Ha estallado la paz (96 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—¡Oh! Eso pasó a la historia… —Chelo marcó una pausa—. Las únicas personas que todavía parecen ponerlo nervioso son los hermanos Costa…

Primavera y amor… Se había formado en Gerona un nuevo hogar. Y Marta había perdido, en la Sección Femenina, otro de sus puntales.

* * *

El doctor Chaos y Sólita sentían también los efectos de la prolongación de la luz diurna… María del Mar, al hablar con sus amigas, no se había equivocado: aquello era un idilio.

Sólita, desde luego, se había enamorado del doctor. Varios factores intervinieron en ello. Primero, la edad… Sólita frisaba los treinta años y nunca la sedujo la idea de quedarse soltera. Segundo, la competencia profesional del cirujano. Lo que al principio fue admiración fue trocándose por parte de Sólita en ferviente afán de colaborar.

Tercero, la piedad. Sólita se compadeció hondamente de aquel hombre con quien la naturaleza se había mostrado tan caprichosa, tan esquiva… y que no tenía otro consuelo que el de la fidelidad de su perro, Goering.

En cuanto al doctor, se autosugestionó para llegar a la conclusión de que correspondía a Sólita en sus sentimientos. Era la primera vez que podía dialogar largamente con una mujer sin aburrirse, y la primera vez que, al sentir sobre sí unos ojos femeninos que lo miraban con amor, no experimentaba malestar físico, incomodidad.

El período de prueba para ambos había sido un tanto largo. Las mañanas durante las cuales el doctor Chaos iba al Hospital, a Sólita se le hacían interminables; y, a semejanza de lo que hacía Pilar con Mateo, buscaba mil pretextos para llamarlo por teléfono. En justa correspondencia, el doctor Chaos, al encerrarse en la habitación del hotel finalizada la jornada, sentía frío en los huesos, echaba de menos aquello que todo el mundo llamaba «el hogar».

Un dato llamó la atención del doctor Chaos: se le habían curado, como por ensalmo, las hemorroides… El doctor Andújar al enterarse de eso sonrió, porque sabía que las hemorroides que sufrían muchos pederastas eran el sustitutivo del período mensual que caracterizaba a la mujer y que aquéllos hubieran deseado sentir en su organismo.

El caso es que los coloquios entre el cirujano y la enfermera fueron adquiriendo paulatinamente un carácter de intimidad. El itinerario de esos coloquios era siempre el mismo: un comentario sobre la última intervención; una rápida ojeada a la cirugía de antaño, con incisos más o menos filosóficos, y por último, un canto solidario al placer que podían experimentar dos personas si tenían la suerte de trabajar como era su caso, tan compenetradamente.

—No sé lo que haría sin ti, Sólita…

—Y yo sin ti, doctor…

—A veces, mientras opero, me entregas el instrumento preciso sin necesidad de que te lo pida.

—Conozco mi oficio, doctor…

—¿Es sólo eso?

—¡Bueno! Tal vez acierte a leer tu pensamiento. A pesar de que llevas máscara…

El doctor Chaos se reía con ganas. ¿Cuándo se había reído él tan frecuentemente con ganas? Aquel forcejeo era una novedad; y por cierto, apasionante.

La piedad… La piedad o compasión había jugado un papel importante en la actitud de Sólita. Ésta había advertido que el doctor carecía de muletas para caminar resignado.

Nunca hablaba de su familia. ¿O es que no la tenía? Nunca hablaba de sus amistades, a excepción del doctor Andújar. Lo salvaba su sentido de la ironía; y poder, de vez en cuando, hacer crac-crac con los dedos. ¡Si por lo menos hubiera sido hombre religioso!

Pero el doctor era un muro en este aspecto.

—¿Comprendes, Sólita? Es el hombre el que, al sentirse desamparado, ha creado a Dios; no lo contrario. Invocar a un Ser Supremo para que intervenga en nuestros asuntos es como ponerse una inyección antitetánica.

