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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Hablaré cuando esté muerto (13 page)

BOOK: Hablaré cuando esté muerto
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Después él le puso la cadena que llevaba al cuello. Era una copia de plata de una moneda medieval. Aún la llevaba puesta, y cuando no había clientes, la tocaba. Le parecía que era casi como estar prometida.

Un par de minutos después de las seis, Camilla Ekstróm vació la caja y la apagó. Cogió la cazadora que tenía colgada en el cuarto del personal. Gun la fulminó con la mirada. Camilla había prometido verse con Stina en la casa de baños de Roma. Los lunes, cuando la piscina estaba abierta por la tarde, solían ir a nadar unos largos y tomar una sauna juntas. La mala conciencia le hacía arrastrar los pies. Era una traidora. ¿Se le notaría en la cara lo que había hecho? Había quedado con Joakim, y Stina no sabía nada. Si lo supiera, se enfadaría tanto que no volvería a hablarle en la vida. En la pequeña casa que Camilla tenía alquilada en Roma durante el verano solo había agua fría, y quería ducharse, lavarse y arreglarse el pelo antes de ver a Joakim. Iba a prepararse delante de Stina para ver a su amante. Solo de pensarlo se sentía fatal, una traidora, pero ¿qué podía hacer? Se querían.

Caía una lluvia fina. Camilla caminaba bajo los árboles para no mojarse. Rozó con los dedos la cadena que él le había prestado y sonrió. Pronto, muy pronto estaría en sus brazos y todo sería tan maravilloso y fantástico como ella había imaginado mientras desempaquetaba artículos en el supermercado, fregaba suelos y contaba los periódicos. Ojalá el tiempo pasara rápido en la piscina. Todo sería estupendo si estuviera ya en el bus rumbo a la ciudad y pudiera librarse de ver a Stina.

Stina esperaba en la entrada. Era evidente que estaba enojada.

—¡Qué tarde llegas! —le espetó, luego infló el chicle hasta formar un globo grande y rosa que estalló. Aquello no auguraba nada bueno.

Camilla sonrió nerviosa.

—Gun me ha retrasado. He tenido que fregar el suelo de la sección de lácteos. Un niño dejó caer allí un cartón de huevos esta mañana.

Aquello no había pasado ese día sino la semana pasada, pero no era del todo mentira. Una vez que has empezado a mentir, qué más da seguir mintiendo. Una mentira lleva a otra. Y para mentir hay que tener buena memoria. Repetía para sí misma lo que acababa de decir.

—¿Y qué te pareció Joakim? ¿Es majo, verdad? —Stina le cogió del brazo mientras se dirigían hacia la sección de mujeres—. Creo que le gusto, me dio un abrazo muy largo antes de irse. Un abrazo normal dura más o menos tres segundos y él me abrazó durante ocho segundos. ¿Entiendes? Puede significar algo, ¿verdad? Y dijo: «Nos vemos». Y lo dijo de una manera cariñosa, le brillaron los ojos. Si no tuviera intención de hacerlo, no lo habría dicho, ¿verdad? Quizá le pareció que había demasiada gente y le dio vergüenza. Estaba un poco tenso, menos hablador y alegre que otras veces. La verdad es. que antes parecía más interesado. ¿Crees que la túnica roja me hacía gorda? ¿Crees que debería haberme puesto la negra, como pensé al principio?

—Noo… —contestó Camilla, y escondió el rostro enrojecido en la taquilla.

—La primera vez que estuve con él me dejó su cadena. Pero al día siguiente quiso que se la devolviera. Sin decirme que cortábamos ni nada. Lo peor es no saber si somos pareja o no. ¿Si alguien te deja una cadena significa que eres su pareja? Me dijo que era el regalo que le había hecho su abuela el día de la confirmación y que ella se enfadaría si no la llevaba. —Stina se envolvió en la toalla, la sujetó doblando la punta por encima del pecho y cerró su armario—. Hay una sauna nueva, tenemos que probarla.

