Hacedor de mundos (10 page)

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Authors: Domingo Santos

BOOK: Hacedor de mundos
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Isabelle le miró sorprendida.

—No estoy muy versada en astronomía, pero no he notado nada raro en el cielo. Espere.

Se levantó y se dirigió a la puerta de su estudio. La vio buscar algo en una estantería llena de libros; a un lado se veía una gran mesa de dibujo y un taburete alto, con una lámpara flexible gravitando encima como un ave de presa. La muchacha regresó con un libro de respetables dimensiones.

—Es un libro de astronomía con un atlas del cielo —indicó. Se sentó de nuevo al lado de David y lo abrió. Lo hojeó hasta encontrar lo que buscaba. Se lo mostró—. Éste es el cielo boreal. Aquí...—señaló— está la osa mayor, y medio encerrada en ella la osa menor. Siempre las he conocido así.

David negó con la cabeza.

—Están deformadas. Todas las constelaciones están deformadas respecto a como las conocí de toda mi vida. Lo he estado investigando. Es como..., es como si todo el cielo se hubiera desplazado cien parsecs con respecto a Argos, la distancia a la que me hallaba yo cuando estalló la Pólux II. O mejor dicho... —dudó en continuar—, como si hubiera sido todo el sistema solar el que se hubiera desplazado esa enorme distancia, arrastrando a la Tierra con él.

Se miraron unos instantes. La muchacha palideció ligeramente.

—Para mí, el cielo siempre ha sido así —murmuró—. Con poder o sin poder.

Hubo un largo y denso silencio. Isabelle cerró el libro con lentitud.

———

Prepararon unos bocadillos para cenar. Mientras comían, vieron las noticias de la televisión. Todavía se hablaba del accidente del día anterior en la avenida del Président Clémart. El balance definitivo era de dieciséis muertos y cuarenta y dos heridos, ocho de ellos muy graves. De los muertos, catorce eran ocupantes de aerocoches y dos peatones. Todos los heridos eran peatones.

Se desconocían las causas exactas del accidente. Todo el mundo se mostraba de acuerdo en afirmar que «un loco venido nadie sabe de donde se lanzó en picado contra los peatones y, en el último momento, viró bruscamente hacia la izquierda, metiéndose de nuevo perpendicularmente en la zona reservada a los vehículos y estrellándose contra los otros aerocoches que iban correctamente por sus respectivas bandas de circulación». Fueron entrevistados un par de testigos presénciales de los hechos. Todavía se ignoraba la identidad de tres de las víctimas. Siguió la lista de las identificadas. Instintivamente, Isabelle conectó el video y grabó la relación de nombres: quizá pudieran obtener algo de ellos. Uno tenía que ser el causante de lo ocurrido.

Aunque podía tratarse de uno de los tres no identificados todavía. Cabía preguntarse si el causante de todo era realmente consciente de lo que hacía cuando se lanzó contra David Cobos, o había sido un mero instrumento ciego guiado por unas manos desconocidas o incluso si era alguien real, o simplemente una creación destinada a cumplir un objetivo determinado y luego desaparecer.

Por el momento era imposible contestar a ninguna de aquellas preguntas.

Tras las noticias empezó una película rancia. Isabelle probó los demás canales, sin hallar nada interesante en ninguno de ellos. Desconectó el aparato.

—Bien —dijo—. Seguimos estando en el mismo callejón sin salida de al principio. ¿Qué hacemos ahora?

David tampoco sabía qué podían hacer. La única solución posible parecía ser aguardar a que ellos ensayaran un nuevo movimiento. Pero eso era peligroso

Agitó la cabeza.

—Lo único que tenemos es su padre —dijo.

Ella lo miró interrogativamente.

—No creo que esto no sirva de mucho. Ya le he dicho que todo lo relativo a mi padre desapareció con él, salvo la nota y mis recuerdos. ¿Qué podemos buscar?

—No lo sé —admitió David—. ¿No llegaron nunca a establecer contacto con alguien más que tuviera...el poder?

Isabelle negó con la cabeza.

—No creo que haya tantos poseedores del poder en el mundo como para que nos vayamos tropezando por las esquinas —dijo—. Nunca me lo comentó de modo que no creo que jamás llegara a contactar directamente con nadie. Sabía de la existencia de ellos como algo difuso, una entidad amorfa de la que me hablaba a veces, pero cuya naturaleza exacta no parecía conocer.

—Pero a su padre, usted misma no ha dejado de repetírmelo, era un hombre de mentalidad científica: investigador, cuidadoso, alguien a quien no se le escapaban los detalles. Tal vez supiera más de lo que le dijo, y no quisiera comunicárselo para no preocuparla más de la cuenta o para no exponerla a peligros innecesarios. No sé. Pero lo imagino como alguien capaz de llevar una especie de diario, un libro de anotaciones o algo parecido donde ir elaborando un compendio de todo lo que sabe o ha conseguido averiguar del asunto que según usted misma ha dicho más le preocupara. Y si temía la actuación de ellos sobre su persona, como lo refleja la nota que le dejó, lo más probable es que tomara medidas para que este cuaderno, diario o lo que sea no desapareciera con él. Parece lógico, al menos.

