Hacedor de mundos (6 page)

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Authors: Domingo Santos

BOOK: Hacedor de mundos
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No, los camareros no habían desertado. Al menos, no todos. Pero las mesas de la terraza y del local estaban vacías. Solamente había un hombre en un rincón, ensimismado ante un vaso.

Se apoyó en el mostrador. El único camarero visible le miró.

—Déme algo fuerte —pidió David—. Coñac. O whisky. O ginebra. O lo que quiera. Pero que sea fuerte.

El camarero alcanzó una botella a sus espaldas.

—Le ha impresionado, ¿eh?

—¿Qué? —David apenas le había escuchado.

El camarero señaló con la cabeza hacia la calle.

—Lo de ahí fuera. La carnicería. Al parecer fue un kamikaze volando sobre la gente. El muy loco. Primero pareció picar hacia los peatones, luego se lanzó en un viraje suicida contra los demás aerocoches. Se hizo migas, por supuesto, pero además destrozó otros quince vehículos. Y dicen que se ha cargado también a más de dos docenas de personas. Los fragmentos de los aerocoches destrozados volaban como bala de cañón. Vaya forma estúpida de suicidarse. Y lo peor es que va a resultar difícil averiguar quien fue el loco entre tantos coches destrozados. ¿A quien van a pedir ahora responsabilidades las compañías de seguros?

David no sabía que era lo que le había puesto el camarero, pero lo engulló de un trago. Cauterizó su garganta a lo largo de todo su camino hacia abajo, y finalmente estalló en su estomago. Boqueó. Pero la insensibilización le hizo bien. Llamó al hombre.

—No se que me ha puesto, pero llénelo de nuevo. Lo necesito.

El camarero sonrió.

—Le entiendo. Yo también me he tomado uno. Para reanimarme.

Le sirvió otro vaso. David contempló durante unos instantes el líquido ambarino, luego lo engulló también de un trago. Empezó a sentirse mejor.

Miró a su alrededor. El local estaba decorado de una forma un tanto recargada, con luces y espejos y medias columnas encajadas en las paredes. Las mesitas eran hexagonales, cada una rodeada por tres sillas tapizadas en terciopelo rojo. Todas estaban muy bien alineadas, dando sensación de pulcritud. A la derecha había una puerta forrada también de terciopelo rojo, sobre la que un letrero luminoso indicaba: Toilettes. Al fondo a la derecha había el arranque de una escalera que subía a un ignoto lugar invisible desde la barra, supuso que el saloncito que le había indicado el hombrecillo. La señaló con la cabeza.

—¿Hay algún salón arriba?

El camarero asintió con la cabeza.

—Pensado para las parejas que buscan discreción y para las personas que necesitan hablar de asuntos privados. —Sonrió—. O meditar en soledad.

David miró su vaso.

—Llénelo otra vez. Supongo que sabré darle un buen uso.

El hombre llenó silenciosamente el vaso, con la discreción propia de los buenos camareros. David bebió.

—Creo que voy a ir arriba —dijo—. Como ha dicho usted muy bien, necesito meditar en soledad.

El camarero agitó la cabeza.

—Una soledad relativa —advirtió—. Otro cliente pensó exactamente lo mismo que usted hace poco. Por cierto, pidió también lo mismo —señaló el vaso—. Y se subió la botella.

David sonrió.

—Bien, entonces compartiremos nuestras meditaciones. —Se dirigió hacia la escalera.

Subió lentamente los peldaños, sintiendo en las piernas el hormigueo de un nuevo vigor. El saloncito de arriba era pequeño y acogedor. Estaba decorado de una forma idéntica al salón grande de abajo, pero contenía tan solo media docena de mesas, bastante separadas entre sí, y la iluminación era más suave.

Estaba vacío.

David examinó con sorpresa la pequeña sala, y su propia imagen le devolvió su mirada desde los espejos de las paredes. No había ninguna otra salida visible aparte las escaleras. Sobre una mesa a su izquierda había una botella casi llena y un vaso; frente a ellos, la silla estaba ligeramente corrida hacia atrás, rompiendo la alineación de todas las otras. David bebió el contenido de su vaso, que se había subido consigo, de un trago, se dirigió hacia la mesita y se sentó. Contempló la botella, sin ver realmente la etiqueta. Se sirvió otro vaso, dejando que el líquido lo llenara hasta el mismo borde, a punto de rebosar. Alzó el vaso lentamente, observando el ligero temblor de su mano, y se lo llevó a los labios. No se derramó ni una gota: bien, pese a todo, su pulso volvía a estar fuerte. Lo apuró hasta el fondo, sin sentir ya el cauterizante descenso del licor por su garganta y la llegada a su destino. ¿Qué estaba ocurriendo a su alrededor? El camarero de abajo acababa de decirle que el hombrecillo había subido allí. No se apreciaba ninguna otra salida en aquella pequeña sala, pero el hombre que le había abordado en plena calle llamándole por su nombre y advirtiéndole de un peligro inconcreto y diciéndole que debía hablar urgentemente con él había desaparecido. Nada de aquello tenia sentido. Se sirvió otro vaso. Quizá emborracharse fuera el mejor anestésico para su mente.

