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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Hablaré cuando esté muerto (7 page)

BOOK: Hablaré cuando esté muerto
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—¿Vio si había luz anoche en casa de Camilla Ekstrom?

—No, estaba a oscuras. No la vi en todo el día. Ella me alquila esa casa, y también soy el dueño de la casa que está justo detrás de esta. Ahora se la tengo alquilada a una pareja de Estocolmo. Han venido a descansar, No querían vivir al lado de la playa ni en Visby porque allí podía haber mucho jaleo. La mujer necesita tranquilidad para trabajar. Dirige una gran empresa. El marido tiene algún problema de nervios. Padece insomnio. A propósito, creo que él habló con Frida. Estuvo en su casa y ella le dio una infusión para que durmiera mejor.

—¿Cómo se llaman? —A Maria le parecía un incordio que el sacristán hablara tan bajo. Se veía obligada a acercarse más de lo normal para poder oírle. Su aliento olía como un sótano lleno de patatas viejas y medio podridas.

—Mirja y Gunnar Fredlund. Él es profesor de arqueología y ella tiene una clínica que ofrece tratamientos a gente adinerada. A mí también me apasiona la arqueología, así que él y yo tenernos mucho de que hablar. Cualquiera pensaría que es ella la que necesita descansar, pero no para. Si mira desde la terraza podrá verlos. Ella está practicando Chi-Kung en el césped y él está sentado en una hamaca con un pañuelo anudado alrededor de la frente. Es una pareja singular. ¿Ha hablado con ellos?

Maria hizo visera con la mano en la frente para poder verlos. Una mujer de larga melena oscura y rasgos ligeramente indios alzaba las manos hacia el cielo, las amplias mangas de la bata revoloteaban al viento como las alas de un cisne.

—Aún no, pero mi colega, Jesper Ek, ha estado allí y ha tomado algunos datos —respondió ella—. Me estaba preguntando cuándo conduce el taxi.

—Cada dos fines de semana, como le he dicho, pero a veces también salgo algún día entre semana por la noche. El trabajo de sacristán me ocupa el setenta y cinco por ciento de la jornada laboral. En realidad tenía que haber trabajado anoche, pero un chico se ofreció a hacer mi turno. He hablado con él hace un momento y me ha dicho que fue una noche tranquila. Bueno, salvo por una señora mayor que se enfadó con él porque trató de ayudarla a subir una escalera. Eso pasa por tratar de ser amable. La gente a veces es muy mal pensada. Cuando alguien hace el turno en mi lugar suelo preguntar qué tal ha ido la noche, así sé si tengo que alegrarme de haberme librado de ese turno o no. A veces, cuando recoges a gente a Ja salida de los bares hay bastante alboroto, bien lo sabe usted que es policía. En cambio algunas noches no pasa nada y te cuesta aguantar despierto. A veces, a las cuatro casi tengo que morderme el brazo para no quedarme dormido. Ahora que lo pienso… ese chico recogió a la señora aquí, en Roma…, cerca de la iglesia. A las doce de la noche… No viven muchas señoras mayores por aquí cerca… Quizá fuera Frida. Sí, ahora que lo pienso, podría ser ella. Pero ¿para qué podía necesitar ella un taxi a las doce de la noche?

—¿Tiene el número de teléfono del conductor del taxi?

—Sí, pero ahora está durmiendo. Tiene que trabajar otro par de noches, o sea que me imagino que dormirá hasta las cinco o así. No sé si era Frida, claro. Parece un poco extraño. Lo único que se me ocurre es que se pusiera enferma y él la llevara al hospital de Visby… ¿Qué iba a hacer ella fuera si no a esas horas?

—Pero ¿allí hay escaleras? —Maria recordaba perfectamente la entrada del hospital: no había escaleras. Y en la entrada de urgencias tampoco. El conductor del taxi había dicho que la ayudó a subir una escalera.

