Hades Nebula (34 page)

Read Hades Nebula Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Viendo al espectro con semejante facha, no pudo evitar dejar escapar un gruñido de risa. Pensó en contárselo a José cuando volviera a verlo, y ese pensamiento le alegró; seguramente no le creería ni en un millón de años, pero su treta había funcionado. ¡
Dios bendiga al doctor Rodríguez por los pequeños favores
!

Repitió la operación con los otros dos, y salió fuera, rezando para que aún quedara algo de tiempo.

Malacara vio a Dozer asomarse a través de la puerta, y sus miradas se cruzaron brevemente. Sus ojos encendieron en él la mecha de la rabia; éstos eran perfectamente normales, no blancos como los de los muertos. Tenían iris. Tenían pupilas; de alguna forma, había sobrevivido a los
zombis
. Muñeco dijo algo, pero no lo escuchó. Los dientes le rechinaban. Se podía sobrevivir a un
zombi
, pero no a tres en una habitación cerrada. Era algo que se aprendía cuando llevabas sobreviviendo un tiempo, un hecho innegable, casi una ley física. Y menos, si estabas desprovisto de armas como aquel tipo.

Pero allí estaba, indemne.

—¡Dispárale! —bramó—. ¡Dispara a ese tío!

Malacara no hablaba mucho, era más bien un hombre de hechos. En su opinión, en el mundo había demasiadas palabras. La gente hablaba sobre cosas, opinaba sobre cosas y se enredaba en banales conversaciones sobre lo que se haría en un momento dado. Malacara prefería
hacer
. Los hechos eran tangibles, se podían constatar. Y así, cuando pronunció aquellas palabras, salvó la vida a Dozer sin proponérselo.

—¡Víctor! —llamó Dozer, apremiante—. ¡VÍCTOR!

Víctor apareció tras la esquina.
Jesús, mira esos ojos
, pensó Dozer, fascinado por la expresión de su rostro.
Son como dos huevos duros
. Estaban enrojecidos, como si hubiera pasado el último minuto llorando. Un hilo de moco blancuzco se descolgaba de su nariz hasta el labio superior.

—¡CORRE AQUÍ! —llamó.

Pero Víctor no se movió inmediatamente. Su cabeza era un hervidero de inquietud. Había visto
zombis
ahí dentro,
zombis
despiadados de grandes dientes prominentes y miradas iracundas. Pero entonces miró a Dozer, asomado en el marco de la puerta, y se convenció de que no podía haber monstruos detrás de él. No sabía lo que había hecho, pero de alguna manera se había librado de aquellos espectros, porque de lo contrario estarían encima de él.

Y con esos pensamientos en la mente, empezó a avanzar hacia aquel hombre que le tendía la mano. Víctor no reparó en el hecho, pero Dozer bailaba la vista a cada segundo entre él y los hombres de arriba. Y lo que estaba viendo era cómo Malacara le quitaba la escopeta a Macho.

—¡Dispara a ese tío! —había dicho Malacara.

Macho volvió la cabeza para mirarlo. Estaba todavía bastante perplejo por lo que acababa de pasar allí abajo, pero aún era más sorprendente ver al amigo de Muñeco decir algo. A Macho no le gustaba. Sus ojos tenían el brillo frío y muerto de las estrellas, e incluso cuando lo veía aparecer se las arreglaba para no dar la impresión de que
venía
, sino más bien que
acechaba
. Era como un espantajo, delgado, y siempre vestido de negro. Le daba escalofríos. Pero a Muñeco le gustaba andar con él, Dios sabría el porqué, y Muñeco era el jefe.

—¡Dispara, coño! —volvió a decir Malacara, fuera de sí.

—¿Qué? —preguntó Macho estúpidamente, saliendo de su perplejidad.

—¡CORRE AQUÍ! —Oyó decir a uno de los mamones que habían pillado en la carretera. Volvió la cabeza instintivamente, a tiempo de ver a aquel tipo extraño con la mano extendida.

