Hades Nebula (47 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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La ráfaga de una ametralladora sonaba ahora amenazadoramente cerca. Alba dio un respingo y se escondió entre las piernas de Isabel.

—¿Qué está pasando? —preguntó la niña.

—No lo sé, cariño...

De repente, la gente que estaba alrededor empezó a moverse, pero sin control; unos corrían y otros permanecían en el sitio, confusos, mientras que unos terceros se movían casi por inercia, mirando alrededor, intentando comprender qué estaba ocurriendo. En sus voces despuntaban destellos de miedo, fríos como hojas de navajas.

Moses detuvo a uno de los hombres que pasaba a su lado, cogiéndolo por el brazo.

—¿Qué pasa, amigo? —preguntó.

El hombre clavó su mirada en él, con ojos despavoridos. Se pasó la lengua por los labios antes de responder, como si le costase trabajo ordenar sus pensamientos.

—¡Los soldados! —dijo al fin—. ¡Se han ido!

—¿Ido?

—¡Los que nos vigilaban, se han ido calle arriba!

Moses se empinó sobre sus propios pies para mirar por encima de la multitud, intentando divisar si lo que decía era cierto, pero no fue capaz de ver nada. Calculaba que allí se habían congregado varios cientos de personas, y las cabezas se movían en todas direcciones. El hombre, decidido a continuar su camino, aprovechó para liberarse dando un pequeño tirón, pero entonces vio a Gabriel y a la pequeña Alba y se detuvo de nuevo. Sus ojos reflejaban ahora desconcierto.

—¡Venga adentro, hombre! —dijo al fin—. ¿No ve que están pasando cosas?

Una mujer tironeaba de su brazo desde el otro lado. Sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas y se tapaba la boca con la mano izquierda.

—¡Rafael, vamos! —decía—. ¡Vamos!

—¡Vengan adentro, aquí es peligroso! —dijo Rafael, y sacudiendo la cabeza, se perdió entre la masa de gente.

—Creo que tiene razón, Mo... —dijo Isabel.

Moses asintió, y empezaron a andar hacia el Parador, abrigados por la masa de gente que ya se encaminaba hacia allí. Tardaron casi cinco minutos en recorrer una corta distancia, porque la entrada formaba un embudo que ralentizaba el acceso. En ese tiempo, la inquietud seguía en aumento. Los disparos eran cada vez más frecuentes, y el ruido de la sirena no cesaba. Moses no alcanzaba a imaginar qué pasaba, aunque jugaba con diversas hipótesis. Podría tratarse de una brecha en la seguridad del complejo,
zombis
que pudieran haber encontrado una forma de acceder al recinto por algún sitio y estuvieran causando problemas. O podría tratarse de un ataque externo, lo que representaba la única explicación razonable que se le ocurría para el uso de la sirena; demasiado bien sabía que aquel ruido persistente y atroz atraería a los espectros como una buena cagada atrae a las moscas en mitad del campo. La Alhambra era considerada todavía una fortaleza inexpugnable gracias a la solidez y el volumen de sus murallas, defendidas por veintidós torreones, pero los
zombis
eran un tipo de enemigo que nadie había previsto, y los militares no tenían tantos hombres como para garantizar una defensa eficaz. Si él estuviera en su pellejo, seguramente habría ideado una estratagema similar: activar un sonido para atraer a los muertos y dejar que ellos se ocupasen de los enemigos que pudieran estar acechando en el exterior.

Pero cuánto había de verdad en sus reflexiones, Moses no lo sabía. Lentamente, daba pequeños pasos, ensombrecido por un sentimiento lúgubre, casi de fatalidad, que parecía apoderarse de todos los que tenía alrededor. Sin embargo, a medida que atravesaban el umbral y regresaban al Parador, las voces callaban. Se sentían otra vez más seguros.

Gabriel no tenía excesivo miedo: había demasiados adultos a su alrededor como para sentirse asustado, y además, en cierta manera, se sentía protegido por su hermana. Si hubiera algún peligro
real
, suponía que ella habría dicho algo muy de su estilo: «Gaby, ¡tenemos que escondernos detrás de la segunda cama a la derecha!», «Gaby, ¡tenemos que ir por aquel sitio!», o quizá: «Gaby, ¡este sitio no es seguro, tenemos que irnos!» Pero como permanecía callada y tranquila, suponía que las cosas, sencillamente, estaban siguiendo su curso. Aun así, salir al exterior en mitad de la noche era una lata, la manta que le habían echado por encima olía mal, y sólo deseaba que todo pasara rápido para volver a la cama y descansar.

Pero Alba no estaba tranquila. Desde que Isabel la había despertado, estaba superada por una vorágine de pensamientos que se sucedían en su mente a una velocidad endiablada. Era como ver múltiples instancias de una misma cosa, como si su mente se hubiera desplegado revelando una miríada de facetas, como las de un prisma, y en cada una de ellas se formase una secuencia de imágenes que no alcanzaba a enfocar con claridad. Eso hacía que estuviera algo mareada, aunque lo peor era esa sensación desapacible de tener la cabeza batida como la masa ligeramente arenosa de una tarta de coco.

