Habitaciones Cerradas (19 page)

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Authors: Care Santos

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BOOK: Habitaciones Cerradas
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El joven funcionario extiende su maletín a modo de mesilla. Modesto ni siquiera se toma la molestia de leer. Saca una pluma de plata del bolsillo interior de la chaqueta de terciopelo y estampa su firma donde el muchacho señala. Luego dice:

—Listo.

Violeta y Arcadio leen el acuerdo con recelo. Como para animarles, el funcionario añade:

—No podemos arriesgarnos a dejar este cabo suelto. Vamos a hacer una gran inversión en este lugar y, sinceramente, creo que la discreción favorecerá a todos.

Violeta musita:

—A todos, menos a Teresa.

—Vamos, hija, no lo demoremos más —protesta Modesto—. Si te lo tomas tan en serio, vas a perder tu avión.

Violeta asiente. No le gusta cómo ocurren las cosas, y su actitud lo demuestra. Aunque, en el fondo, entiende por qué el documento agrada tanto a Modesto: le ofrece mucho más que un acuerdo práctico. La posibilidad de dejar el pasado en el lugar donde estaba. En un rincón, donde no pueda molestar. Comprende que está en minoría y, además, ni siquiera está segura. Termina por firmar donde le indican y acelera las despedidas.

—Discúlpenme —dice—, pero tengo que salir hacia el aeropuerto. Mi avión sale dentro de dos horas.

Se despide de su padre y de Arcadio con dos besos en las mejillas, estrecha la mano de Paredes, sonríe a Amélie y cabecea ante los otros dos. Antes de irse, le dice a su amigo:

—Te escribo.

Terminados todos los trámites, apurados los últimos jirones de conversación, los últimos en abandonar el escenario son Modesto y Amélie. Se detienen en mitad de la tarima sucia, vigilados por el viejo cuarto de las escobas y las manchas de la pared y miran hacia la cúpula que cubre el gabinete.

—Es un buen lugar para una sala de lectura —dice Modesto—. Contagia paz.

Ella, cómo no, está de acuerdo.

—¿Estás bien? —le pregunta, arreglándole el pañuelo de color verde botella que lleva al cuello, perfectamente conjuntado con los pantalones.

El le agarra la mano al responder:

—No mucho. Me fastidia tener que disimular.

Amélie le dedica una mirada tierna.

—Ah,
chérie,
será poco tiempo. Se lo diremos en cuanto vuelva de Italia, ten un poco de paciencia. Hoy no era buen momento. —Amélie mira hacia el salón de la chimenea, donde ya no se oyen las voces de los presentes, pone cara de niña traviesa y estampa un beso fugaz en los labios de Modesto.

Luego le suelta la mano y sale delante de él, con el paso seguro que toda asistente debe tener.

También sus voces se pierden más allá del crujiente pasillo. Escuchamos con atención. Nos divierte hacerlo. Ya deben de estar llegando al final de la escalera. Se acerca el momento de ver renovada una entrañable tradición familiar.

Ahora: ahí está. El sordo zapatazo. La risita nerviosa. El mutis final.

Modesto ha tropezado con el pámpano.

Retrato de don Octavio Conde, en su gabinete de El Siglo, 1927

Oleo sobre lienzo, 102 x 45

Barcelona, colección particular

Préstamo especial

Sólo una vez pintó Amadeo Lax a quien consideró durante años su mejor amigo. Octavio Conde era el mayor de los hijos del fundador de los Grandes Almacenes El Siglo, cuyo consejo directivo presidió entre 1927 y 1932. Nacido, como Lax, en 1889, coincidió con él en la escuela-pensionado de los jesuitas de Sarria, donde al parecer se forjaron los lazos de su relación. Más tarde compartieron un próspero destino, cada uno en su campo, que les llevó más de una vez a colaborar. El retrato, que se muestra al público por primera vez, es una sobria muestra del poder económico de los Conde. Su protagonista aparece vestido de chaqué, en posición erguida tras su mesa de trabajo, sobre la cual sitúa el pintor una serie de objetos que despliegan un interesante mensaje simbólico: la rama de olivo —en referencia a la laboriosidad—, la jarra de agua —la pureza, la clarividencia—, el libro-la sabiduría —y la balanza-la honestidad del comerciante—. El cuadro, de acentuada verticalidad, refleja el interés de Lax por el realismo contemporáneo, que se refleja en un cuidado y atento estudio del natural, llevado a cabo con pincelada larga y suelta. Octavio Conde y Amadeo Lax mantuvieron una estrecha relación hasta 1932, año en que el primero abandonó la ciudad en compañía de Teresa Brusés, la esposa de su amigo, con quien se estableció en Estados Unidos. A partir de ese momento, su vida adopta una natural discreción. Como era de esperar, este desenlace truncó también la amistad de Lax y Conde, quienes nunca más volvieron a encontrarse.