Malacara montó en cólera, pasó por delante de Muñeco y alargó la mano de dedos largos y crispados para coger la escopeta. Entonces hizo bailar el cargador con un rápido movimiento —¡
Clac, clac
!— y pasó el arma sobre la barandilla.

Pero para entonces era demasiado tarde. Víctor desaparecía por el marco de la puerta una fracción de segundo antes de que una lluvia de metralla se incrustara contra la hoja. Ésta se sacudió como si hubiera sido sacudida por un mazazo, las astillas volaron hacia atrás a medida que los proyectiles hacían saltar las tablas.

Malacara miró la hoja de la puerta, mientras una sensación de rabia que percibió como una neblina rojiza inundaba su mente.

—¡Abre bien los ojos, semental! —exclamó Muñeco—. ¡Ya se fueron los chivitos por la parte de atrás!, ¿qué andas con ésas?

—¡Vamos! —dijo el tuerto.

Y echaron a correr por la pasarela mientras debajo, en algún lugar del laberinto, la sorpresa final del juego, un Javier con los ojos blancos y anhelantes de carne humana, daba un alarido estremecedor.

—¡Por aquí! —dijo Dozer abriendo la puerta al otro extremo de la estancia.

La luz entró en la sala, retirando las penumbras que allí se habían congregado. Víctor dio un respingo cuando descubrió las figuras de los
zombis
, pero rápidamente comprendió lo que pasaba. Se golpeaban torpemente con las paredes, o chocaban unos contra otros, cegados por esas cosas que llevaban (¿
enrolladas
?) en la cabeza.

—¡Rápido! —apremió Dozer.

Al mismo tiempo, uno de los
zombis
se llevó ambas manos a la cara y empezó a tirar de la sudadera. La prenda se estiró todo lo que dio de sí, pero sin ceder. Víctor lo miraba como si lo contemplara a través de una pantalla, en la seguridad del salón de su casa.

—¡VÍCTOR!

Víctor se activó, sobrecogido por el grito. Retrocedió dos pasos, pero descubrió que no podía apartar la vista del
zombi
. Éste seguía imprimiendo fuertes tirones insistentemente. Hasta él se daba cuenta de que la sudadera cedería en cualquier momento, pero continuaba ausente, sin asociar el peligro que iba implícito.

Otra vez fue Dozer quien lo sacó de su ensimismamiento. Se adelantó, lo tomó del brazo y tiró de él hacia la puerta. En ese mismo instante, la cabeza del
zombi
se liberó. Sus cabellos estaban revueltos en mil bucles endemoniados, dándole la apariencia de un loco. Levantó la barbilla y abrió la boca como si necesitase una buena bocanada de aire, pero era sólo un gesto reflejo, una reacción recuerdo de cuando la vida, la vida
natural
, alimentaba su cuerpo. Sus pulmones ya no necesitaban aire. Hacía tiempo que habían dejado de funcionar.

Dozer empujó a Víctor a través de la puerta, sacándolo al exterior, pero demasiado tarde. El
zombi
había identificado a Víctor como presa, y su expresión se iluminó a medida que el deseo enloquecedor por su carne
viva
crecía en su interior. Dozer cruzó el marco y apenas si tuvo tiempo de cerrar la puerta tras de sí, pero no fue suficiente: el espectro embistió como un toro embravecido y golpeó la hoja, que saltó contra él con una fuerza desmesurada. Dolorido por el portazo, aún se las arregló para volver a cerrarla, empujando con ambos brazos.

—¡Víctor, la tabla!

—La tabla... —repitió Víctor, indeciso.

Dozer resopló pesadamente. Al otro lado, el espectro arremetía contra la puerta con toda la fuerza de que era capaz. A cada embestida, la hoja saltaba varios centímetros y volvía a cerrarse.

—¡La tabla, CIERRA LA PUERTA CON LA TABLA!

