Ha estallado la paz (95 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Entonces volvía a sentir la tentación de dedicarse a los pobres, de irse a un suburbio y de dar de comer a la gente y enseñarla a leer y a multiplicar… como hacía César.

Ahora bien, ¿no eran, en cierto sentido, igualmente pobres cuantos acudían a consultarle? ¿No necesitaban resolver sus dudas tanto como los estómagos necesitaban comer?

—Bien, bien… Vamos a proceder por orden. Primero, lavarme estos calcetines. Luego, cumplir lo que le prometí a Pablito: apretarme un poco más el cilicio…

El mes de abril dio la razón al padre Forteza… y a Hitler: la situación dio un viraje de noventa grados.

En poco más de tres semanas las tropas del Führer obligaron a los ingleses a retirarse del sudeste europeo. Un nuevo Dunkerque… Soldados alemanes, entre los que figuraba el comandante Plabb, forzaron el paso de las Termópilas, se derramaron por la llanura de Tesalia, ocuparon Atenas y clavaron la cruz gamada en la cumbre del monte Olimpo. Mientras, en el mar, el acorazado Bismark hundía al crucero inglés Hood, el buque de guerra más grande del mundo…

Entonces dejó de opinar el padre Forteza y opinó el general Sánchez Bravo. El general Sánchez Bravo dijo simplemente: «El ejército alemán ha demostrado una cosa: que es invencible».

Se lo dijo al coronel Romero, a los capitanes Arias y Sandoval, a doña Cecilia, a Nebulosa y por último a su propio hijo, el capitán Sánchez Bravo, de quien el general no tenía de un tiempo a esta parte la menor queja.

El capitán Sánchez Bravo asintió con la cabeza:

—Es cierto, papá…

Y advirtiendo que éste ofrecía un aspecto eufórico, el capitán se preguntó si no sería el momento de soltar algo que le quemaba la lengua desde hacía unas semanas. Miró al general y le dijo:

—Hablando de otra cosa… ¿Por qué demoras tanto la construcción de los nuevos cuarteles? ¿No crees que esa nueva Sociedad,
Emer
, podría encargarse de ello? Su director-gerente es el hijo del profesor Civil…

El general Sánchez Bravo contestó:

—Lo estoy pensando, desde luego.
Emer
se ha presentado a la subasta. Construye un poco más caro que esos diputados izquierdistas con los que andabas liado, pero parece que trabajan con honestidad.

—¡Bueno! —comentó el capitán, alzando con estudiada displicencia los hombros—. No sé hasta qué punto hay alguien que trabaje hoy con honestidad…

—¿Por qué no ha de haberlo? —protestó el general—. ¿O es que crees que toda España se ha contagiado de la corrupción de los banqueros de Wall Street?

—Toda España, no; pero ya sabes… De todos modos, el hijo del profesor Civil tiene un dato a su favor: en Barcelona, en su Academia de Idiomas, se negó rotundamente a enseñar inglés.

—¿Hablas en serio?

—Me lo dijo su padre, el profesor.

El general bamboleó la cabeza.

—¡Pues mira por dónde es un detalle que no está mal!

Capítulo LIII

Los días se alargaban. La luz diurna se resistía a desaparecer, como los griegos habían resistido a la invasión alemana, hasta el punto que algunos soldados, antes que rendirse, se habían suicidado tirándose al mar desde lo alto de una roca, envueltos en la bandera nacional.

Era la primavera. Una primavera que se anunciaba espléndida. Los gerundenses, después del duro invierno, comprobaban con alegría que el sol empezaba a resbalarles con fuerza sobre la piel. Mosén Alberto, en una de sus «Alabanzas al Creador», recordó a sus conciudadanos que, en la visión romana, el animal que simbolizaba el invierno era el lobo y que por ello, al llegar la primavera, en muchos pueblos de la montaña los pastores simulaban entrar en una cueva y matar a dicho animal, símbolo de que sus ovejas estarían a salvo.

Mosén Alberto no había escrito este comentario porque sí. Había advertido que lo que más gustaba a los lectores era que les hablara de temas históricos-costumbristas.

Sobre todo a los lectores de edad madura. Y es que la gente un poco mayor echaba de menos muchas cosas de antaño, que con la guerra civil se habían perdido. La frase «recuerdo que antes de la guerra…», adquiría muchas veces, al margen de lo político, un significado de nostalgia.

En aquella primavera, cuyos acontecimientos a escala mundial no pudieron impedir que la vida minuciosa y cotidiana prosiguiese, mosén Alberto se situó, gracias a
Amanecer
, en un primer plano, porque, basándose en las excursiones domingueras que las familias empezaron a organizar a las ermitas y a las montañas —por cierto, que por fin
Cacerola
consiguió que Ignacio se decidiera a oxigenarse y a salir de la ciudad—, el sacerdote optó por publicar en su Sección sistemáticos comentarios sobre las comarcas visitadas y sobre Cataluña en general. Su éxito lo resarció en parte del sacrificio que suponía para él tener que celebrar la misa de los cazadores a las cuatro de la madrugada, hora que el sacerdote, con vigoroso acento humorístico, seguía calificando de «inmoral».