El punto de fricción intelectual era éste… El motivo de discusión que les llevó horas y horas —mientras avanzaba y moría el invierno, y nacía la primavera— era el de la divinidad. Porque Sólita era creyente. De no serlo, ¿cómo hubiera soñado un solo instante en que el amor de una mujer podía curarle al doctor Chaos las hemorroides? Se hubiera declarado vencida de antemano y se hubiera quedado tranquilamente en casa, esperando a que llegara su padre, don Óscar Pinel, para jugar con él a batallas navales, que era el juego predilecto del Fiscal de Tasas.

—No estés tan seguro, doctor… Si no se cree en Dios hay que creer en el Absurdo.

Y ello resulta igualmente incomprensible, y mucho menos consolador.

—En eso estoy de acuerdo. Se lo dije en una ocasión a Manolo y Esther. ¿Qué no daría yo por creer que los pajaritos, algún día festivo que otro, entran en las ermitas solitarias para cantarle melodías a la Virgen?

Poesía… El doctor Chaos afirmaba que el sentimiento religioso era mitad poético mitad necesidad vital. Por eso todas las religiones, desde las más primitivas a las más, cultas, se parecían en sus ritos, en su liturgia y hasta en su indumentaria. Y por eso todas habían bloqueado, tanto como les fue posible, los avances de la ciencia, para no sentir que sus pilares eran socavados por la base.

—No hay más que abrir un libro de historia, Sólita. Durante siglos la Biblia ha sido el dique contra el que se han estrellado los cerebros como Copérnico, como Galileo… ¡No, no! ¡Anatema! ¡Al fuego! ¡Eso no figura en las Sagradas Escrituras!

—Doctor Chaos…, ¿quieres que te prepare una taza de café?

—Sí. ¿Por qué no? Sólita…, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí…! ¿Sabías que la Iglesia se opuso durante años y años a que los médicos practicásemos autopsias? Claro, descuartizado el cuerpo, la resurrección de la carne iba a ser luego mucho más difícil…

—¿Cuánto azúcar te pongo, doctor? ¿Dos cucharadas, como siempre?

—Sí, como siempre… Pero ¿por qué me interrumpes, diablos? ¿O es que no te interesa lo que te estoy diciendo?

—Me interesa mucho. Pero podemos conciliar las autopsias con el azúcar, ¿no te parece?

El doctor Chaos se tomaba un sorbo de café.

—Sí, claro…

Ocurría también que el doctor Chaos quería deslumbrar a su oyente, la cual se abstenía de utilizar perfume de mujer. El primer paso en firme lo dieron a mediados de mayo, precisamente con ocasión de haber tenido que analizar, por orden de la policía, el cadáver de un anciano a propósito del cual se sospechaba que había muerto envenenado.

El cadáver había sido exhumado y su aspecto era nauseabundo. Por contraste, fuera lucía el sol aquella tarde, un sol que parecía purificar el mundo y justificar el simulacro de la muerte de los lobos.

—¿Conoces, mi querida amiga —le preguntó el doctor a Sólita, mientras manipulaba los tubos de ensayo—, lo que le ocurrió, en el siglo XVII, a un tal Francisco Redi, de Florencia?

Sólita respondió con naturalidad.

—Creo que sí… Observó en el microscopio que los gusanos de la carne cruda salen de huevos depositados por las moscas. Y como en la Biblia está escrito que del cadáver de un león lo que salieron fueron abejas, pues se le procesó por hereje…

—Exacto… ¿Crees que eso tiene perdón? —El doctor Chaos cambió de expresión súbitamente—. Pero ¿cómo es posible que una mujer sepa esas cosas?

—¡Ay, doctor! Las mujeres… cuando algo nos interesa, somos capaces de estudiar lo que sea. Hasta eso de la carne cruda…

Sólita había pronunciado la frase «cuando algo nos interesa» con toda intención, cargándola de una extraña afectividad. El doctor Chaos se desconcertó. Pero disimuló.