Víctor se puso en movimiento, tomó el pesado tablón del suelo y se las arregló para colocarlo sobre los soportes metálicos. Encajó con un sonido reconfortante, sin problemas, y la puerta dejó de temblar casi al instante. Al otro lado, el espectro gritaba con una voz extrañamente femenina, aguda y enervante.

—Dios, Dios, Dios... —dijo Dozer.

Se daba cuenta ahora de que le faltaba la respiración y sudaba, sobre todo su frente. El hecho le sorprendió en cierta medida, porque su forma física era impecable y no estaba acostumbrado a fatigarse tanto por tan poco. Debía estar más agotado de lo que pensaba, y no del todo recuperado de los días de enfermedad. De cualquier modo, se incorporó y miró alrededor, consciente de que el peligro aún no había pasado. Habían perdido más tiempo del que pensaba en superar la habitación, y los cuatro hombres debían estar corriendo hacia allí, con sus escopetas en la mano. Sabía positivamente que esta vez no se andarían con juegos. Si no salían de allí inmediatamente, acabarían tendidos en el suelo, sobre un copioso charco de sangre.

—Esto no ha terminado —dijo Dozer mientras intentaba orientarse.

Estaban ahora en la parte trasera, aunque era difícil decirlo porque el viejo edificio estaba en medio del campo. Toda la zona de tránsito alrededor de la nave era estéril, sólo tierra y polvo que el suave viento levantaba y arrastraba algunos metros más allá. Contra la pared había cajas y una buena pila de (¿
maletas
?) maletas de viaje, de las que asomaban los restos de algo que alguna vez debió de ser un bonito vestido de alegres colores, ahora mortecinos y consumidos por el sol y el polvo.
Son de otros concursantes
, se dijo, entre conmovido y aterrado. Más allá, el campo se extendía formando una planicie sólo interrumpida por algunas colinas de formas suaves.

Ese espectáculo lo desmoralizó profundamente. No podrían esconderse en ninguna parte; no había árboles, ni rocas de gran tamaño, o hendiduras en el suelo donde pudieran escabullirse para intentar pasar desapercibidos. Era como un eterno campo de labranza, allanado y listo para sembrar.

Entonces recordó algo.

¡El vehículo! Aquel monstruo de enormes ruedas y aspecto herrumbroso que se constituía en severo atentado contra las normas estéticas más elementales; el mismo que había visto mientras estaba atado a la viga... Víctor había dicho que llevaban algo atado a él, y eso sólo significaba una cosa: que aquella amalgama de restos de utilitarios
funcionaba
. Pero ¿cómo se llegaba hasta allí? El laberinto le había hecho perder completamente toda referencia; y aunque no sabía si debía ir a la izquierda o a la derecha, el tiempo era un factor que jugaba en su contra.

Eligió ir por la izquierda.

—¡Vamos, por aquí! Y por el amor de Dios, ¡CORRE!

Y vaya si corrieron. En poco tiempo dejaron atrás la fachada de aquel lado de la nave y volvieron a girar a la izquierda, corriendo agazapados pegados al muro. En aquel extremo habían colocado grandes barriles en la explanada, equidistantes unos de otros. El suelo era una jungla de cristales rotos que parecían lanzarle guiños a medida que el sol incidía en ellos. Dozer no podría decirlo con seguridad, pero parecía un campo de tiro.

Cuando estaban a punto de girar de nuevo, sin embargo, escucharon voces que se acercaban. Dozer se volvió para mirar a Víctor: le preocupaban más sus constantes bloqueos que el hecho de enfrentarse a aquellos hombres; si podía contar con él aunque sólo fuera en aquella ocasión, quizá todavía podrían tener una oportunidad, aunque fuese pequeña. Pero lo que vio entonces le tranquilizó en cierta medida: Víctor señalaba una fosa abierta en el suelo, a apenas dos metros de donde estaban, mientras se cruzaba los labios con el dedo índice.

