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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Hablaré cuando esté muerto (26 page)

BOOK: Hablaré cuando esté muerto
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—En lo que respecta al incendio provocado —intervino Haraldsson—, la casa no estaba asegurada. La última cuota se abonó cuando el marido de Frida Norrby todavía vivía. Tras la muerte de este el seguro quedó anulado por impago, lo cual induce a pensar que Frida no estaba totalmente lúcida. En otras palabras, la vieja salió perdiendo si fue ella quien prendió fuego a su casa. —Se puso en pie cuan alto era y estiró la espalda. Después de cuatro horas frente a la pantalla del ordenador, clasificando y comprobando la información, tenía los músculos entumecidos—. No disponemos de ningún testimonio sobre el asesinato de la enfermera. Nadie vio a ninguna persona que fuera o volviera de Móllebos en coche. Estoy tentado de creer en la vieja leyenda del túnel subterráneo. En lo referente a la casa de baños, había un montón de gente en ese lugar. Tiene que haber sido un asesinato planeado, ya que tuvieron que fabricar unas cuñas. No obstante, en el caso de Ingrid Bogren me atrevería a decir que fue un homicidio.

—Aunque el responsable podría ser la misma persona —replicó Erika sin volver la cabeza hacia Haraldsson.

Maria creyó advertir cierta rivalidad.

—Es posible, pero poco probable —contraatacó Haraldsson—. En la mayoría de los casos, el asesino recurre al mismo modus operandi. Si has tenido éxito con un método, parece poco inteligente arriesgarse, pero quizá escondes algún as en la manga. ¿Tienes alguna prueba de que se trate de la misma persona? ¿Algo que quizá puedas compartir con los zoquetes con los que trabajas?

—El quid de la cuestión es el porqué —interrumpió Hartman. Estaban cansados y hacía calor. Los medios de comunicación y la opinión pública exigían resultados que aún no podían ofrecerles. La forma más sencilla de acallar el clamor popular habría sido detener a Joakim como sospechoso, pero probablemente se habría visto obligados a soltarle por falta de pruebas—. Antes de venir hacía aquí he recibido una llamada del padre de Camilla. Todos se preguntan lo mismo. ¿Por qué? No hay ninguna explicación razonable. Carecemos de un motivo sólido.

—Supongamos que se trate de un loco, un loco conocido… —dijo Haraldsson mirando de reojo a Erika, que hizo caso omiso de su mirada—. En este momento no hay nadie a quien hayan soltado que estuviera cumpliendo una condena en un centro psiquiátrico, al menos en Gocia. Por el contrario, tenemos a gente que ha sido sentenciada anteriormente por malos tratos. Por ejemplo Joakim Rydberg.

—¿Qué tipo de malos tratos? —preguntó Hartman.

—Agresión en estado de ebriedad. Insultos y un puñetazo en el mercado de Hemse, entre muchachos. No constan malos tratos a mujeres.

—Lo cual no demuestra que no haya agredido a mujeres; por lo visto así es como suele resolver los conflictos —añadió Erika, mordaz—. Para algunos hombres, la violencia física es el único recurso cuando las palabras no alcanzan.

Haraldsson, que acababa de acomodarse en su silla, se levantó airado y se acercó un par de pasos hacia Erika, que se reía en sus narices.

—¿Cuándo vais a respetar a los hombres como individuos y dejar de tratarnos como un maldito colectivo? Estoy hasta la coronilla de tener que responder por todos los atropellos que comete la mitad de la humanidad. Basta con que cada uno se responsabilice de lo suyo. Ni todos los hombres zurran a las mujeres ni todas las mujeres son víctimas. Hay mujeres que pegan a sus maridos, pero de eso no hablamos casi nunca, ¿verdad? ¿Por qué los hombres maltratados por las mujeres no reciben la misma atención ni simpatía?

—Yo no estaría tan segura —repuso Erika dándole un cachete en el trasero.