—Pensaba tumbarme en el solárium —dijo Camilla mientras trataba de quitarse la cadena de Joakim sin que le viera. Sintió la mirada de Stina y los dedos se le agarrotaron y empezaron a temblarle. El cierre era difícil de abrir. ¿Podría ser que Stina le hubiera visto la cadena? ¿Había dicho eso solo para torturar lentamente a su víctima? No tenía por qué saberlo. La cazadora le tapaba el cuello, ¿no? ¿Podría ser que alguien en la fiesta les hubiera visto subir al desván? ¿Le habría contado Joakim a Ubbe lo que habían hecho y el asunto había llegado hasta Stina? Su mente no paraba quieta. ¿Confesar o no confesar? Una confesión la condenaría al ostracismo. Stina podía ser muy refinada cuando trataba de aislar a los que quería castigar. Era increíblemente hábil difamando sin decir nada malo en realidad. Lo hacía siempre con palabras bienintencionadas, voz asombrada y lengua venenosa.

Nadaron unos cuantos largos; pensar en ofensas anteriores dio fuerza a las brazadas de Camilla. «Pero ¿qué dices, se me olvidó decirte lo de la fiesta? No sabes cuánto lo siento, no vi que estabas allí. ¿Cómo ha podido saliiir tan mal? A propósito, un suéter muy bonito, creo que Lisa tiene uno igual. A ella además le sienta bien. Si yo estuviera así de pálida jamás llevaría algo de color turquesa. Pero, por Dios, qué rodillas más rugosas tienes, qué lástima, nunca podrás llevar falda… perdón. Pero ¿te has puesto triste? ¿Es nueva la falda? Venga, anímate. Con ese aspecto tan triste y tan aburrido nadie querrá estar contigo, ¿entiendes? Solo quiero ayudarte a encontrar
tu
estilo. Este jersey beis y holgado es justo
tu
estilo, Camilla, es
tu
estilo. Pruébatelo. ¿No vas a probártelo? No, joder, tienes una pinta horrorosa. ¿Por qué te enfadas? ¿Así es como me agradeces todo lo que hago por ti?»

Después permaneció un buen rato bajo la ducha. Dejó que el agua caliente le acariciara el cuerpo, como si las manos de Joakim tocaran su piel. Sus labios suspiraban por él. Apretó la palma de la mano contra la boca… tan fuerte era el deseo. En realidad, no sabían nada el uno del otro. «Cuanto menos sabes, mayor es el espacio para la imaginación», solía decir su madre cuando la advertía sobre las hormonas y le sermoneaba sobre el uso de condones. «La fantasía imagina a una persona que satisface todos tus deseos y necesidades, y después al príncipe azul de carne y hueso le cuesta un suplicio estar a la altura de lo que esperabas. Las decepciones, para los dos, están servidas», sentenciaba su madre con su típico cinismo.

—Camilla, ¿me estás escuchando? Pareces totalmente ida. ¿Qué te pasa? Puedes ir al solárium después. Vamos primero a la sauna. ¿No tienes prisa, verdad?

—Sí, no —balbució Camilla dejándose llevar hacia la sauna—. Joder, qué calor. Aquí no se puede respirar. ¡Cuánto vapor!

—Como cuando Joakim salió de entre la niebla. Casi como en el programa Pequeñas Estrellas, cuando salen de la niebla vestidos como sus ídolos —dijo Stina—. ¿Quién quieres que salga ahora? ¿Dejo que resucite Elvis? «Love me tender, love me sweet…» —cantó haciendo como si tuviera un micrófono entre las manos.

Se sentaron en la sauna. El banco de azulejos quemaba. Stina echó unos cucharones más de agua y el cuarto desapareció por obra del vapor. Camilla se sentía mejor sin verle la cara a Stina. No tenía que seguir disimulando. Poco a poco se acostumbraron al calor y Camilla se adormiló. Las últimas noches no había dormido demasiado, había pasado mucho tiempo intercambiando SMS con Joakim sobre los juegos amorosos que practicarían cuando se vieran, SMS cariñosos que habían ido subiendo de tono. Le gustaron más los cariñosos. Empezó a sentir que la cabeza le pesaba, se tumbó y se perdió en la niebla. Cayó inconsciente en un sueño en el que alguien le ponía una soga al cuello y la apretaba cada vez más. No podía verle la cara. Pero reconoció el olor a abedul.