—No. Es raro, la verdad. Quizá debería llamarlo. Ya dormirá después. —El sacristán se tiró del cuello del polo; parecía que la situación le incomodara.

—Dígame cómo se llama y ya me pondré yo en contacto con él. —Cuanto menos hablen entre sí los testigos, mucho mejor.

Cuando obtuvo los datos que necesitaba le dio las gracias y se alejó para hacer la llamada. El teléfono del taxista estaba comunicando y a través de la ventana de la cocina pudo ver que el sacristán había levantado el auricular del teléfono y hablaba con alguien, Un minuto después apareció en la escalera agitando la mano que tenía libre.

—He localizado a algunos compañeros. Estaban en la cafetería del personal. La señora que cogió el taxi aquí, en Roma, fue a la finca de Hunninge en Klintehamn, A las doce de la noche. La dirección coincide con la de Frida Norrby. Dicen que Joakim, el taxista, estaba cabreado cuando dejó el taxi esta mañana. Algo había salido mal con una chica con la que había quedado ayer por la tarde. Parece que intentó cambiar el turno con alguno de los otros pero no fue posible. A mí no me contó nada de eso, pero por lo visto se desahogó con los demás. No lo entiendo, después de las diez habría podido conducir yo aunque estuviera cansado. No sé. Puede hablar usted misma con él.

—¿Recogió luego el mismo taxista a Frida Norrby? Si ha pasado la noche fuera de casa, podría seguir viva.

—No, no tuvo más viajes hasta allí. Ni él ni ningún otro taxista de nuestra asociación.

Maria dio por terminada la conversación y volvió con Erika, que seguía su trabajo en el lugar del incendio, incansable.

—Acaban de pasar por aquí los inquilinos del sacristán —le dijo Erika—. Una pareja singular. Yo que soy soltera no puedo evitar preguntarme qué tal se llevan en realidad las parejas casadas. No estoy segura de que tengan una relación tan estupenda como una suele creer cuando no tiene pareja. Me parece que intento cargarme el mito de que lo mejor es vivir en pareja.

—Mmm… —Maria esperó el resto de la exposición, que no tardó en llegar.

—Solo tuve que mirar los pies de Mirja Fredlund. Calzaba zuecos y tenía los talones como los bordes del queso reseco, llenos de durezas, abiertos y con manchas de hierba. Y ¿sabes lo que he pensado? Esa mujer no tiene un hombre qué le bese apasionadamente los empeines, si no se preocuparía más de limarse y cuidarse los pies. Eso revela algunas cosas, ¿no te parece?

Y luego, incomprensiblemente, me he sentido muy triste por ellos, por lo que se están perdiendo. ¡Qué manera de desperdiciar el goce! Me pregunto qué aspecto tendrán mis pies dentro de diez años. ¿Crees que me habré rendido y me habré convertido en una vieja solterona con los talones resquebrajados y feos?

Maria se rió.

—No, no lo creo. Creo que habrás encontrado a un joven alegre y eternamente enamorado que te besará el empeine y el puente del pie en cuanto tenga ocasión. ¿Qué querían Mirja y Gunnar Fredlund?

—Fisgonear, como los demás. Pero no me refería solo a lo de los pies. Él la corrige de una manera irritante, saca faltas a todo lo que ella dice. Yo no aguantaría ni diez minutos con semejante sabiondo. La interrumpe todo el tiempo. «No, en eso te equivocas, cariño, la subasta fue en Grótlingbo y no en Gothem, y el jarrón que compramos no era antiguo sino una porquería, sencillamente. Pero tú te empeñaste en comprar algo para nuestra abarrotada casa, y yo tuve que sacar la cartera. Porque tú no entiendes de dinero. Ya, ya… No vayas a ocupar tu cabecita…» ¿Y sabes lo que ha dicho el tío cuando yo creía que ella iba a matarle con el paraguas? «Qué guapa te pones cuando te enfadas…» ¿Y qué ha hecho ella entonces? Nada. No le ha dado un tortazo. Se ha reído como una cría. ¿Lo entiendes? Se ha rendido y se ha quedado ahí con la risa tonta. ¡Las mujeres tenemos que acabar con eso si queremos que nos respeten!