Ella meditó unos instantes.

—Sí, parece lógico. Pero no se si lo hizo, o como pudo hacerlo. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?

—No. Pero creo que deberíamos empezar por ahí. Quizá fuera conveniente echarle un vistazo al lugar donde vivían.

—Puede ser peligroso.

—Lo sé. Pero cualquier cosa que hagamos puede ser peligrosa. Y la verdad, no me atrae demasiado la idea de meterme en un agujero y tapar la entrada para que no me vean.

—Tiene razón. Mañana iremos a echar un vistazo a Roissy.

———

Al apagar la televisión, Isabelle había puesto una suave música ambiental en una cadena de sonido oculta en algún lugar de la habitación. Era una música relajante, con ligeras connotaciones hindúes. David miró su reloj. Eran pasadas las nueve.

—Sí, creo que será mejor dejarlo para mañana. —Aquello le hizo pensar que el no era más que un invitado allí. Miró a su alrededor. Ninguno de los sofás de la sala tenía aspecto de ser un sofá cama, y no parecían muy cómodos para dormir. Vaciló—. ¿Dónde puedo dormir?

Ella le sonrió.

—En el dormitorio, por supuesto. Conmigo. Usted mismo dijo que no debíamos separarnos demasiado el uno del otro, al menos por el momento. Además —su sonrisa se hizo más amplia—, después de la tensión, un poco de sexo bien empleado es lo más relajante que existe en el mundo. Y no se olvide que mi padre tenía un proyecto muy preciso para mí. Ahora que sé que tiene usted realmente el poder, ¿Cree que le voy a dejar escapar?

Se levantó, antes de que él pudiera reaccionar, le tomó de la mano y tiró. David la siguió dócilmente hacia el dormitorio.

Era una enorme cama de agua, cuadrada, encajada en un marco tapizado de terciopelo rojo. Moverse en ella era como agitarse en el mar o bracear en una semi-ingravidez. El techo era un gran espejo de una sola pieza, probablemente plástico o metal tratado, donde se reflejaba la cama, su marco rojo, la moqueta también roja y las paredes empapeladas en dorado y negro. No había ningún otro mueble en la habitación, excepto una pequeña repisa clavada en la pared junto a la cabecera que hacía las veces de mesilla de noche, una pantalla de televisión en un ángulo, a media altura, y los altavoces ocultos del equipo de sonido. A un lado había una puerta que debía conducir directamente al cuarto de baño.

Además de poseer el poder y ser (suponía) una buena decoradora, Isabelle Dorléac demostró ser una experta en materia de sexo. Cabía suponer que por aquella habitación había pasado más de un «amigo». David, que nunca había tenido demasiado contacto con mujeres, se sintió al principio cohibido, luego se dejó llevar. Ella le desnudó y le empujó a la ducha, y cuando se dio cuenta estaban los dos bajo el chorro de agua templada, y ella le frotó la espalda y otras partes de su anatomía, riendo, y él le correspondió, y todas sus preocupaciones quedaron momentáneamente olvidadas.

Luego, en la cama ella le hizo una exhibición de todas sus habilidades, que eran muchas más de las que él creía que pudiera llegar a poseer nunca una mujer, y se sintió arrastrar hacia cúspides jamás alcanzadas.

Y de pronto, cuando estaba llegando a la última de esas cúspides, todo se hizo oscuridad a su alrededor.

5

—Dios mío, ¿Qué es esto? —oyó susurrar una voz en su oído. Notó el aliento de Isabelle Dorléac junto a su mejilla, el calor de su cuerpo desnudo apretándose contra él.

Miró a su alrededor. La oscuridad era absoluta. Bajo sus cuerpos, el suave bamboleo de la cama de agua había desaparecido.

Flotaban en la nada.

—No te muevas —susurró, jadeante. La apretó con fuerza contra sí. El calor del cuerpo de la muchacha era algo tangible. Le proporcionó seguridad.

Había algo... como un sonido. Lejano y retumbante. Y una luz rojiza muy en la distancia, que parecía estar acercándose rápidamente.

Y, de pronto, el infierno estalló a su alrededor.

Estaban en una ciudad en ruinas. Junto a ellos, una pared medio derruida osciló por unos instantes y acabó de derrumbarse, alzando una tremenda nube de polvo. El suelo estaba lleno de cascotes, hierros retorcidos... y cadáveres. Un hedor espantoso flotaba en el aire.

—Dios mío —murmuró de nuevo Isabelle, en un jadeo casi inaudible—. Dios mío.

Estaban desnudos, agazapados tras lo que quedaba de otra pared, no más de un metro de altura. Como una tétrica burla, el desgarrado papel dorado y negro que la recubría por un lado parecía querer señalarles que era lo único que quedaba de la habitación donde se hallaban unos momentos antes. Tras ellos había un sucio charco de humedad. ¿Los restos de la cama de agua?, pensó David.

Entonces lo vieron.

