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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (20 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En el curso de mis observaciones comunales de muchos mundos, e igualmente en el curso de mis observaciones introspectivas de la vida mental comunal, el instrumento principal de atención era ya uno ya otro de los exploradores comunales, y a veces un grupo de exploradores, y así por medio de una naturaleza y una experiencia particulares se nos proporcionaba a todos materia de contemplación. En ciertas ocasiones —y nos sentíamos entonces excepcionalmente alertas— nuestro pensamiento, nuestra percepción, nuestra imaginación y nuestra voluntad alcanzaban un grado de lucidez que nunca habíamos conocido como individuos. Aunque cada uno era en esos momentos idéntico a los otros, se convertía de algún modo en una mente de orden más alto que la de cada uno de nosotros por separado. Pero ese «despertar» no era más misterioso que esos numerosos momentos de la vida normal en que la mente relaciona con deleite experiencias que hasta entonces han estado aisladas unas de otras, o descubre en una confusión de objetos una forma o un significado hasta entonces ocultos.

No debe suponerse que esta rara comunidad mental borrara las personalidades de los exploradores individuales. No hay en el lenguaje humano términos que puedan describir adecuadamente nuestra peculiar relación. Sería tan falso decir que habíamos perdido nuestras individualidades, o que nos habíamos disuelto en una individualidad comunal, como decir que éramos siempre individuos distintos. Aunque se nos podía aplicar el pronombre «yo» a todos colectivamente, el pronombre «nosotros» también nos era adecuado. En un cierto sentido, el de la unidad de la conciencia, éramos en verdad individuos con experiencias personales; no obstante, al mismo tiempo, y de un modo muy importante y conmovedor, no nos distinguíamos unos de otros. Aunque no había más que un «yo» comunal, éramos también un variado y múltiple «nosotros», una compañía de muy diversas personalidades, cada una de las cuales expresaba creativamente su propia y única contribución a la tarea común de la exploración cósmica, mientras que a la vez nos sentíamos unidos por una trama de sutiles relaciones personales.

Entiendo muy bien que para mis lectores esta descripción debe contradecirse a sí misma, y lo mismo pienso yo. Pero no encuentro otro modo de expresar el hecho vívidamente recordado de que yo era al mismo tiempo miembro particular de una comunidad y dueño de la experiencia conjunta de esa comunidad.

Para decirlo de otro modo, aunque en relación a nuestra identidad de conciencia éramos un solo individuo, en relación con nuestras distintas y creadores idiosincrasias éramos personas distintas que el «yo» común podía observar. Para cada uno, como para el «yo» común, todo el conjunto de los individuos, incluso su yo individual, era un grupo de personas reales, que diferían en temperamento y experiencias íntimas. Cada uno de nosotros experimentaba el todo como si se encontrara en una verdadera comunidad, con personas unidas por lazos de afecto y mutuo juicio crítico, tal como ocurría, por ejemplo, entre Bvalltu y yo. Sin embargo, en otro plano de experiencia, el plano de la imaginación y el pensamiento creadores, la atención comunal podía desprenderse de este tejido de relaciones personales, y ocuparse únicamente en el problema de la exploración del cosmos. Podría decirse, aunque no sería enteramente cierto, que éramos criaturas distintas en el amor, e idénticas en el conocimiento, la sabiduría, los sentimientos de reverencia. En los capítulos que seguirán, que tratan de las experiencias cósmicas de este «yo» comunal, sería lógicamente correcto referirse a la mente exploradora siempre en singular, empleando el pronombre «yo» y diciendo «Yo hice esto y aquello, yo pensé esto y aquello»; sin embargo, se empleará generalmente el pronombre «nosotros» para preservar la impresión de empresa común, y evitar la falsa idea de que el explorador fue el autor humano de este libro.

Cada uno de nosotros había vivido su vida activa en uno u otro de los numerosos mundos. Y para cada uno de nosotros, individualmente, el breve curso de su existencia en el remoto mundo nativo tenía un encanto y una realidad peculiares, como la intensidad que un hombre maduro encuentra en los recuerdos de la infancia. Y no sólo esto; para todos los individuos la anterior vida privada tenía una animación y una importancia que sólo los asuntos de gran significación cósmica, en la capacidad comunal, podía hacer olvidar. Pues bien, esta realidad y encanto, esta animación e importancia de cada breve vida privada era un gran momento del yo comunal en el que todos participábamos. Parecía que bañara la experiencia comunal con su animación y su
pathos
. Pues sólo en nuestra vida personal, como nativos de algún mundo, habíamos hecho nosotros, si se me permite esta expresión, la guerra de la vida como soldados rasos luchando cuerpo a cuerpo con el enemigo. Esos mismos recuerdos de una individualidad privada, anhelante, ciega, prisionera, engrillada era lo que nos permitía observar el desarrollo de los acontecimientos cósmicos no sólo como un espectáculo sino con la acerbidad que tiene toda vida individual que brilla un instante y desaparece.