Y mientras pedía el bloc de notas para redactar el informe sobre el pobre anciano supuestamente envenenado, continuó hablando. Afirmó que la única religión que, al término de un período de intolerancia más sangriento aún que el del cristianismo, había acabado por respetar los conocimientos adquiridos por los sabios antiguos, había sido la religión islámica. Los árabes construyeron observatorios astronómicos en El Cairo, en Damasco y Antioquía… Y en medicina, fueron los únicos que, durante mucho tiempo, se aprovecharon de las enseñanzas de Hipócrates, de Celso y de Galeno… El cristianismo, ni pum. En la alta Edad Media los frailes dibujaban todavía mapas estrafalarios, en los que Jerusalén ocupaba el centro de la tierra y del mundo.

—Yo creo en la evolución, ¿comprendes, Sólita? La naturaleza es evolución constante. Lo que no sabemos es hacía dónde evolucionamos…

Sólita sí lo sabía. Por eso escuchaba al doctor Chaos con tanta atención. Por eso también, en cuanto éste hubo dado fin al informe solicitado por la policía —el anciano había muerto de muerte natural—, se sentó a su lado, muy cerca, más cerca que de costumbre, y le dijo:

—Yo también creo que evolucionamos, doctor… Sí, en eso estoy completamente de acuerdo contigo. ¡Y te advierto una cosa! Si no evolucionamos más, y más de prisa, es porque tú no quieres.

El doctor Chaos no supo lo que le ocurrió. Algo parecido a lo del verano anterior, en el hotel Miramar, de Blanes. Sólo que ahora el objeto de su excitación no era un joven camarero, sino Sólita.

Miró a los labios de su enfermera y le dio un beso. Un beso profundo, en el que puso toda su capacidad. El doctor intuyó que en aquel momento se jugaba muchas cosas. Por eso tal vez hizo un movimiento falso con el brazo y una de las probetas que había en la mesa del laboratorio se cayó al suelo.

Sólita depositó también en aquel beso un sinnúmero de esperanzas. El corazón le latía tan fuerte que creyó que iba a sufrir un colapso.

¡Albricias! ¡El doctor Chaos no experimentó repugnancia! Olvidó todo su pasado y vivió aquel momento, momento largo, detenido, con creciente euforia. ¿Sería posible?

A punto estuvo de dar gracias a Dios, como cualquier ser primitivo y desamparado. Al separarse de Sólita creyó estar soñando y le pareció que oía, procedente del patio de la clínica, los ladridos de Goering.

No hubo más aquella tarde. Por el momento, bastaba. Sólita balbuceó: «Oh, doctor…» Y éste se levantó como ebrio, preguntándose si Sólita no lo habría narcotizado.

La noticia corrió como la pólvora hacia la consulta del doctor Andújar.

—Eso marcha, amigo Chaos… Te felicito. No podemos cantar victoria, pero eso marcha…

Fue el punto de partida. Luego ya, todas las tardes, el doctor Chaos se las ingeniaba para quedarse a solas con su enfermera ayudante, la cual continuaba absteniéndose de perfumarse y de pintarse los labios. Y en cuanto el trabajo lo permitía, y siempre al término de un vivo diálogo que por sí mismo había ido orientándose hacia la necesidad de tener compañía, el cirujano atraía hacia sí a Sólita y la besaba. Ahora al besarla hundía sus manos, sus manos de artista del bisturí, en la cabellera de Sólita, y hasta recorría con ellas el cuello y los hombros. El doctor descubrió que prefería besarla estando de pie. A Sólita eso no le importaba. Su amor por aquel hombre que luchaba consigo mismo aumentaba a cada caricia y la curaba de muchos complejos que ella había padecido, contra los cuales los combates navales que libraba con su padre no le habían sido nunca de la menor utilidad. «Algo tendré yo… —se decía la mujer— cuando he conseguido que un hombre como el doctor Chaos me bese y me acaricie los hombros». Sólita hubiera deseado que las batas de enfermera hubieran sido más escotadas… Porque, de momento, jamás el doctor intentó acariciarle los senos.