La despertó el ruido metálico de un martillo. Estaba a oscuras. El ruido siguió. ¿Dónde estaba Stina? La piel le ardía como el fuego. La garganta también. Le costaba respirar y le escocían los ojos. No podía expulsar el aire de los pulmones. Hacía esfuerzos por respirar. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Stina no estaba en la sauna. El calor era insoportable y los espasmos le dificultaban la respiración. Tenía que salir inmediatamente y tragar aire. El pánico aumentó y la paralizó. Su cuerpo le pareció muy pesado, tan pesado y ajeno, que le resultaba imposible moverlo a voluntad. Debía salir. Estaba completamente a oscuras. «¡Socorro!» Su voz sonó como un silbido seco. El corazón le latía con fuerza en el pecho. De pronto comprendió que estaba luchando por su vida. Su cuerpo no le obedecía. Cayó al suelo. Se dio un golpe en la cadera y se quemó las palmas de las manos con el suelo al intentar frenar la caída. Los pulmones le ardían. Se le nubló la vista. Arrastrándose con los codos llegó hasta la puerta. ¡Tengo que salir! Tengo que salir, tengo que coger aire. Tengo que respirar para coger aire fresco. El pánico causo un grito ahogado por la falta de fuerzas. La mano contra la puerta. Para abrirla bastaría un empujón. Rascó y arañó con las uñas la madera pulida. No encontraba dónde agarrarse. Trató de obligar a su cuerpo a ponerse de rodillas, pero no tenía fuerzas.

—¡Stina ábreme! ¡Socorro, abre! —Pero sus palabras no eran más que graznidos sordos. La cabeza le estallaba. La piel le escocía—. ¡Ayúdame! ¡Por favor, ayúdame!

El aire era denso como el almíbar y era imposible expulsarlo de los pulmones. Se estancaba abajo, en el pecho, mientras ella se sentía como si estuvieran despellejándola con cuchillos de púas. Estaba ciega. Los ojos le ardían como el fuego. Se concentró para hacer un último esfuerzo. Tenía que conseguirlo. Trató de dar patadas a la puerta con todas sus fuerzas, pero la puerta no se movió lo más mínimo. Quizá había pateado la pared con sus últimas fuerzas. El calor era insoportable. El vapor le quemaba la piel. Ardía como sosa cáustica. Presa del pánico, gritó. Tenía que localizar la puerta, pero ni siquiera podía abrir los ojos. ¿Tal vez los tenía abiertos en medio de la oscuridad? Una última patada y todo desapareció lejos, muy lejos, donde ni el dolor ni la falta de aire podían alcanzarla.

16

Sebastian Sverkersson siempre se ponía nervioso cuando entraba en la sección de mujeres. La casa de baños aún no estaba abierta y lógicamente allí no podía haber nadie a esas horas de la mañana, pero aun así él se sentía incómodo. La idea de sorprender a una mujer, que ella lo viera, se pusiera a gritar y le acusara de haber estado mirando a escondidas, le daba pavor.

Hacía poco una mujer de la limpieza había pillado a un hombre en cuclillas mirando por la ranura de la puerta de la sección de mujeres. La mujer, que no sospechaba nada, abrió la puerta con tal ímpetu que el hombre cayó en el pasillo. De espaldas sobre la mochila y pateando el aire en el intento de levantarse, parecía un escarabajo. «¿Está usted esperando a su mujer?», le preguntó amablemente la mujer de la limpieza con la esperanza de obtener una explicación aceptable. Tal vez el hombre era tan tímido que no se atrevía a llamar a la puerta para enterarse de si su mujer estaba allí. Pero él respondió que no y se retiró cabizbajo.