Haraldsson se volvió hacia ella con cara de pocos amigos.

—Podría denunciarte por acoso sexual. Me has pegado en el culo en presencia de testigos.

—Disponemos de poco tiempo. Centrémonos en el asunto —terció Hartman—. Si queremos avanzar, debemos colaborar. Para pensar de un modo creativo, tenemos que confiar unos en otros, y ni las pullas ni las críticas contribuyen a ello. No estoy dispuesto a aceptar este mal ambiente. Si no podéis funcionar juntos en una investigación, deberé plantearme ordenar traslados. Y Haraldsson tiene razón —dijo Hartman dirigiéndose a Erika—. Lo que acabas de hacer es denunciable. La próxima vez, independientemente de quién sea, no haré la vista gorda. La situación es grave, joder, no estamos en una maldita guardería.

Maria se quedó asombrada. Alzar la voz no era algo que Hartman soliera hacer. Observó descorazonada a Erika y a Haraldsson, que intercambiaban muecas como si fueran críos.

—Una teoría que ha lanzado Hartman y que no puedo quitarme de la cabeza es que Stina Haglund pudiera ser la responsable —continuó Maria—. Stina fue pareja de Joakim, al menos según el diario de Camilla. Imaginemos que se enteró de que Camilla y Joakim estaban juntos. Se asegura de que Joakim esté presente en los baños y luego mata a su rival, de forma que el joven traidor reciba su castigo convirtiéndose en sospechoso.

—¿No parece eso demasiado rebuscado? —dudó Erika—. De ser así, ¿por qué mata a la enfermera y prende fuego a la casa de Frida Norrby? Es cierto que las chicas de esa edad pueden ser bastante canallas e intrigantes, pero de ahí a cometer un asesinato a sangre fría y perfectamente estudiado…

—Así son las mujeres —intervino Haraldsson, provocando una mirada admonitoria de Hartman.

—También podría haber sido Joakim —dijo Maria—. Aunque nadie viera un coche que se dirigiera a Móllebos, bien pudo pasar alguno sin que nadie lo advirtiera. Él contaba con la posibilidad. La cuestión es cuáles pueden haber sido los motivos. —No conseguía apartar de su mente ese pensamiento.

—Quizá estuviera enfadado con Camilla por alguna causa que desconocemos —apuntó Hartman—. Tal vez ella pensaba dejarlo. Sin embargo, eso seguiría sin explicar la muerte de la enfermera o el motivo que tenía Joakim para quemar la casa de Frida Norrby. En cualquier caso, resulta bastante llamativo que fuera en taxi con él justo la noche del incendio —añadió, acercándose luego a la ventana abierta. El ambiente era realmente sofocante.

—Joakim conecta a Frida con Camilla, y Móllebos con Ingrid. Ingrid se encontró a Camilla en el supermercado. Pero ¿qué es lo que no vemos? ¿Cómo se resuelve esta ecuación?

—No sé qué pensar de Joakim. Rompió con Stina y a ella no la ha agredido —lanzó Hartman—. Al menos que sepamos.

—Ayer por la tarde vi a la madre de Joakim en el supermercado —señaló Eriksson—. El otoño pasado coincidimos en un curso de baile de rock and roll, así que sé quién es. Parecía que le habían dado una buena paliza.

—¿Le preguntaste algo? —indagó Hartman.

—Me evitó cubriéndose el rostro con la mano e inclinándose sobre el mostrador frigorífico, pero alcancé a verla —dijo Ericsson. Se quedó pensativo unos instantes—. Las madres raras veces denuncian a sus hijos. Supongo que muchos casos de maltrato familiar nunca llegan a oídos de la policía. En mi opinión, deberíamos traerlo aquí para interrogarlo de nuevo. Es bueno que sienta que estamos encima.

—Pero ya lo hemos hecho y no ha soltado prenda, como si no le importara en absoluto. Se limita a sonreír burlonamente —dijo Haraldsson con un suspiro de resignación—. Que lo interrogue otra persona. A mí me saca de mis casillas.

