el
Vía crucis
general por las calles de la ciudad; el otro, el que tuvo lugar en el patio de la cárcel.
El primero lo presidió el señor obispo en persona, y los múltiples altavoces, muchos de ellos ocultos entre los árboles, contribuyeron a realzar su patetismo. Calculábanse en unas cinco mil personas las que tomaron parte en aquel acto de expiación, presidido por el general Sánchez Bravo, por el Gobernador y por «La Voz de Alerta», los cuales, al término de cada estación, eran los primeros en hincar la rodilla.
Las gentes que presenciaban desde los balcones el paso de la comitiva estaban, por lo común, sobrecogidas. Carmen Elgazu, que debido a su convalecencia era una de ellas, iba rezando los misterios de gozo, lo que Ignacio estimó una incongruencia. Por su parte, Manolo y Esther, que habían invitado al doctor Chaos porque su causticidad les divertía, estaban tan bien situados en su balcón al final de la Rambla, que la perspectiva que se les ofreció era incomparable.
Esther, ante aquel alud humano, comentó:
—Qué fácil es, en las ciudades pequeñas, crear un clima de este tipo… Al obispo le basta con apretar un botón, y ya está.
Esther era muy creyente —probablemente, mucho más que el general—, pero aquella aparatosidad la sacaba de quicio.
Manolo comentó a su vez:
—Lo malo que tiene Gerona es eso. Prefiere lo fúnebre a lo triste. A mí me gustan los cantos espirituales de los negros; pero los gerundenses se inclinan por el «Dies irae».
El doctor Chaos había conseguido, como siempre, que Goering, su hermoso perro, se quedase quieto a sus pies.
—Todo esto es malsano —juzgó el doctor—. E invita a la hipocresía. Fijaos en esos soldados que marcan el paso a ambos lados de la cruz. ¿Se sienten, de verdad, «reos de prevaricación»? Están esperando llegar al cuartel para contar chistes verdes, como esos que le gustan a doña Cecilia… Y en cuanto a las personas que sollozan sinceramente, peor aún. Se llenan de complejos de culpabilidad. Para no hablar de los críos. La religión, puesto que tanta gente la necesita aún, debería quedarse en los templos, como sucede en otros países, pero no invadir como aquí las calles y las terrazas de los cafés.