—¿Así, pues, acordamos proseguir la lucha?
—¡Cómo! —exclamó Mateo—. ¡Más que nunca! Cara al sol, con la camisa nueva…
El camarada Dávila se levantó.
—Está visto que no tenemos remedio…
Mateo, que permaneció sentado, concluyó:
—De todos modos, es verdaderamente una lástima que no podamos llamar a José Antonio por teléfono…
Ocurrieron tantas cosas antes que el calendario indicara la llegada oficial del verano, que para dar cumplida noticia de ellas
Amanecer
hubiera debido doblar el número de sus páginas. Algo rigurosamente imposible, por cuanto cada día el papel escaseaba más y era de peor calidad, hasta el punto de hacerse difícil la lectura del periódico. «La Voz de Alerta» se desesperaba por ello, pues opinaba que un periódico mal impreso influía negativamente sobre la moral de los lectores, dándoles una desagradable sensación de pobreza.
Sin embargo, los gerundenses fueron enterándose, de uno u otro modo, de todo cuanto ocurría en los ámbitos local, nacional e internacional. Puesto que cada mañana un rayo podía bajar del cielo y alterar la marcha del mundo, la curiosidad se mantenía viva, excepto para quienes, como el pintor Ceferino Borrás, o como el anestesista Carreras, de la Clínica Chaos, habían polarizado sus energías hacia objetivos profesionales o íntimos muy concretos y restringidos.
Gerona se enteró de la breve visita que efectuaron a la ciudad las cincuenta muchachas de las Juventudes Hitlerianas, llegadas a España por invitación especial de la Sección Femenina. Su aspecto, potente y saludable, llamó la atención y no dejó de arrancar muy diversos comentarios. Marta se desvivió por atenderlas, obsequiándolas con la proyección, en el Teatro Municipal, de varios documentales sobre la reconstrucción de carreteras, seguidos de una sesión de danzas folklóricas bajo la dirección del maestro Quintana, director de la
Cobla Gerona
. También en el Ayuntamiento se celebró una recepción en su honor y se organizaron varias excursiones a los lugares típicos, con explicaciones entresacadas de los artículos de mosén Alberto.
El cónsul alemán, Paúl Günther, hizo las veces de intérprete y no era raro que mientras hablaba asomara en los labios de las muchachas alemanas una sonrisa un poco irónica.
Por supuesto, a Marta no dejó de causarle desagrado el aire de superioridad que presidió el comportamiento de aquellas camaradas nacionalsocialistas, desagrado que por otra parte Marta había experimentado ya cuando estuvo en Berlín y fue invitada a saludar brazo en alto la estatua del Hombre Alemán desnudo. No obstante, era difícil sustraerse a la impresión de fuerza que emanaba de aquellas criaturas pertenecientes a la casta nórdica de que Himmler hablaba como un místico. Por lo que Marta le dijo a José Luis, su hermano: «Realmente, desde el punto de vista físico nuestra raza a su lado es inferior. La camarada Pascual, de Olot, que anda por los pueblos predicando la higiene, se ha quedado con la boca abierta». Un dato parecía revelador: lo primero que las cincuenta muchachas pidieron al llegar a Gerona fue ducharse y luego cada una de ellas exprimió tres limones y se tomó el jugo.
El 12 de mayo, la casta nórdica dio otra sorpresa a los gerundenses: Rodolfo Hess, lugarteniente de Hitler, y del que se había rumoreado que era el presunto sucesor del Führer en la jefatura del III Reich, se fugó de Alemania por vía aérea y se lanzó en paracaídas cerca de la localidad de Glasgow, en Escocia. En un principio nadie dio crédito a la noticia. Pero pronto las autoridades inglesas la confirmaron plenamente. El aparato era un Messerschsmidt 110, que se estrelló contra el suelo, y el fugitivo era realmente Rodolfo Hess, partidario, al parecer, de que su país llegara a una inteligencia con Inglaterra.
La explicación que dio Berlín no convenció a nadie: Rodolfo Hess padecía desde hacía tiempo de una enfermedad mental, lo que se había mantenido oculto por inexcusable prudencia. El caso es que el hecho produjo el mayor estupor. Manolo y Esther exageraron su trascendencia. Creyeron que aquello significaba que algo ignorado y profundo fallaba en la máquina germánica. «¿Y si Hess había sido enviado en misión especial…?». Por desgracia, el cónsul británico, Mr. Edward Collins, continuó sonriendo al salir del hotel, pero sonriendo como de costumbre, no de otra manera. Así, pues, la anécdota tenía intrínsecamente su importancia, pero no influiría para nada en el futuro de la guerra. Demostraba, eso sí, que también en «las altas esferas» de Alemania podían producirse fisuras. El profesor Civil comentó: «Si Hess está en su sano juicio, su decisión es grave; y si realmente está loco, peor aún. Porque ¿qué jefe de Estado nombra a un loco su hombre de confianza?».
Poco después, el acorazado alemán Bismarck, el que había hundido recientemente al crucero inglés Hood, fue acorralado y puesto fuera de combate por la flota británica.