Lax pintó carteles publicitarios para los almacenes desde 1919 hasta 1932, así como retratos de don Eduardo Conde y doña Cecilia Gómez del Olmo —progenitores de su amigo—, y de otros miembros de la familia fundadora del vasto imperio comercial, como don Ricardo Gómez. Estos retratos, y el que nos ocupa, estuvieron expuestos desde 1915 en la sala de juntas de la sociedad y la mayoría siguió un trágico destino, ya que se quemaron en el incendio que destruyó los almacenes la noche de Navidad de 1932. Si el de Octavio ha llegado hasta nosotros es porque justamente en esos días había sido prestado a la Sala Parés con motivo de una exposición monográfica que fue inaugurada el 12 de diciembre de 1932. En esos mismos días los almacenes El Siglo mostraban en su sala de exposiciones toda la cartelería que Lax había realizado para el establecimiento, que también se perdió por completo en el citado siniestro.

Retratistas españoles del siglo XX.
(
Catálogo de la Exposición)

Chicago Art Institute, Chicago, Estados Unidos, 2010

XI

En los sótanos de casa de los Lax y hasta en algunas partes de los pisos superiores se extrañaron de saber que la festiva Vicenta y el desmayado Julián habían dormido juntos.

—Parecían aceite y agua, y ya ves —refunfuñaba Eutimia.

Vicenta Serrano llegó a la casa en 1910, hambrienta pero bien recomendada, para suplantar a Juanita, que había muerto de repente, mientras dormía, a la edad de setenta años. No era una papeleta cualquiera: los tres niños de los señores habían crecido gracias a los guisos de la difunta, los mismos por los que seguían suspirando todos los adultos de la casa y, por si fuera poco, su viudo se pasaba el día sentado a la mesa de la cocina, mirando los fogones con los ojos llenos de lágrimas y los labios temblones.

Pero Vicenta tenía veinticuatro años, era de campo, un poco bruta, muy salada y más trabajadora que nadie. Traía algunos ases en la manga, como aquella receta materna de arroz con leche que tanto sorprendía a los ricos catalanes, y cierta sabiduría ancestral que la tenía convencida de que con lo sencillo y verdadero podía una conquistar el mundo.

Qué vio en ella Julián resultaba evidente. Vicenta tenía los ojos negros, las cejas muy pobladas y una melena abundante y ondulada que le llegaba a la cintura. Su aspecto hacía pensar en un animal salvaje. Además era desenvuelta, reía a todas lloras y cuando creía que nadie la miraba, cantaba coplillas en la cocina:

Caracoles, caracoles,

ay mi negro no te atontoles..

Más misterio encontraban todos en saber cómo se las apañó Julián —que era escurrido y lacio como un bacalao y no mucho más hablador— para conquistarla. Antes de eso, todo el mundo le creía medio tonto de puro pasivo e indolente y porque casi nunca se le oía la voz ni le veían despierto cuando no tenía trabajo. Ya se sabe: el deseo o el amor o la ilusión de tener una hembra para él solo cuando ya la juventud había quedado atrás hacía tiempo resultaron grandes estímulos. De todos modos, el carácter del pretendiente influyó en el resultado final: fueron precisos ocho años de coqueteos de Vicenta y varias vueltas al repertorio completo de las coplillas antes de que Julián se decidiera. El no se volvió más hablador, pero gracias al embrujo femenino rebasó la edad de cincuenta años con un aspecto menos triste. Y ella no dejó de cantar, pero sí de disimular. Julián se sentaba a la mesa de la cocina y aplaudía a su cocinera, mientras ella iba de un lado a otro, entonando con mucha intención:

La pulga maldita que a mí me devora

hace que la busco lo menos dos horas.

No saben ustedes lo que mortifica

pues todo mi cuerpo me pica y me pica...

A veces se unía a ellos el octogenario Felipe, cuyo ánimo había mejorado mucho desde que sabía que su hijo ya no era virgen.

Como Vicenta y Julián no estaban casados, ni falta que les hacía, Laia Montull Serrano fue hija natural, que era en aquel tiempo como no ser nada, y vino al mundo el sábado 23 de octubre de 1920, día tibio de vientos flojos y mar tranquila que amaneció cubierto y anocheció despejado.

Nada más nacer, la señora Maria del Roser le regaló una medallita de oro de la Virgen de Montserrat para darle la bienvenida a la familia. Como no había otros niños en la casa, Laia tuvo una infancia de juegos solitarios y adultos consentidores. Heredó algunos juguetes de lujo, todos usados y a veces medio rotos que ya no emocionaban a nadie y no hubo Navidad en que doña Maria del Roser no se acordara de ella y le comprara algún oso de trapo o alguna muñeca de trapo, que ella agradecía al día siguiente, de la mano de su madre, con una reverencia y un beso en la mejilla muy poco convincentes.