Unos minutos más tarde descendía de nuevo las escaleras. El camarero le miró con rostro inexpresivo mientras se acercaba a la barra.

—No ha necesitado usted meditar mucho —observó.

David solo tenía una idea fija en la cabeza.

—El hombre —señaló hacia las escaleras— - que me dijo que había subido antes que yo. No estaba arriba.

El camarero frunció el ceño.

—¿Qué hombre?

—Me indicó usted que había subido un hombre antes que yo. Que había pedido una botella y un vaso y se los había subido. La botella y el vaso si estaban, pero él no. ¿Tiene alguna otra salida el salón de arriba?

El camarero negó con la cabeza.

—No, no tiene otra salida. Pero yo nunca le dije que hubiera subido nadie. La botella y el vaso son de un cliente que salió a ver lo que había ocurrido cuando empezó todo el follón. Aún no ha vuelto.

David miró fijamente a su interlocutor. No parecía estar burlándose de él. Se estremeció. ¿Se estaban volviendo las cosas contra él? ¿Estaba el mundo real pagándole con la misma moneda?

Le hizo una desmayada seña al camarero.

—Lléneme otro vaso, por favor. Y deje la botella creo que la voy a necesitar toda.

———

Cuando salió de nuevo a la calle ya había pasado todo. En un alarde de eficiencia de las autoridades, los restos del choque múltiple habían sido retirados, las victimas llevadas donde correspondiera la circulación restablecida. David contempló por unos instantes el denso flujo de aerocoches que volvía a llenar la avenida, en ambas direcciones, a cinco niveles de altitud. En las aceras había menos gente que antes, y en algunos lugares se habían formado pequeños corros. Era todo lo que quedaba de lo ocurrido.

Echó a andar acera arriba. Entre copa y copa, mientras escuchaba zumbar su cabeza, había estado meditando en todo lo ocurrido. Primero, alguien intentaba matarle, no sabía por qué. Luego, un desconocido le abordaba llamándole por su nombre, diciéndole que sabía que habían intentado matarle y por qué, y que necesitaba hablar urgentemente con él de todo el asunto de un modo discreto, pues era arriesgado hacerlo de otra forma. Le pedía que se reunieran en un local a no más de cien metros de distancia, pero cuando llegaba allí había desaparecido. No se había ido: simplemente había desaparecido. Y el camarero que hacía unos minutos había señalado su presencia no recordaba ahora haberlo visto nunca.

Todo aquello reclamaba, a gritos y urgentemente, al doctor Payot.

De modo que se encaminó avenida arriba, volviendo sobre sus pasos. No iba a esperar una semana. No podía esperar una semana. Tenía que hacer algo, ahora. No quería volverse loco.

El licor ingerido daba una cierta flotabilidad a sus pies. No se sentía en absoluto borracho, ni siquiera achispado. Su euforia era fruto de la excitación. Necesitaba actuar: no podía quedarse cruzado de brazos.

En el edificio donde había estado hacia menos de tres horas subió directamente al piso diecisiete. Llamó a la puerta y aguardó. Hasta que hubieron pasado unos segundos no se dio cuenta de que la placa de la puerta no era la del doctor Payot. Decía:

HENRI PASCOT

Inversiones

Miró las otras puertas del rellano, pensando que se había equivocado de piso. No tuvo mucho tiempo para mirar; la puerta a la que había llamado, se abrió, y una rubia algo opulenta y con gafas le estudió críticamente desde el otro lado.

—¿Desea?

David Carraspeó.

—Perdone... creo que me he equivocado de piso. Busco al doctor Payot, en el diecisiete.

La muchacha le miró por encima de sus gafas.

—Este es el diecisiete. Y en el edificio, que yo sepa, no hay ningún doctor Payot.

David dudó. ¿Se habría equivocado de inmueble? No, era absurdo. La torre donde tenía su consulta el doctor Payot era inconfundible.

—Disculpe, pero... hace unos instantes he estado en la consulta del doctor Payot, y juraría que era aquí...

—Pues no lo es, señor. Llevamos siete años ocupando estas oficinas. Buenas tardes. —La muchacha, con la proverbial amabilidad francesa cerró las puertas en sus narices.

David se quedó unos instantes inmóvil ante la hoja de madera, que parecía burlarse de él con su dorada y reluciente placa grabada con letras negras, sin saber como reaccionar. Bajó al vestíbulo y se detuvo ante el directorio del edificio. Lo examinó atentamente: primero el piso diecisiete, luego todo el directorio. No había ningún doctor Payot.

Salió al exterior, se volvió y miró la enorme mole del edificio. Ahora el sol, a punto de ponerse, se reflejaba en un destello moribundo en los cristales del piso treinta, más o menos. Allí era donde había estado hacía apenas tres horas. No cabía ninguna duda.