La represalia no se había hecho esperar. Otro golpe para el prestigio de Alemania. «¿Y pues? —se chanceó el madrileño Herreros, en la barbería Dámaso—. ¿Es que el capitán del Bismarck se había fugado también a Inglaterra y había facilitado a la Marina inglesa los informes necesarios?». Silvia, la manicura de las piernas muy juntas, preguntó, mientras le cortaba las uñas a Padrosa: «¿Tenemos en España algún acorazado como ese Bismarck?». Padrosa replicó: «Ni soñarlo, reina. Pero si accedes a casarte conmigo, encargaré uno para ti».
No, el curso de los acontecimientos seguiría marcando un rumbo cíclico. Ahí acabaron, por el momento, las noticias adversas a Alemania. El 21 de mayo el ejército del Führer, en una gigantesca ampliación del aterrizaje efectuado por Rodolfo Hess, dejó caer millares de paracaidistas sobre la isla de Creta y la conquistó en pocas semanas, obligando a los ingleses a refugiarse en África. La operación fue un prodigio de estrategia y aun de elegancia. Por lo menos, ésa fue la opinión del general Sánchez Bravo. «Fíjense ustedes —les dijo éste a los capitanes Arias y Sandoval, frente a un mapa de la isla griega—. En Noruega, Hitler empleó la primera arma secreta: los paracaidistas; en Creta, la segunda: los planeadores. Cada Junker llevaba enganchados en la cola tres planeadores, cuyos soldados ocupantes se dejaban caer en el momento oportuno sobre el punto previamente señalado. ¡Y los ingleses, con la boca abierta! Natural… En resumen, señores, otro Dunkerque para Su Majestad el rey. Y van tres».
Pero no todo paraba ahí. También en la costa mediterránea de África el ejército de Hitler asombró al mundo, gracias al general Rommel, quien justificó con creces la aureola que empezaba a rodear su nombre. En efecto, el general Rommel había sido enviado allí, al mando del que fue llamado
África Korps
, para salvar, al igual que en Albania y en Grecia, el prestigio del
Imperium Romanum
—expresión grata al conde Ciano—, que no conseguía, pese al ardor que ponía en la lucha el legionario Salvatore, avanzar un palmo. Los ingleses les habían ganado en el desierto la batalla a los italianos merced, según noticias, al audaz empleo de los tanques, los cuales, en contra del parecer de muchos técnicos, demostraron poder maniobrar perfectamente bajo las temperaturas africanas. Pues bien, Rommel les respondió con la misma moneda. En poco tiempo sus vehículos motorizados se infiltraron setecientos quilómetros hacia el Este, venciendo por otro lado reiteradas tempestades de arena. Conquistó Mará el Bregha y más tarde Agedabia y Benghasi. ¡Benghasi…! El desconcierto del general Wawell, proclamado héroe en Inglaterra por su victoria sobre los italianos, no tenía límites. Y menos los tuvo cuando se supo que las unidades utilizadas por Rommel habían sido en realidad escasas, puesto que la mitad de ellas lo menos eran simples automóviles corrientes, sobre los que el general alemán había hecho montar unos caparazones de cartón piedra que les daba apariencia de tanques, estratagema que engañó a los aviadores de reconocimiento ingleses. El general Wawell se sintió humillado, pero retrocedió todavía más…
Retrocedió otros trescientos quilómetros, hasta el fuerte de Mechilli, donde Rommel se apoderó de un inmenso botín, que le permitió cercar a Tobruk, apoderarse de Bardia y cruzar la frontera egipcia por Sollum.
La hazaña era única. El nombre de Rommel se convirtió en leyenda en los países beligerantes. Ni siquiera las radios inglesas regatearon elogios al general alemán, y los corresponsales de Prensa escribían: «Rommel volaba en autogiro delante de sus columnas. Aterrizaba, daba las órdenes pertinentes. Volvía al buen camino los vehículos despistados, impeliendo a todos a avanzar lo más rápidamente posible. Cuando soplaba el terrible viento llamado
khamsin
, algunos soldados se protegían con la máscara antigás, pese a lo cual vomitaban. La luz en el desierto era amarillenta, espectral, sustituyendo a la luz del día. Y Rommel seguía avanzando».
Puede decirse que, en los mismísimos colegios gerundenses, durante aquellas semanas se hablaba de Rommel como durante un tiempo en los colegios rusos se había hablado del Campesino, «el héroe español». Tal vez ello se debiera a la seducción del lugar de operaciones: el desierto, nombre siempre fascinante, que evocaba en los chiquillos imágenes de camellos, de dunas y beduinos. Miguel Rosselló, que sabía calibrar las dificultades de accionar según en qué terrenos vehículos motorizados, hizo en
Amanecer
un canto de alabanza a Rommel. Miguel Rosselló estaba convencido de que el general inglés Wawell retrocedería hasta el Canal de Suez, por lo que tituló su artículo
La huida de Egipto
, ironía que obtuvo general aceptación.