Esas ceremonias de gratitud, que se repetían con periodicidad anual, constituían la única ocasión en que la niña pisaba las plantas superiores. Cuando lo hacía abría mucho los ojos, deslumbrada por cuanto encontraba a su paso, y al regresar a su cuarto en el sótano y al ventanuco desde el que sólo se veían pies en movimiento soñaba con vivir arriba.

Durante sus primeros años, Laia compartió cuarto con su madre. Luego ocupó una cama libre en la habitación de Rosalía y cuando ésta se marchó, se encontró dueña y señora de un cuarto con dos lechos y un armario. En otro tiempo, esta situación no habría durado mucho antes de que una nueva camarera viniera a ocupar la plaza, pero las cosas habían cambiado desde que terminó la guerra y toda la ciudad pareció perder el ánimo. El nuevo señor Lax, además, estimaba que no precisaban tanto servicio. Por desgracia, Violeta había muerto, Juan no volvería, él no utilizaba más que la buhardilla y el gabinete y la única que vivía más o menos donde y como siempre —aunque más ajena que nunca— era doña Maria del Roser, que ya nunca se separaba de Conchita. En la tercera y la segunda plantas abundaban ahora las habitaciones cerradas. También allí sobraba el espacio.

El día prolongaba la buena estrella de Laia. Lejos de habitar en la agitada comunidad que a principios de siglo fue la familia I,ax, ella conoció una casa en calma. Durante los primeros años de su vida nunca la requirieron para nada, creció en ausencia absoluta de obligaciones, haciendo lo que más le apetecía.

Vivía prácticamente en la cocina, al lado de su madre, aunque solía zascandilear por el aparcamiento y cuando los señores no estaban arriba, su padre le permitía entrar en los automóviles. Su favorito era el La Cuadra, con sus dos divanes de piel y sus ruedas de radios pintados de color rojo, que parecía un juguete gigante. El Rolls Royce lo encontraba demasiado sobrio, más propio de viajes de negocios. Dentro del Hispano Suiza jugaba a ser una gran señora, como Teresa, la hermosa nueva señora Lax. Soñaba que también a ella alguien le mandaba regalos sólo para concederle el capricho de rechazarlos. O mejor: soñaba con ser la novia de un gran señor —muy rico, por supuesto, y casado—, igual que aquella mujer dormida que descubrió en el asiento de atrás una noche en que no podía dormir.

—¿Quién es? —le preguntó a su padre.

Julián, que ya estaba sentado tras el volante, a punto de salir, se enfadó mucho con ella. Por eso Laia pensó que la mujer dormida era alguien importante. Por eso y porque fue devuelta a su cuarto casi en volandas.

—¿Adonde la llevas? —insistió—. ¿Está borracha?

—Eso no es asunto tuyo —fue la respuesta de él, antes de cerrar la puerta de la habitación.

Con la llegada de la nueva señora Lax, la casa revivió un poco. Se había retomado la costumbre de almorzar en familia, por las tardes se servía un té con pastas en el salón para las señoras, la biblioteca volvía a ser uno de los lugares más transitados y hasta había una cara nueva en el sótano: la de Antonia, una camarera picada de viruela que no tantos años antes había sido niñera de Teresa. Se le asignó la habitación que había sido de Eutimia, porque sólo alguien que no hubiera conocido a la gobernanta podía atreverse a profanar su espacio sin miedo a encontrarse con su fantasma.

Por orden de Teresa, Laia comenzó a ser útil. Había cumplido once años cuando se estrenó como ayudante en el cuarto de la plancha. Le asignaron pequeñas tareas y su madre la introdujo en los misterios de la cocina, como ayudante. Entre sus funciones estaba la de sacar las viandas a la mesa durante las comidas familiares. Rosalía le hizo un uniforme azul marino, con su cofia y su delantal, y con él comenzó la niña a presentarse ante sus señores, con las bandejas de plata repletas de canelones, de asado o de merluza. Se acercaba, solícita, y en el orden adecuado a los comensales para que cada uno se sirviera su ración: primero la señora de más edad, luego las casadas, finalmente las solteras y al final los caballeros, comenzando también por el mayor, y así hasta llegar al último de ellos. Se lo tomaba como un juego facilísimo. Si no había invitados, primero le tocaba a la matriarca, doña Maria del Roser, y Laia tenía que hacer esfuerzos para que no se le escapara la risa con sus ocurrencias, a pesar de que su madre le había contado que el mal de doña Maria del Roser era una desgracia. Un día Laia vio cómo la señora se echaba dos cucharadas de arroz en el regazo, aprovechando que ningún miembro de la familia la miraba y luego le guiñó un ojo, picara. En otra ocasión, mientras Teresa se servía el primer plato, pudo verla escondiéndose seis cucharas de la cubertería de plata en la manga, una tras otra. Desde entonces, antes de iniciar el recuento de los cubiertos, Conchita inspeccionaba primero el cuarto de Maria del Roser, por si acaso.

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