Gracias, pues, a la erudición de mosén Alberto, súpose en Gerona que, en otros tiempos, en las poblaciones amuralladas era costumbre, llegado el primer día de Cuaresma, cerrar con una sábana las puertas de entrada a la ciudad, considerándose pecadores a los que en aquel momento se encontraban en el exterior. Al efecto, mujeres vestidas de brujas y con la cara arrugada se situaban en dichas puertas y, en cuanto veían regresar a uno de dichos pecadores, al tiempo que levantaban la sábana para dejarlo pasar, lo imprecaban con palabras durísimas y con maldiciones.

Mosén Alberto habló también de la ceremonia según la cual en las ermitas en que había una imagen de la Virgen, si ocurría que en un determinado día festivo ésta no recibía ninguna visita, los pájaros del lugar reemplazaban a los hombres y se las ingeniaban para entrar en la capilla y cantarle dulces cánticos a María. Tal leyenda entusiasmó al señor obispo. El doctor Gregorio Lascasas, en un alarde de humildad, comentó: «Nunca, en Aragón, había oído nada tan bonito…»

También llamó la atención el comentario referente al Domingo de Pascua. En Gerona acababa de celebrarse sin ningún rasgo especia!, aparte de la alegría callejera y las «monas» y los «huevos» en las pastelerías. Pero, al parecer en otros tiempos era costumbre, además de eso, balancearse y mecerse a lo largo de la jornada… Según mosén Alberto, durante mucho tiempo, el día de la Resurrección del Señor los excursionistas ataban cuerdas en los árboles y se balanceaban en ellas; había cola en los columpios; los abuelos mecían a sus nietos en las rodillas; las jóvenes mamás mecían a sus bebés en la cuna, con mucha más pasión que en el resto del año. Al parecer se concedía a esta ceremonia un valor mágico de fecundación. El balanceo favorecía y aceleraba la germinación y el crecimiento de las plantas y de los frutos.

También, gracias a mosén Alberto, la primavera en el mar tuvo su comentario en
Amanecer
. Según el sacerdote, antiguamente, llegado el mes de mayo, los pescadores en el litoral remendaban sus redes preparándose para la nueva campaña y las teñían con colores vistosos, al tiempo que silbaban melodías distintas según el color, pues cada uno tenía su significado y su virtud. Asimismo, en las romerías marineras de la época era costumbre habitual romper alguna vasija o plato utilizado en la comida al aire libre y enterrarlo luego, con la esperanza de reencontrar los pedazos al año siguiente. Este detalle llamó la especial atención de
Cacerola
, el cocinero, quien, en presencia de Ignacio, el día en que ambos subieron a Rocacorba, después del almuerzo quebró por la mitad y enterró a los pies de un arbusto la tosca vajilla que habían llevado consigo, lo que dio lugar a que el bonachón inspector de la
Fiscalía de Tasas
, romántico y enamoradizo, preguntara después de hacerlo: «De todos modos ¿tú crees que el año próximo estaré yo aquí todavía?».

Ignacio no dejaba de enviar ninguno de esos recortes de
Amanecer
a Ana María, pues sabía que con ello haría las delicias de la muchacha. Y acertaba. Ana María devoraba los artículos de mosén Alberto y en sus cartas se las ingeniaba para relacionarlos con su amor, amor según ella más potente que el sol, puesto que no se limitaba a resbalarle sobre la piel.

«Sí, Ignacio. Me gusta que te vayas de excursión con tu amigo
Cacerola
. La primavera… es eso: la primavera. Barcelona se ha transformado también. Los jardines han florecido y la gente sonríe por las calles. En cuanto a mí, lo que son las cosas: me ha dado por columpiarme, como hacían los antiguos gerundenses. Y también he sentido deseos, vivos deseos, de mecer lo antes posible, en alguna hermosa cuna, a un hermoso bebé. ¡Y de teñir de color de rosa, como hacían los marineros, la red con que te tengo aprisionado!»

Resultó chocante que esas cartas de Ana María y los artículos de mosén Alberto impresionaran tanto a Ignacio.
Cacerola
le decía: «Es la montaña. ¿Te das cuenta? Tenía yo razón». Tal vez sí… Ignacio, en la ciudad, veía al pueblo catalán sometido a concupiscencias como cualquier otro pueblo; pero, en esas salidas, al contemplar las colinas y los prados salpicados de aldeas y de riachuelos, tuvo la sensación de que había allí una verdad superior a Sarró y Compañía y a los trapicheos con el volframio y el algodón. Y de que, en efecto, Carlota tenía razón cuando le decía a Esther que la raza catalana era muy antigua, de mucha tradición y el fino producto de una cultura ascendente. Jaime, el librero, al tiempo que sacaba cinco gruesos volúmenes de historia que tenía escondidos debajo del mostrador, le dijo: «No te equivocas, Ignacio. Y si quieres convencerte de ello, llévate estos libros… Te los envolveré, por si te tropiezas con el comisario Diéguez y el gachó, como diría tu padre, está de mal humor. Y como siempre, me los vas pagando a plazos, cuando quieras…»

Primavera y amor… De acuerdo con lo previsto, se casaron Jorge de Batlle y Chelo Rosselló. El doctor Andújar le dio el último empujón al muchacho, convenciéndolo de que necesitaba además de una esposa que lo cuidara, tener hijos, que le darían la sensación de que no todo había terminado.