Y por si esas tribulaciones no fueran de por sí bastante insoportables, alguien empezó a gritar.

Fue una mujer llamada Rosa la que los vio primero. Se había apartado un poco de la masa, porque las aglomeraciones le provocaban rechazo, y si éstas estaban compuestas de personas desaseadas y con rasgos evidentes de debilidad, falta de higiene y problemas se salud, más todavía. Naturalmente, Rosa hacía mucho que no se miraba a un espejo, porque habría encontrado que ella misma no se diferenciaba mucho del resto de aquellos hombres y mujeres, pero en su cabeza, ella seguía siendo la misma de siempre, y una cosa era cierta, al menos usaba el agua para asearse debidamente cada mañana; porque muchas de aquellas personas empezaban a oler como los viejos sofás de la sala de televisión de un geriátrico de tercera fila. Olían a enfermedad, a pedos y a insalubridad. Era, como habría dicho ella misma, detestable.

Pero ahora Rosa escudriñaba la distancia con ojos entrecerrados. Aún estaban lejos, pero unos potentes focos barrían la calle Real, instalados en las ventanas de los edificios circundantes y, envueltos en la bruma de sus halos, divisaba las figuras que le habían visitado en sueños casi cada noche en los últimos meses. Sus maneras desgarbadas de caminar eran inconfundibles, y Rosa supo casi de inmediato que eran
ellos
. No sabía cómo, pero estaban allí, a apenas cien metros. Los
sucios
, putrefactos y abyectos seres salidos de algún oscuro pozo del infierno. Alguien disparó una pequeña ráfaga, y la figura dio un par de pasos hacia atrás, sacudiendo los brazos como si fuese a echar a volar. Pero luego continuó avanzando.

Rosa se quedó sin aire, bloqueada por una terrible opresión en el pecho. Sin poder evitarlo, se dobló hacia delante y vomitó un filo hilo de saliva, porque su estómago estaba completamente vacío. Y luego volvió a mirar. Definitivamente, eran
cosas
... y o mucho se equivocaba, o en cuestión de segundos su número se había doblado.

Entonces vibró como un diapasón, con los ojos abultados como dos huevos duros y gritó.

Los
zombis
avanzaban por la calle Real, pero ninguno de los soldados que los enfrentaban sabía a ciencia cierta de dónde habían salido. Nadie les había dado instrucciones para esa eventualidad, y no existía en realidad ningún protocolo de invasión del perímetro. Estaban desorganizados, disparaban sin mucho acierto y, llevados por el nerviosismo, gastaban ingentes cantidades de munición hasta que los cuerpos caían al suelo, cosidos por un sinfín de heridas profundas y sangrantes.

Gritaban, daban y recibían órdenes contradictorias, y parte de las instrucciones que se vociferaban quedaban eclipsadas por el ruido de los disparos. La barricada que habían montado para separar el área civil era más una molestia que otra cosa, porque por algún motivo, los
zombis
aparecían desde todas partes. Nadie sabía exactamente cómo había ocurrido, pero las puertas habían sucumbido: las poderosas tablas de la Puerta de la Justicia, construidas por orden de Tusuf I en el año 749 de la Égira, pendían ahora inútiles, y los
zombis
avanzaban a través del recinto quebrado, y en los dinteles de los arcos el símbolo que representaba la defensa contra el enemigo para los antiguos musulmanes estaba caído en el suelo, separadas sus partes en muchos pedazos que los espectros pisaban en su camino hacia el interior.

En la puerta sur del Palacio Real, Romero asistía a la escena con labios apretados. Ahora estaba perfectamente claro el motivo de la sirena. Era una forma de conjurar a los muertos, de llamarlos a la lucha. Y después de invocarlos, de atraerlos desde las calles de la ciudad, les habían facilitado el acceso volando las puertas con algunos de los muchos explosivos que guardaban en distintas dependencias. Al menos dos de las puertas, a juzgar por las dos explosiones que se habían podido oír.

Trauma, Trauma
...

Cómo se la habían jugado. Sus hombres repartidos por toda la condenada Alhambra, los
zombis
ganando terreno a cada segundo, y seguía sin saber quiénes eran o dónde estaba Aranda.

Hijos de puta
.

—Soldado, orden prioritaria: envíe a veinticinco de sus hombres a vigilar los camiones. Hombres de confianza. Que NADIE se acerque a menos de diez metros de ellos. Y otra cosa: ordene al resto que se replieguen, coño —exclamó—. Al interior del palacio.

—Sí, señor —dijo el soldado que estaba a su lado.

Pero su voz sonaba demasiado grave, extraña, como si brotara directamente del estómago. Romero sabía a qué se debía.
Está acojonado, pensó. Puto idiota de mierda
.

Y desapareció en el interior.