Entretanto, en el ámbito nacional se ganaban también algunas batallas. El 8 de junio se firmó en Madrid un acuerdo entre el Gobierno español y la Santa Sede. Firmaron por España el Ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer, y por el Vaticano monseñor Cicognani, nuncio de Su Santidad. En dicho acuerdo quedó fijado, entre otras cosas, el procedimiento a seguir para el nombramiento de arzobispos, obispos, administradores apostólicos con carácter permanente, etcétera. El comunicado oficial daba cuenta de que se trataba de la negociación previa para llegar a la firma de un nuevo Concordato, en espera del cual «la religión exclusiva de la nación española debería ser la católica, apostólica y romana».
El obispo de Gerona, doctor Gregorio Lascasas, experimentó, a la vista de este acuerdo, una de las mayores alegrías desde la terminación de la guerra civil, puesto que con él quedaba reforzada al máximo la autoridad de los prelados españoles. Se expansionó en este sentido con Agustín Lago, a quien llamaba lo menos una vez al mes para estar al corriente de la marcha de las escuelas.
—Estamos de enhorabuena, hijo mío… ¡Pronto, un nuevo Concordato! Bien sabe usted que lo más importante para España es esto: impedir la introducción de creencias no católicas. Y he ahí que, dadas las características de los países beligerantes en esta guerra, nos exponíamos a que, fuese quien fuese el vencedor, intentara implantar aquí nuevas doctrinas. ¡Ahora los obispos españoles dispondremos de fuerza jurídica para oponernos a ello!; además de la que sin duda volvería a prestarnos el Ejército. Eso es importante. En confianza le diré, querido amigo Agustín Lago, que las monjitas del Palacio me han servido, a la hora del almuerzo, una copita de champaña…
Agustín Lago quedó un tanto desconcertado. La monolítica fe del doctor Gregorio Lascasas era, ciertamente, una garantía de incorruptibilidad; pero en cierto sentido contrastaba con los postulados de ecumenismo y de libertad personal que defendía básicamente el Opus Dei. Ahora bien, había algo que no admitía dudas: el doctor Gregorio Lascasas estaría dispuesto al martirio, en cualquier instante, para defender su postura. Ello, en todo caso, inspiraba un gran respeto.
—Señor obispo —acertó a contestar Agustín Lago, con su característica discreción—, yo también me he alegrado mucho con la noticia de ese acuerdo. Lástima que en mi pensión no haya monjitas a las que pedirles también una copita de champaña…
El doctor Gregorio Lascasas se rió, mientras se levantaba y se dirigía al ventanal para mirar al exterior, a la maravillosa plaza de los Apóstoles, que daba entrada a la Catedral.
De pronto el señor obispo se volvió hacia su interlocutor y le dijo, con acento rotundo:
—¿Me permite usted una pregunta, amigo mío?
Agustín Lago contestó:
—No faltaría más…
—¿Quién es su director espiritual?
Agustín Lago titubeó un instante. Luego respondió:
—Mi director espiritual es el Nuevo Testamento.
El señor obispo… ¡tosió! Continuaba con su bronquitis crónica, pese a que el sol bañaba a raudales la plaza de los Apóstoles.
—Pero ¿no es el padre Forteza?
—Pues… no. El padre Forteza es, simplemente, mi confesor.
El doctor Gregorio Lascasas guardó silencio. Parecía un tanto aturdido.
—De todos modos, admira usted mucho a la Compañía de Jesús, ¿no es cierto?
Agustín Lago tuvo una expresión de sorpresa.
—¡Claro! Muchísimo…
—¿Y no cree usted —prosiguió el señor obispo—, que el Opus Dei puede significar para ella, a largo plazo, lo que Rommel ha significado para el general inglés Wawell?
La manga flotante de Agustín Lago se cayó a su izquierda.
—Perdone, señor obispo, pero no entiendo lo que quiere usted decir…
El obispo miró con fijeza a su feligrés. Agustín Lago le sostuvo la mirada.
—Es muy sencillo… Desde nuestro primer encuentro me he informado más a fondo sobre el Opus Dei. ¿Sabe usted? También los obispos hemos de tener nuestros aviones de reconocimiento… Pues bien, he sacado la impresión de que ustedes pretenden ejercer un tipo de apostolado más moderno que la Compañía de Jesús… Sí, ese apostolado ejercicio desde la profesión, ¡y sin llevar sotana!, podría muy bien responder a las necesidades de los tiempos… ¿Comprende ahora lo que quiero decir?
Agustín Lago se sentía incómodo, sentado en el sofá, mientras el doctor Gregorio Lascasas estaba de pie. Intentó levantarse, pero el señor obispo, con su corpachón, le indicó que no se moviera. Entonces el militante del Opus Dei contestó, con acento seguro:
—Si su Excelencia me permite…, le diré que no veo la menor incompatibilidad. Mi opinión es que hay trabajo para todos. Cierto que el propósito de nuestro fundador, el padre Escrivá, difiere del de la Compañía de Jesús; pero ello es natural. Y por descontado, nunca supliremos a los jesuitas en una serie de campos en los que ellos llevan siglos de experiencia…