—Dios le ha puesto en su camino a Chelo, que, además de ser inteligente, es muy buena. Hágame caso. Créame…

—Sí, doctor…

—¡Hala, pues!, a arreglar los papeles… y al altar.

Dicho y hecho. El hermano de Chelo, Miguel Rosselló, se quedó estupefacto y objetó algo absurdo: «¿Qué haré yo solo en el piso?». «¡Cásate también», contestó Chelo.

Las chicas de la Sección Femenina se afanaron para hacerle a Chelo Rosselló el traje de novia, traje parecido, en cierto modo, al que su hermana Antonia, ya en el noviciado, llevaría el día que hiciera los votos.

La boda se celebró en la iglesia de San Félix. Hubo muchos lirios y muchas luces en el altar; pero no banquete, dada la situación del doctor Rosselló y a causa del uniforme listado que éste llevaba en el Penal.

Prodújose, al salir de la iglesia, un detalle emotivo parecido al de la boda de «La Voz de Alerta» y Carlota; los novios se dirigieron al cementerio, a depositar el ramo en el panteón de los padres y de los hermanos de Jorge, asesinados por Cosme Vila.

El viaje de boda de la joven pareja fue modesto. Jorge, pese a sus exclamaciones de «¡quiero vivir!», no estaba en condiciones de recorrer monasterios, de irse a Pamplona o al castillo de Javier. Se compraron un Citroën de segunda mano y visitaron algunos lugares de la provincia: la Costa Brava, el lago de Bañolas, los balnearios de Caldas de Malavella…

Resultó que por todas partes Jorge poseía masías y hectáreas de terreno. Jorge, de repente, detenía el coche y, señalando una casa de payés, una era y unos árboles, le decía a Chelo: «Esto es nuestro». O bien: «¿Ves aquella familia? Son colonos nuestros».

Colonos que, si reconocían «al hijo de don Jorge», acudían a saludarlo, gorra en mano.

Chelo pensaba: «¿Qué vamos a hacer con tanto dinero?». Ella hubiera preferido ser pobre, pero tener la seguridad de que Jorge no volvería a padecer ninguna otra crisis como la que había pasado.

—¿Estás contento, Jorge?

—Lo estoy. Gracias a ti y al doctor Andújar…

—Además, piensa en los hijos… Serán un gran estímulo, ¿no crees?

—Es posible. Pero me da miedo que salga alguno con defectos.

—¿Por qué dices eso?

—¡He sufrido tanto!

—Ya lo sé, querido. Pero ahora empezamos una vida nueva.

Al regreso de su corto periplo se instalaron en un piso de la calle de Ciudadanos y lo primero que Jorge encargó para decorarlo fue una reproducción del árbol genealógico de la familia, que el Responsable había destrozado un día.

—Las armaduras no, por favor… —suplicó Chelo.

—Claro que no, mujer…

El doctor Andújar, consecuente con su terapéutica habitual, aconsejó a Chelo que Jorge se ocupara en algo, además de la Delegación de Ex Combatientes, que realmente le daba muy poco que hacer.

Chelo creyó haber encontrado la solución.

—Cuidar de las fincas, doctor. ¿Le parece poco? He observado a Jorge… En el campo parecía otro. Palpaba los troncos, contemplaba los pajares, se interesaba por la siembra… Parecía sentir la tierra. Y también parecían gustarle los animales, sobre todo los caballos. ¿No cree usted que podríamos enfocarlo por ahí?

—¡Desde luego! Nada mejor, Chelo. Con el coche… os resultará fácil.

Chelo Rosselló añadió:

—Además, él mismo ha dicho que hay que mejorar las condiciones de vida de algunos colonos. Efectivamente, los hay que lo pasan muy mal. ¡Cómo viven! Como en la Edad Media… ¡Mira que oírle a Jorge hablar así! Parece un milagro.

El doctor Andújar no rechazaba nunca esta palabra. La admitía como real. En el ejercicio de su profesión había presenciado tantas transformaciones en un sentido o en otro, hacia arriba o hacia abajo, que había terminado por invertir los términos del refrán.

«Con el mazo dando… —decía— y a Dios rogando».

—Tal vez acabéis, Chelo, por instalar una granja-modelo…

Chelo miró con fijeza al doctor.

—¡Qué curioso que diga usted eso!

—¿Por qué?

—Porque Jorge comentó con Alfonso Estrada esa posibilidad.

—¿Con Alfonso Estrada?

—Sí. El padre de Alfonso era veterinario, aunque no ejerciera como tal. Y por lo visto su aspiración era tener una granja.

—Ya…

El doctor añadió:

—Bien, Chelo… ¿y qué hay de la agresividad de Jorge?

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