Corrieron hasta allí y se lanzaron dentro, sin esperar a averiguar dónde se estaban metiendo. Al caer, se encontraron entonces con los pies enterrados en una montaña de ceniza que aún humeaba ligeramente, y que incluso a través de las botas se notaba todavía cálida. Pero esperaron agazapados, tan quietos como les era posible, mientras los pasos de sus perseguidores se dejaban oír cerca de ellos. Víctor tenía los ojos fuertemente cerrados, y Dozer se preguntó si estaría rezando. No le pareció mal, en aquellos momentos necesitaban toda la ayuda que pudieran recibir.

Mientras escuchaban, acuclillados contra la pared del foso, vio una forma conocida que, sin embargo, se le escapaba. Sobresalía de entre la ceniza: un palo alargado de formas curvilíneas en cuya punta relucía un pomo de color blanco. Ya había visto antes algo así, pero ¿dónde?

Por fin lo comprendió, y su verdadera naturaleza se le reveló con una contundencia abrumadora. Era un fémur, un fémur quebrado por el calor que, de alguna forma, había sobrevivido a las llamas, y ahora despuntaba como un símbolo funerario. Más allá había otros restos: aquello no eran trozos de una vasija, sino costillas, y lo de más allá no era una roca blanca con estrías irregulares, sino la mitad de un cráneo.

Era una pira funeraria; probablemente, el lugar donde aquellos sádicos se deshacían de los cadáveres que ya no les proporcionaban diversión.

—Creo que han pasado... —susurró Víctor.

Dozer asintió; también él lo creía. Los sonidos de los pasos se habían desvanecido con la misma rapidez con la que habían llegado. Se asomó por el borde del foso y vio que la explanada estaba tan vacía como antes. Era el momento de aprovechar la oportunidad, porque o mucho se equivocaba, o los cuatro hombres se habían dividido en grupos de dos para darles caza por ambos lados del complejo. Si era así, el camino estaba expedito.

Abandonaron el foso, arrastrando la barriga y el pecho sobre la tierra para encaramarse a su parte más alta, y echaron a correr otra vez. Unos momentos más tarde, llegaban a algo nuevo: un sendero que se alejaba del lugar siguiendo una trayectoria sinuosa. La tierra tenía perfectamente marcada las huellas de unas grandes ruedas. Dozer se detuvo y alargó el brazo derecho para frenar la carrera de Víctor.

—¿Qué...?

—Mira....

Siguió las huellas hasta el edificio, y descubrió que se perdían bajo un listón de chapa, como la reja de un escaparate. En su parte superior había un mecanismo para que éste se enrollara. Si las huellas no mentían, aquel era el acceso al garaje que habían estado buscando.

—Su coche —dijo Dozer—. Está ahí dentro...

A Víctor se le iluminaron los ojos al escuchar aquello.

—El coche... ¡Mis cosas!

—Tenemos una oportunidad.

Se acercaron al portón y descubrieron que no estaba cerrado. Tenía sentido, porque ningún
zombi
tenía la capacidad para manipular la reja: hacían falta al menos dos personas para levantarla sin que se descompensara.

—¡Ayúdame! —pidió Dozer, agachándose para agarrar uno de los extremos.

Resultó que la reja no era tan pesada como había temido: la mantenían bien engrasada pese al polvo que reinaba en el lugar. Pero al aplicar el primer empellón, crujió terriblemente, y el sonido se elevó por encima del silencio, grave y arrastrado como la pesada lápida de piedra de un nicho.

—Dios... —dijo Víctor, retirando las manos como si hubiera hecho sonar una bocina de alarma.

Other books

A Taste of Liberty: Task Force 125 Book 2 by Lisa Pietsch, Kendra Egert
The Engagements by J. Courtney Sullivan
Kicking Tomorrow by Daniel Richler
The Rain Began to Fall by A. K. Hartline
Dark Tides by Chris Ewan