Así yo, el inglés, contribuía a la mente comunal con los recuerdos persistente de toda mi ineficaz conducta en mi mundo perturbado; y la verdadera significación de aquella ciega vida humana, redimida por su pequeña e imperfecta joya de comunidad, se me apareció, a mi yo comunal, con una claridad que aquel inglés primitivo nunca había alcanzado y no puede resucitar en este momento. En verdad, no puedo recordar ahora sino que, como «yo» comunal, pensaba en mi carrera terrestre de un modo más crítico y a la vez menos culpable que en mi estado individual; y en mi compañera de esa vida con una comprensión más fría y clara de nuestra relación, y con un afecto más generoso.

Debo mencionar aún un aspecto de nuestra experiencia como exploradores. Cada uno de nosotros se había incorporado inicialmente a la gran aventura con la esperanza de descubrir qué papel desempeñaba la comunidad en la totalidad del cosmos. Esta curiosidad no había sido satisfecha aún, pero mientras tanto otra pregunta había empezado a acosarnos insistentemente. Nuestras numerosas experiencias en otros mundos, y la nueva lucidez de nuestra mente, habían alimentado en nosotros un agudo conflicto de intelecto y sentimiento. Intelectualmente, la idea de que alguna «divinidad» independiente del cosmos, había creado el mismo cosmos nos parecía ahora menos y menos verosímil. Intelectualmente no dudábamos que el cosmos se bastaba a sí mismo: era un sistema que no tenía bases lógicas, y sin creador. Sin embargo, cada vez más, como un hombre que siente la realidad psíquica de una persona amada o un enemigo físicamente percibido, así sentíamos ante la presencia física del cosmos la presencia psíquica de lo que habíamos denominado el Hacedor de Estrellas. A pesar de las razones de la inteligencia, sabíamos que la totalidad del cosmos era infinitamente menor que la totalidad del ser, y que la infinita totalidad del ser estaba presente en todo momento del cosmos. Y con una pasión irracional buscábamos constantemente en cada menudo acontecimiento particular del cosmos la forma verdadera de esa infinitud que a falta de un nombre más exacto llamábamos el Hacedor de Estrellas. Pero, por más que buscáramos, no encontrábamos nada. Aunque en la totalidad de las cosas, y en cada cosa en particular, nos enfrentáramos con la temida presencia, su misma infinitud nos impedía que le asignáramos una forma cualquiera.

A veces nos inclinábamos a concebirlo como puro Poder, y le atribuíamos la imagen de las miríadas de divinidades del poder que habíamos conocido en tantos mundos. A veces lo concebíamos como pura Razón, y pensábamos que el cosmos era sólo el ejercicio de un divino matemático. A veces nos parecía que su esencia era el Amor, y lo imaginábamos con las formas de todos los Cristos de todos los mundos, los Cristos humanos, los Cristos equinodermos y nautiloides, el Cristo dual de los simbióticos, el Cristo enjambre de los insectoideos. Pero también se nos revelaba como Creatividad irracional, a la vez ciega y sutil, tierna y cruel, con el sólo cuidado de producir una infinita variedad de seres, concibiendo aquí y allí entre mil inanidades una frágil maravilla. Cuidaba a ésta durante un tiempo con maternal solicitud, hasta que al fin repentinamente celoso ante la excelencia de su propia creación, destruía su obra.

Pero sabíamos muy bien que todas estas ficciones eran falsas. La sentida presencia del Hacedor de Estrellas seguía siendo inteligible, aunque iluminaba cada vez más el cosmos, como el esplendor de un sol invisible a la hora del alba.

IX - La comunidad de mundos
1. Atareadas utopías

L
legó un tiempo en que nuestra recién descubierta mente comunal alcanzó tal grado de lucidez que fue capaz de ponerse en contacto aun con mundos que habían superado notablemente la mentalidad del hombre terrestre. De estas elevadas experiencias apenas guardo un borroso recuerdo, reducido ahora al estado de mero individuo humano. Soy como aquél que en los últimos extremos de la fatiga mental, intenta resucitar las más sagaces intuiciones de su perdida lucidez. Sólo recupera débiles ecos, y un vago encanto. Pero aun los recuerdos más fragmentarios de las experiencias cósmicas que me ocurrieron en aquel estado lúcido merecen ser registrados en estas páginas.