—¿Te has enterado de si suelen alquilarle la casa al sacristán todos los veranos o de si esta es la primera vez? —Maria sacó su bloc y anotó algo.

—No, el verano pasado estuvieron en Visby, pero han pasado muchos veranos en Roma. Según él, en Visby había demasiado jaleo. A ella, sin embargo, le encantaba salir por la noche a tomar una copa de vino y a comer un buen filete. Aquí se aburre, se le nota a cien metros. —Erika lo expresó con un gesto: entrecerró los ojos y dejó caer la barbilla—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Voy al Palacio Real de Roma, a un curso de acuarela.

—¿Y eso?

—Lo necesito. Es mi único desahogo.

9

Maria Wern mojó el pincel en el vaso de agua y extendió el color verde azulado sobre el papel, olas rompiendo con la espuma blanca del agua del mar y gaviotas describiendo círculos. La línea del horizonte se adivinaba bajo un cielo amenazante de dramáticas tonalidades grises y violáceas. ¿Cómo plasmar esa luz? La frágil luz que se filtra entre las nubes. No esa luz aclarada que incide sobre los santos en los cuadros de los altares. No, para nosotros, los mortales normales y corrientes, tan solo un leve resplandor. La pequeña esperanza que marca la diferencia entre querer vivir y rendirse.

Después de que Per Arvidsson fuera gravemente herido de un disparo, ella había estado haciendo equilibrios en la cuerda floja. Muy cerca del abismo. De repente, de forma inesperada, se encontró al lado del precipicio. Más complicaciones. Errores que no deberían haber sucedido. De no haber tenido a sus hijos y un trabajo, que requerían su presencia, se habría vuelto loca de impaciencia. Bibbi Johnsson había dicho que es muy peligroso dejar que otra persona lo sea todo en tu vida. Era una mujer irritante, pero en eso estaba en lo cierto. Además, se convierte en una pesada carga para la persona amada. Per no lo era todo en su vida, pero sí más que lo que ella se había atrevido a reconocer. La incertidumbre ante el futuro permanecía ahí como un dolor constante en la boca del estómago. Por fuera no se le notaba. Hablaba, trabajaba, conducía, como siempre. Su cuerpo realizaba todas esas cosas corrientes como un autómata y ella lo contemplaba desde el otro lado de la pared de cristal. De no haber sido por esos momentos que requerían su atención, se habría echado en la cama y se habría negado a enfrentarse a un nuevo día. A veces, cuando salía a correr por el bosque y llegaba donde no podían oírla, gritaba como una loca. Y lloraba desconsoladamente. Aquellos momentos eran una liberación. Pero Per no se recuperaría más rápido por mucho que ella lo deseara. Quizá nada volvería a ser como antes. Era como si él ya no fuera el mismo, no del todo, según le había dicho Rebecka por teléfono. Se había repetido esas palabras una y otra vez tratando de comprender su significado.

El curso de acuarela en el Palacio Real fue idea de Hartman. La obligó a buscar alguna actividad que le pareciera interesante. Cuando los niños eran pequeños había echado de menos disponer de tiempo para sí misma, tiempo para sentarse en una roca a la orilla del mar y pensar. Él se lo recordó. Ahora tenía la posibilidad de hacerlo. El curso había empezado después de Navidad, pero no estaba completo y Maria pudo matricularse sin problemas.