—Esa risita sarcástica puede ser un mecanismo de defensa. De ser así, debemos suponer que esconde algo. Erika, ¿traes algo nuevo? —preguntó Hartman mientras se disponía a recoger sus papeles, a la espera de la intervención de la agente.

—Según Stina Haglund, el jueves, uno de los servicios del vestuario femenino estaba cerrado con llave cuando iba a marcharse de los baños. Hemos revisado el contenido de la papelera, una labor bastante repugnante si no estás curtido en estas labores. Había un montón de huellas dactilares. Tengo la esperanza de hallar las huellas o el ADN de Joakim Rydberg en el baño de las mujeres, eso demostraría su presencia en una zona equivocada de las instalaciones.

—Buena idea. Si no hay nada más que debamos conocer todos, continuaremos trabajando por separado.

Hartman fue el primero en abandonar la estancia.

31

Cuando Maria Wern subió al coche rumbo a Roma su mente estaba con Per Arvidsson, que un par de horas antes había llegado al hospital de Visby. Hartman había hablado con Rebecka para averiguar si Per podía recibir visitas. Maria estaba de pie junto a él para escuchar la conversación, se sentía demasiado nerviosa para sentarse. Rebecka se había mostrado seca y renuente, como si sospechara que Hartman no se encontraba solo. No, Per no podía recibir a nadie. En mucho tiempo. Quería que lo dejaran en paz y necesitaba pensar tranquilamente, sin interrupciones ni distracciones. Reflexionando sobre ello, a Maria se le ocurrían varios motivos para el comportamiento de la ex: bien el amante de Rebecka le había dado calabazas en el hospital y esta anhelaba regresar a la cálida seguridad del matrimonio; bien Per se había replanteado su vida y había reconsiderado su decisión. Era comprensible que quisiera disfrutar a diario de la compañía de sus hijos y, por tanto, estar dispuesto a dar una segunda oportunidad a su matrimonio. Otra posibilidad era que no quisiera que lo vieran por el alcance de sus lesiones… una actitud de superhéroe un tanto ridícula. Rebecka se había negado a informarles en cuanto a su estado, ni siquiera si era capaz de andar. Solo de pensarlo se le aceleraba la respiración. ¿Y si se había quedado paralítico? ¿No era más fácil decirlo que disimular? Si estaba totalmente recuperado, ¿por qué no daba la cara?

¿Y si no fuera así…? Si se quedaba inválido, ¿se ocultaría del resto del mundo? Si eso es lo que pretendes nunca te perdonaré, pensaba Maria. Si ahora me excluyes, no me atreveré a vivir contigo. ¿Qué harás entonces conmigo el día en que me convierta en una vieja horrible, cuando esté enferma y achacosa y te necesite? ¿Te desharás de mí porque no estoy a la altura de tus expectativas respecto a la mujer que escogiste, esa mujer sana que te parecía bonita y alegre? De todo lo malo, eso sería lo peor: no confiar en que una vale por lo que es. ¿Se puede vivir con alguien que desprecie hasta tal punto la debilidad?

Ya había pasado una semana desde la tarde en el curso de acuarela de Kungsgárd en que se preguntaron qué habría sido de Ingrid Bogren. Se diría que habían transcurrido eones. Esa tarde era el último día de clase. En un primer momento, Maria había pensado no acudir, pero Simón la llamó y la convenció. Quería que fueran todos. Le dijo que era importante que pudieran conversar con total franqueza sobre lo sucedido, y Maria estuvo de acuerdo. La noche del viernes, cuando halló a Ingrid muerta en la Casa de los Monjes de Móllebos, había terminado en un estado de shock, preocupación y desesperación. «Tenemos que hablar de ello», le dijo Simón, y Maria se dejó convencer para ir a la fiesta de final de curso, pese a sentirse muy incómoda.