Era un monstruo mecánico de gigantescas proporciones. Un arma infernal. Avanzaba sobre dos enormes orugas, chirriando y resonando, tan aterrador como la bestia del Apocalipsis. En la parte superior de su enorme caparazón había una torreta que giraba inquisitivamente hacia todos lados, como buscando. Un sol rojizo, como de sangre, colgado en el brumoso cielo, se reflejaba en su ominosa superficie metálica.

Parecía estar buscándoles.

—Tenemos que irnos de aquí —susurró David, agazapándose más tras la semi-derruida pared—. Antes de que nos vea.

—¿Dónde? —la voz de Isabelle era también un susurro.

David no lo sabía. No sabía nada de lo que pasaba a su alrededor, pero se daba cuenta de que debían correr si querían salvar sus vidas.

En aquel momento, en algún lugar, se inició una feroz descarga de artillería. Las explosiones parecieron oscurecer aún más el tenebroso cielo. La enorme maquina apocalíptica que tenían delante pareció volverse frenética.

—Vamos —dijo David—. A cualquier lado, pero lejos de aquí.

Echó a correr, semi-agazapado, procurando mantenerse oculto de la bestia de metal, sin soltar la mano de la muchacha. En aquel momento el artefacto de guerra pareció localizarles; su torreta giró hacia ellos con gran rapidez, y de un orificio en su parte frontal surgió un delgado rayo verdoso. Un enorme paño de pared se desmoronó tras ellos. Isabelle lanzó un grito de terror.

Siguieron corriendo. El fuego de artillería estaba ante ellos; David se desvió hacia la izquierda. No se atrevía a mirar atrás. Notaba como los cascotes que llenaban el suelo se clavaban dolorosamente en sus pies. Isabelle tropezó y cayó. Gritó de dolor. Cuando se levantó de nuevo, había sangre en la parte inferior de su pecho izquierdo.

David maldijo en voz alta. La enorme maquina había girado sobre sus orugas y se había lanzado en su persecución. Derribaba muros y aplastaba cascotes a su paso como si fueran de papel, chirriando y zumbando demoníacamente. Avanzaba mucho más aprisa que ellos, pronto los alcanzaría. Era preciso hacer algo, y rápido. ¿Pero qué?

—¡Alto! ¿Quién hay ahí?

David se arrojó bruscamente al suelo, arrastrando consigo a la muchacha. Ante ellos había aparecido una figura de pesadilla. Era un soldado, evidentemente..., pero como jamás había visto ninguno. Iba completamente enfundado en una armadura metálica de color gris oscuro, mate, lo que podría llamarse un color camuflaje, llena de pertrechos que colgaban por todas partes. Bajo el enorme casco, dotado de antenas y detectores y aparatos de naturaleza y finalidad desconocidas y un poderoso foco, ahora apagado, su rostro quedaba oculto y protegido por unas grandes lentes, indudablemente de amplificación, y una rejilla metálica oscura que cubría su boca y nariz, sin duda un dispositivo antigases. Llevaba en las manos un enorme fusil de extraño diseño, que apuntaba hacia ellos.

La enorme maquina que los seguía reaccionó instantáneamente a la nueva presencia. Sus orugas chirriaron mientras variaba ligeramente de dirección. El soldado la vio también, alzó su fusil y disparó rápidamente. Aquella no debía ser la primera vez que se enfrentaba a aquellos monstruos mecánicos, porque apuntó directamente al orificio en el centro de su torreta superior. Hubo un fuerte destello, y la enorme masa se tambaleo. La torreta giró alocadamente a uno y otro lado. David comprendió que el soldado había acertado en su cañón láser. Pero este percance no pareció intimidar a la maquina de guerra. Sus orugas chirriaron alocadamente, alzando una nube de polvo, cascotes y quizá restos de huesos humanos, y la enorme mole se lanzó hacia adelante a una velocidad inaudita. El soldado comprendió la intención de su oponente y se echó con celeridad a un lado, pero no fue lo suficientemente rápido. Se oyó un agónico grito, bruscamente cortado cuando la gran masa le alcanzó, le derribó y le paso por encima. Se detuvo

unos metros más allá y giró en redondo, con gran chirrido de orugas. Estaba buscándoles de nuevo a ellos.

David vio una abertura a su izquierda que se adentraba directamente en el suelo. No sabía lo que era ni dónde conducía, pero ofrecía protección. Tiró de la aterrorizada Isabelle.

—¡Vamos, por aquí! —urgió.

La gran máquina avanzaba ya de nuevo hacia ellos. Descendieron unas escaleras medio rotas. Parecía una antigua boca de metro, llena de detritus. Llagaron a un vestíbulo en penumbra, siguieron bajando más escaleras. El andén inferior estaba casi a oscuras. Retrocedieron unos pasos. El hedor era insoportable.

El suelo estaba lleno de cadáveres.

David sintió una arcada. Dio media vuelta y sujetó a la muchacha, obligándola a enterrar el rostro contra su pecho. Permaneció unos instantes inmóvil, escuchando. Allá arriba seguía oyéndose el fragor lejano de la artillería, y un sonido mucho más próximo, el monstruo mecánico buscándoles en la superficie. Toda aquello era una pesadilla, se dijo. Tenia que ser una pesadilla.

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