Volvió a entrar. Preguntó al conserje, que se limitó a encogerse de hombros. No, no le sonaba en absoluto el nombre del doctor Henri Payot. En el edificio ni hablar, que iba a decirme, y en la zona... Bueno, había mucha gente allí, pero si como decía era un doctor tan conocido, cabía suponer que debería... Pero no.

David tuvo la impresión de que el mundo se hundía a su alrededor. El doctor Payot había desaparecido, y el se sentía ahora como un naufrago en una isla desierta, alejada de todas las rutas de navegación del mundo.

El licor estaba empezando a hacer su efecto; las piernas le flaqueaban. Llamó un taxi y, aunque estaba solamente a pocas manzanas de distancia, le dio la dirección del hotel donde se alojaba, el Imperial Concorde.

3

El calado de las cortinas creaba suaves arabescos de luz y sombra en el techo de la habitación, dando la impresión de que la lisa superficie blanca estaba adornada con un fantasmal encaje en relieve. David Cobos permaneció largo rato tendido en la cama, contemplando con ojos fijos aquel relieve inexistente. Hubo momentos en que sintió deseos de levantarse y abrir las cortinas para dejar entrar toda la luz nocturna del exterior, o cerrar las contracortinas para eliminarla completamente. Tenía la impresión de que aquellos arabescos le impedían conciliar el sueño.

Lo que le impedía conciliar el sueño era algo muy distinto. Había acudido al doctor Henri Payot en un intento desesperado de liberarse de las obsesiones que lo atormentaban. Ahora el doctor Henri Payot no existía. Y ese extraño poder que se había revelado en él tras el desastre de la Pólux II parecía haberse vuelto contra su persona, y ahora no era él quien dominaba las cosas que le rodeaban, sino esas cosas las que lo dominaban a él. No dejaba de preguntarse quien podía ser el hombrecillo que le había abordado y que tan urgentemente necesitaba hablar con él, y que había desaparecido tan bruscamente como apareciera.

Al llegar al hotel lo primero que hizo fue consultar el listín telefónico. No figuraba ningún Henri Payot, neurólogo, psicólogo, psiquiatra o parapsicólogo, con consulta en el 1122 de la avenida Presidente Clémart (antes Charles de Gaulle), llamada comúnmente la avenue du Rond Point, ni en ningún otro sitio. Figuraban tres Henri Payot, a los que llamó sucesivamente. Pero ninguno era médico.

Luego acudió a la recepción del hotel. Era probable que el recepcionista se sintiera sorprendido ante su petición de que intentara localizarle el nombre de todos los psicólogos y parapsicólogos con consulta en París, aunque no lo manifestó. David no sabía como lo consiguió, los recepcionistas de los hoteles tienen recursos personales, pero mientras estaba cenando en el comedor del hotel un botones le trajo una lista con treinta y siete nombres y sus correspondientes direcciones y teléfonos. Subió rápidamente a su habitación y empezó a llamar por teléfono. La mayor parte no contestaron, habían cerrado ya sus consultas, pero algunos que visitaban en su casa si lo hicieron, y ante su petición de ayuda: «Estoy intentando localizar al doctor Henri Payot, pero no lo consigo; pensé que, siendo ustedes colegas...», respondieron unánimemente y no sin cierta sorpresa y en algún caso con una pizca de suspicacia que desconocían la existencia de ningún doctor Henri Payot en su campo. Volvió bajar a recepción y, ante la mirada ahora ya claramente sorprendida y un tanto regocijada del recepcionista, le pidió si era posible consultar con el colegio de médicos. No, por supuesto, a aquellas horas no; habría que esperar al día siguiente. Se resignó.

Pero, mientras contemplaba el encaje de luz y sombra en el techo, David Cobos se dijo a sí mismo que debía admitir que estaba esforzándose inútilmente. Algo en su interior no quería reconocerlo, pero sabía que el doctor Henri Payot no existía ahora. «Alguien» lo había hecho desaparecer, del mismo modo que él había hecho desaparecer las flores de encima de la chimenea y la mesa de metacrilato y la silla. Tan completamente que nadie de los que antes lo habían conocido recordaban su existencia, ni siquiera sus compañeros de facultad. Tan completamente como el propio doctor Payot no había admitido que tenía unas flores sobre la chimenea, o una mesa y una silla en su sala de consulta, aunque no pudiera explicar la incongruencia de pasar visita sentado en el suelo y vestido de Napoleón, única cosa que había hecho que se rindiera a la evidencia de que lo que le decía su paciente era cierto. ¿Quién podías ser el causante de aquello?

Por supuesto, la misma persona que había intentado matarle. Porque estaba seguro de que habían intentado matarle. Y no cabía duda de que podían intentarlo de nuevo. ¿Había querido prevenirle de todo aquello el hombrecillo? ¿Y por eso había sido silenciado, desaparecido también, tan completa y efectivamente como el doctor Payot, dejando solamente como evidencia de su paso una botella casi llena y un vaso casi vacío?

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