También este segundo paso fue dado, aunque de modo tímido e incipiente. Pero bastó para que revolotearan de nuevo por el despacho del doctor Andújar los mejores augurios.

—Confiesa que todo esto era impensable, amigo Chaos… Ahora te tomarás, además, esas pastillas. Y mientras tanto, dime. En el orden espiritual, ¿qué sientes por Sólita?

El doctor Chaos, que parecía transfigurado, que vivía una primavera que no podían soñarla los prados de hierba seca, le contestó:

—Estoy loco por ella… La quiero. La quiero con toda mi alma.

—¿Has dicho alma? ¿He oído bien?

—Sí. ¿Por qué no? Sólita asegura que tenemos alma. ¿Entonces…?

El doctor Andújar veía en lontananza la posibilidad de que su amigo Chaos —¡cuánto lo quería, cuánta ternura sentía por él!— se afianzase en su pasión y llegara a casarse. «Eso sería la solución, como tantas veces te he dicho. Probablemente, todavía alguna vez te estremecerías al ver a otro hombre, al Rogelio de turno… Y caerías. Pero no por ello dejarías de amar a Sólita y de estar con ella. Sobre todo, si tuvieras un hijo».

La idea del hijo, que el doctor Andújar le había expuesto a su amigo desde el primer día, perseguía ahora al doctor Chaos. Le ocurría lo que nunca le ocurrió: veía un niño por la calle y se quedaba absorto contemplándolo, pensando que podría ser suyo. Le gustaba coincidir con la salida de los colegios, lo que «La Voz de Alerta» hubiera atribuido a un incremento de su perversión. Y no era así. Lo demostraba un hecho: ingresó en la clínica, para ser operada de amígdalas, la hija del delegado de Sindicatos, camarada Arjona, que contaba nueve años de edad. El doctor Chaos sintió hacia ella en seguida una inclinación especial. Necesitó llevarle juguetes y besarla en la frente. «En mi infancia la hubiera arañado», pensó el doctor Chaos.

La situación llegó a un punto tal que no podía prolongarse mucho más. Chaos pensaba en Sólita día y noche y a ésta le ocurría lo propio con él. En la clínica, el anestesista Carreras, estupefacto, los observaba con el rabillo del ojo. Contrariamente al doctor Andújar, el anestesista Carreras no creía en los milagros.

—Sólita, ¿por qué no cenamos juntos un día de éstos? ¿El sábado, por ejemplo? ¿Hace?

—¿Dónde, doctor?

—En mi hotel…

—¿En tu hotel?

—Sí. Lo he pensado detenidamente. Celebraremos… cualquier aniversario. El de la colocación de la gran campana de la Catedral…

Sólita reflexionó.

—Bien… ¿por qué no?

La cena transcurrió con intimidad, sin sobresalto, excepto el que experimentó el personal del hotel al advertir que el doctor Chaos había invitado a una mujer.

El doctor Chaos a lo primero se refirió a la cirugía. Afirmó que, pese a las trepanaciones craneanas realizadas por los egipcios mucho antes de Jesucristo, la cirugía había permanecido estancada durante milenios y no había dado su paso definitivo hasta mediados del siglo XIX, con el descubrimiento de la narcosis primero y de la antisepsia después. Al segundo plato el doctor Chaos se puso sentimental y brindó por esa ciencia, o ese arte, gracias al cual ellos se habían conocido y estaban aquella noche sentados uno frente al otro. A la hora del café Sólita fue completamente feliz tomando el azucarero y preguntándole al doctor Chaos:

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