En los mundos que alcanzaban a despertar de algún modo, los acontecimientos se sucedían aproximadamente como describiré aquí. El punto de partida, se recordará, era la situación que hoy vivimos en la Tierra. La dialéctica de la historia mundial presentaba a la raza un problema que la mentalidad tradicional no podía resolver. La situación mundial se había hecho demasiado compleja para una inteligencia común, y exigía a los jefes y gobernados un cierto grado de integridad individual de la que sólo eran capaces unas pocas mentes. La conciencia había sido despertada violentamente de su primitivo estado de trance, y vivía ahora un extremo individualismo, un emocionante pero lastimoso autoconocimiento. Y el individualismo, junto con el tradicional espíritu tribal, amenazaba arruinar el mundo. Sólo luego de una larga y arrastrada agonía de perturbaciones económicas y maniacas guerras, mientras la visión de un mundo más feliz era cada vez más clara y obsesionante, fue posible llegar a la segunda etapa del despertar. En la mayoría de los casos ese despertar no sobrevenía nunca. La «naturaleza humana» o su equivalente en los distintos mundos no podía cambiarse a sí misma; y el ambiente no podía rehacerla.

Pero en unos pocos mundos respondió a su desesperada situación con un milagro. O, si el lector lo prefiere, el ambiente reformó milagrosamente el espíritu. De un despertar general y casi repentino se pasó a una nueva lucidez de conciencia y a una nueva integridad de la mente. Llamar a este cambio un milagro es solo reconocer que no podía haber sido previsto científicamente, aun con el más amplio conocimiento de la naturaleza humana tal como se había manifestado en los tiempos primitivos. A las generaciones más tardías, sin embargo, no le parecería un milagro sino un tardío despertar del estupor a la mera cordura.

Este acceso sin precedentes a la cordura tomaba al principio la forma de una generalizada pasión por un nuevo orden social, justo, y que pudiera abrazar todo el planeta. Por supuesto, ese fervor social no era enteramente nuevo. Una pequeña minoría lo había concebido en el pasado, dedicándose por entero a su difusión. Pero sólo ahora al fin, con el auxilio de las circunstancias y el poder del mismo espíritu, se extendía esta voluntad social por el mundo. Y con la pasión de esta voluntad, que hacía posibles los actos heroicos en seres apenas despiertos, se reorganizaba toda la estructura social del mundo, de modo que una o dos generaciones después todo individuo podía disponer de suficientes medios de vida, y de la oportunidad de mostrar adecuadamente su capacidad, para su propio placer y en beneficio de toda la comunidad. Era ahora posible que las nuevas generaciones entendieran que el orden mundial no era imposición de una tiranía, sino expresión de la voluntad general, y que habían venido al mundo ciertamente con una noble herencia, algo que justificaba la vida, el sufrimiento y la muerte. A los lectores de este libro un cambio semejante les parecerá un milagro, y tal estado una utopía.

Aquéllos de nosotros que procedían de los planetas menos afortunados tuvieron enseguida la experiencia alentadora, y sin embargo amarga, de ver como un mundo tras otro salían triunfalmente de una situación que parecía irremediable, de ver que toda una población de criaturas frustradas y envenenadas por el odio abrían paso a una generación donde todos los individuos eran criados con generosidad e inteligencia, de modo que no llegaban a conocer la envidia y el odio. Muy pronto, aunque no había habido ningún cambio en la base biológica, del nuevo ambiente nacía un pueblo que parecía una especie de cueva. Los nuevos seres superaban notablemente a los anteriores no sólo en salud, inteligencia, en independencia moral y responsabilidad social, sino también en salud e integridad de la mente. Y aunque se temía a veces que al suprimirse todas las causas de graves conflictos mentales se privaría también de todo estímulo a la actividad creadora de la mente, y crecería así una raza mediocre, pronto se descubrió que el espíritu no se estancaba de ningún modo, y se lanzaba al descubrimiento de nuevos campos de luchas y triunfos. La población mundial de «aristócratas» que florecía luego del gran cambio, estudiaba con curiosidad e incredulidad la edad precedente, y les era difícil entender aquella maraña de estúpidos motivos que habían guiado la acción de sus antecesores, aun los más afortunados. Se reconoció que serias enfermedades mentales, plagas endémicas de ilusiones y obsesiones, debidas a la mala nutrición y a intoxicaciones diversas, habían atacado seriamente a la totalidad de la población prerrevolucionaria. A medida que avanzaban los conocimientos psicológicos, la vieja psicología despertaba ese interés que sienten los modernos europeos por los mapas antiguos que distorsionan regiones y países hasta hacerlos irreconocibles.

Nos inclinamos a considerar que la crisis psicológica que acompañaba al despertar de esos mundos se parecía al difícil paso de la adolescencia a la madurez; era realmente, en esencia, una aparición de intereses juveniles, un dejar atrás los juegos de niños, y el descubrimiento de los intereses de la vida adulta. El prestigio de la tribu, el poder individual, la gloria militar, los triunfos industriales perdían su encanto obsesivo, y en cambio las felices criaturas se deleitaban en las relaciones sociales civilizadas, en actividades culturales, y en la empresa común de la edificación del mundo.

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