Era una noche templada y en calma. Simón se había empleado a fondo para organizar una velada agradable. Había montado una barbacoa al lado del jardín y sobre la mesa de madera de diseño rústico había dispuesto pan, ensalada, brochetas y patatas. Puso jarras de barro con vino tinto y en el centro un cuenco con mantequilla a la trufa. Las servilletas verdes hacían juego con el mantel de papel que había comprado en la ciudad, y en el extremo de la mesa se alzaba un hermoso jarrón de cristal con tulipanes silvestres esplendorosamente en flor. En cuanto Maria dobló la esquina, la saludó con la manopla, el delantal terso sobre el estómago, a la manera de un auténtico chef estrella. La recibió con una sonrisa amplia y cariñosa.

—Llegas pronto. ¡Bienvenida! ¿Puedo ofrecerte algo de beber?

—He venido en coche.

Maria echó un vistazo a su alrededor en busca de una alternativa adecuada.

—No hay problema —dijo Mirja surgiendo de entre la espesura.— Te puedes quedar a dormir en mi casa.— Se desprendió ágilmente de sus zapatos y se echó sobre una manta en el suelo.

Maria no pudo evitar fijarse en sus uñas pintadas de rojo y sus primorosos pies, con una piel suave como la de un bebé, en clara contradicción con los talones agrietados y la falta de amor que Erika había mencionado.

—No hay ningún problema, ¿sabes? Desde aquí es un paseo. Vamos, Maria, necesitas soltarte un poco el pelo. Te lo mereces. En casa hay mucho sitio.

—Quizá tengas razón.

Maria se dio cuenta de lo maravilloso que sería, por una vez, bajar un poco la guardia y dejar de ser tan buena chica. Estaba de vacaciones y entre amigos. Habían interrogado a varios de ellos como testigos, pero ninguno en calidad de sospechoso. ¿Por qué no podía permitírselo?

—¿No quieres hablar primero con tu marido? —preguntó.

—Ni siquiera se dará cuenta —soltó Mirja con una grácil carcajada a la que se unió Simón—. Seguro que cuando lleguemos a casa está frito. Y seguirá dormido cuando te marches temprano por la mañana. Bueno, tal vez os topéis en el baño, pero supongo que no creerá que está teniendo una pesadilla. ¡Oye, que es broma!

—Aquí tienes.

Simón le alcanzó una copa de vino y Maria no pudo evitar sonreír para sus adentros al verlo tan contento.

—¿Verdad que está bueno? Lo he traído yo mismo de Francia. Soy propietario de una hilera de cepas en Provenza, y eso me da derecho a quedarme un par de cajas de vino al año.

—¡Vaya lujo! —gritó Gun atravesando el césped en dirección a ellos cargada con dos grandes bolsas—. He traído unas cositas que he hecho al horno. A ver si os gustan. También viene Ubbe, he venido con él. Me ha dicho que antes tenía que pasarse por la casa secreta.

—Guarda un secreto en esa casa —dijo Mirja entre risas—. Una pequeña sorpresa para ti, Simón.

—Me muero de curiosidad.

Simón removió un poco las brasas y colocó las brochetas en la parrilla mientras buscaba con la mirada a Ubbe, que experimentaba un gozo infantil con las sorpresas. Parecía que iba a ser una fiesta divertida. Después de las cosas terribles que habían sucedido, lo necesitaban. La felicidad hay que ganársela; las desgracias vienen solas.

—¡Hola a todo el mundo! —exclamó Ubbe apartándose a un lado su moreno y largo flequillo para que pudieran verle bien la cara. Llevaba puesto un sombrero horroroso de señor mayor, tan feo que hasta le quedaba bien, y casi arrastraba su trenca negra por la pendiente.

Ubbe entregó un paquete a Simón.

—Esto es de todos. Pe hecho, fue idea de Ingrid —añadió en voz baja, como tanteando si podía mencionar su nombre o si, tras su muerte, era tabú.

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