No quedaban muchos alumnos a finales de primavera: una enfermera del centro de salud que se llamaba Ingrid, aunque aquella tarde no había ido, y Mirja Fredlund, la inquilina del sacristán, la que tenía los talones como un trozo de queso seco. No, no quería pensar en ello, no estaba bien. Sin embargo, no podía evitar mirar de reojo los pies desnudos de Mirja, y se avergonzaba de ello. Después de lo que había comentado Erika de los empeines no besados le parecía algo muy íntimo. Luego estaba Simón, el profesor, fumador empedernido, barbudo y con una camisa de cuadros setentera que se le tensaba sobre la panza. Reía por casi todo de una forma cálida y bromeaba sobre su escasa habilidad en la cocina. Maria se preguntaba si no se trataría de una provocación. ¿Acaso buscaba a alguien que le ayudara? Después estaba Gun, que trabajaba en la charcutería del supermercado lea, en Roma, y un chico de la ciudad que ocultaba la mitad del rostro bajo un flequillo negro como el azabache que él retiraba constantemente a un lado. Se llamaba Ubbe, tenía intención de tatuarse unos murciélagos en el hombro y trabajaba como portero en el bar discoteca recientemente inaugurado en los locales de la antigua fábrica azucarera, al menos eso había explicado. En ese momento el chico estaba pintando una escena de guerra entre centauros y panteras; no le faltaba talento. Solo utilizaba el color negro, y prefería las cuerdas y las esponjas a los pinceles.

Gun, la charcutera, mordió el lápiz y levantó la vista cuando Simón pasó. Luego se volvió hacia Maria.

—Lo que ha pasado es horroroso. No me cabe en la cabeza. Conozco a Frida de toda la vida. ¿Quién puede haberlo hecho? ¿Alguien de aquí, de Roma, o un peninsular? O quizá un extranjero. Si el dormitorio no se incendió directamente debió de tostarse por el calor. Como los panecillos que se quedan toda la noche en el horno a cien grados… Debe de ser casi peor que quemarse. Tú que eres policía ¿qué piensas?

Maria cerró los ojos y deseó hallarse a cien kilómetros de allí. No estaba de servicio, necesitaba desconectar un rato para poder recuperarse antes de que el día siguiente se le echara encima con nuevas exigencias.

—No puedo hablar del trabajo de la policía mientras estamos investigando. Espero que lo comprendas.

—Pero mujer… no seas así, nosotros no se lo vamos a contar a nadie. Seguro que tenéis algún sospechoso. Se trata de un asesino en serie, ¿verdad? Pero os faltan pruebas.

Ubbe se metió el cabo de la cuerda en la boca mientras doblaba el papel para duplicar su obra de arte. Se retiró el flequillo y le guiñó un ojo a Maria en un gesto de complicidad, pero Gun no se percató de ello y continuó.

—Björk, el sacristán, le echa miradas a la chiquilla cuando está en la caja. Me refiero a Camilla, la que vive al lado de Frida Norrby. Trabaja con nosotros. ¿Habéis comprobado si Björk tiene coartada? Entre nosotros, es muy mujeriego; tal vez Frida vio algo y él decidió quitársela de encima… Además, quería quedarse con su casa. Bibbi Johnsson dice que…

—Bibbi Johnsson dice muchas cosas a las que más vale no prestar atención —la interrumpió Maria—. No sabes lo que dice de ti, ¿verdad?

Gun se puso roja como un tomate y tomó aire. Los orificios de las fosas nasales se le dilataron.

—¿Qué? ¿Qué puede decir de mí? De todos modos, para que lo sepas, seguro que no es nada comparado con lo que dice de ti.

Maria Wern y Ubbe intercambiaron miradas. Ubbe se llevó las manos a la cabeza en actitud defensiva y sonrió burlón.

—Más sangre… —dijo en voz baja.

—Está bien, cuenta, cuenta. —Maria avanzó hacia Gun contoneándose, con una mano en la cadera y el pincel en la boca, como si fuera un cigarrillo en una larga boquilla negra. Se echó la melena oscura hacia atrás con un gesto estudiado—. ¡Dilo! Cuéntanoslo ahora, estoy preparada para oír la mentira del día. —Dio un ligero taconazo en el suelo y se quedó esperando el ataque de Gun.

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