Cosas así podían hacer que Sebastian se pusiera colorado hasta la raíz del cabello. Se sentía culpable por el mero hecho de ser hombre. Una culpa colectiva desde una perspectiva de género. ¡Perspectiva de género! ¡Bah! ¡Una perspectiva de mierda es lo que era! ¡No decían más que gilipolleces! El no les había hecho absolutamente nada y sin embargo ellas lo odiaban. Todas las mujeres lo odiaban y hacían que se avergonzara, por eso él les pagaba con la misma moneda. Encontrar un sujetador o unas bragas colgadas y llevarlas al cajón de las prendas olvidadas bastaba para que se sintiera de lo más incómodo. Un azoramiento que ni siquiera él podía explicarse. O lo de la noche anterior. A veces uno se pregunta cómo funciona la gente. A la hora de cerrar la casa de baños, si resulta que alguna taquilla ha quedado cerrada con candado se descerraja y se vacía. Que ocurra algo así es incomprensible. ¿Cómo puede ser nadie tan despistado para salir a la calle sin vestirse? El día anterior volvió a pasar. Sebastian cogió la cizalla y cortó el candado: allí dentro colgaba ropa de mujer, una falda blanca, una blusa negra con blonda que olía mucho a un perfume cítrico que le pareció insoportable, un sujetador negro transparente y un tanga también con blonda. Le temblaron las manos cuando las tocó. ¿Cómo puede una mujer olvidarse la ropa, salir desnuda y que nadie lo note y se lo diga? Se había dejado incluso el bolso. Cuando fue a dejar las cosas en el cajón de las prendas olvidadas sonó el móvil. ¿Debería haber contestado? No fue capaz. ¿Qué habría podido decir? Habría sido una situación de lo más embarazosa. Pensarían que había robado el móvil o que mantenía una relación amorosa con su dueña.

Se había pasado toda la noche haciendo solitarios en internet, pero se sentía tan inquieto que era incapaz de concentrarse. Todo le salía mal. Pensándolo bien, quizá debería haber contestado. Si al día siguiente por la mañana volvían a llamar, quizá le pediría a alguien que contestara. Podía ser la dueña del móvil.

Esa ropa de mujer le había provocado un gran desasosiego. A eso de las dos de la madrugada, en sueños, vio esa ropa en un cuerpo de mujer, el cuerpo de una mujer joven que apestaba a un perfume cítrico para mantenerlo a distancia. Vio el sujetador transparente, los pezones duros, las diminutas bragas con blonda y todo lo que solo ocultaban a medias y se excitó como un loco: le arrancó la ropa y luego, para que no lo denunciara, le golpeó la cabeza contra el duro suelo. Ella estaba a punto de ponerse a gritar, y entonces todos se habrían enterado de lo que él había hecho.

En el sueño se encontraban en una fiesta; en el cuarto de al lado estaba su profesora de secundaria; Gunnel, de la oficina de empleo; su padre; unos compañeros de clase que eran unos cabrones, y un camionero malhumorado que, cuando estuvo haciendo la semana de prácticas obligatoria para todos los alumnos, siempre le reprendía. Se despertó entre sudores fríos mucho antes de que sonara el despertador. Se duchó con agua fría y se fue al trabajo.

Con unas pasadas fuertes con el cepillo de fregar dejó lista la primera parte del vestuario. Con el agua, el suelo de color gris claro adquiría una tonalidad más oscura. Estaba escribiendo con el cepillo la palabra «culo» realizando pasadas largas y elegantes, cuando descubrió con disgusto que la sauna nueva estaba en funcionamiento. En el panel lucía la luz roja. Estaba casi seguro de que la había apagado antes de irse a casa. Eran casi las nueve de la noche y había algunos rezagados hablando en el pasillo. Un hombre con una mochila (tal vez el que había estado mirando a escondidas a las mujeres) fumaba al otro lado de la ventana. Exhalaba círculos de humo en actitud indolente y provocadora. ¿Seguro que Sebastian había apagado la sauna la noche anterior? Era una tarea nueva en su trabajo. Él solía hacer las cosas siguiendo un orden determinado, y la sauna era una tarea nueva. Sí, tenía que haberlo hecho, porque recordaba que cuando estaba enfrente del panel había imaginado una cosa: había imaginado que ese botón, en vez de ser el botón de la sauna, era el botón que él, como presidente, podía apretar para empezar una guerra nuclear. Señor presidente, estamos siendo atacados por una fuerza enemiga. Solo podemos salvar a nuestra nación si los matamos nosotros antes. Le tembló un poco el dedo, solo un poco, antes de cortar la corriente con decisión.

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