El grito de Rosa causó un gran revuelo entre la gente que aún no había accedido al Parador, que era todavía mucha. Varias personas se acercaron para saber qué ocurría, pero cuando vieron en la distancia las conocidas figuras, se olvidaron completamente de ella. Con la oscuridad, nadie había reparado en ellas, pero algunos espectros se acercaban tambaleantes entre los muros del área arqueológica del Palacio de Abencerrajes, a no mucha distancia.

Y cuando alguien gritó: «¡Los muertos están dentro!» con la voz aguda y desaforada de alguien que se desliza por una resbaladiza cuesta sin control alguno, el caos estalló.

Las situaciones que ponen en peligro extremo la propia vida sacan lo mejor y lo peor de las personas. El instinto de conservación, innato en el ser humano, es un factor determinante para que uno decida proteger su vida por encima de las demás. Es un instinto vegetativo, ancestral, un centinela constante del miedo, que en sí mismo no es otra cosa que la ley de la defensa. Y puede... puede que algo de eso influyera en lo que ocurrió después.

La muchedumbre se precipitó al unísono contra la puerta, corriendo incluso más allá de lo que sus desvalidas fuerzas les permitían. Nadie pareció reparar en el hecho, pero varias personas cayeron al suelo, superadas por la gente que tenía detrás. Sus manos se alzaron brevemente, temblorosas, pero terminaron por desaparecer entre la masa de cuerpos que se arracimaba apretadamente. Inesperadamente, las puertas comenzaron a cerrarse. Los puños se alzaron, y los gritos alcanzaron cotas estridentes. La gente empujaba, pero desde el interior del Parador redoblaban los esfuerzos y parecían ganar centímetros a cada instante. Alguien gritó desesperado el nombre de algún otro que había reconocido entre los que estaban dentro, pero la hoja se cerraba... se cerraba...

Isabel se encontró en medio de la algarabía, sin ser realmente consciente de cómo había empezado. El tumulto la zarandeaba de un lado a otro, y apretaba a los niños contra su cuerpo con toda la fuerza de la que era capaz. Sabía que si los perdía y caían al suelo, nunca los recuperaría, y ese pensamiento la aterraba más que ninguna otra cosa. En un momento dado, sintió que algo tiraba de ella, apretándola por la cintura, y dejó escapar un chillido de sorpresa; pero al volver la cabeza vio que se trataba de Moses. Intentaba sacarla de entre el gentío.

—¡Por el otro lado! —gritó alguien.

Unos cuantos echaron a correr en distintas direcciones, buscando accesos alternativos. Se movían como encorvados, y en la oscuridad de la noche no se diferenciaban mucho de los
zombis
. Cuando tuvo campo de visión suficiente, Moses se fijó en los
zombis
. Trotaban hacia ellos, como montados en caballos invisibles, y tendían sus manos hacia delante, casi como si se anticiparan ya al hecho de aprehenderlos.

Moses contó seis... ocho espectros, pero casi al instante, divisó algunas figuras más apareciendo en la distancia, difusas todavía en las tinieblas de la noche.

Se estremeció.

—Mo... —suplicó Isabel.

Sus ojos no imploraban por ella, y Moses lo supo al instante. Bajó la cabeza y se encontró con la mirada de Gabriel, viva, despierta, inteligente. No había miedo en ella, y ese conocimiento le infundió nuevos ánimos.

Inmediatamente, Moses pensó en las armas. Las que Susana y José no habían utilizado las habían dejado en el parterre, ocultas por la manta. Había al menos cuatro más, si no se equivocaba. Él no era bueno con las armas, pero suponía que sería capaz de acertar a aquellas cosas, de un modo u otro. Y estaba Sombra. Cuando lo conoció, llevaba una ametralladora, y por lo que sabía, había pertenecido a alguna especie de grupo armado. Pero ¿dónde había ido a parar?

Lo buscó entre el gentío, mirando rápidamente a uno y otro lado. Vio rostros embargados por el terror y la desesperación, pero ninguno pertenecía a Sombra.

De hecho, no estaba por ninguna parte.

—Pero... ¿qué hacen? —decía Sombra.

Miraba con incredulidad y creciente horror cómo un grupo de hombres cerraban las puertas del Parador. Empujaban con todas sus fuerzas, esforzándose por dejar al resto de sus compañeros fuera. Los gritos que llegaban del exterior se reducían paulatinamente en intensidad a medida que la hoja ganaba terreno. Sombra se llevó una mano al pecho, impresionado por lo que estaba ocurriendo. No se les dejaba fuera. Se les estaba condenando a una muerte atroz.

—¡Por el AMOR DE DIOS! —gritó.

Pero entonces volvió la cabeza y se encontró con los rostros de las personas que estaban dentro, como él. Nadie decía nada, sólo miraban cómo el resquicio se reducía. Sus facciones no comunicaban ninguna expresión, como si el hecho de que la puerta se clausurase hubiese devuelto la normalidad al gigantesco dormitorio comunal en que se había convertido el Parador. Una señora con la piel ajada y flácida le miraba con reproche, como si se hubiera vuelto loco o (que Dios le perdonase) hubiera perdido la compostura en la V Reunión Anual de Amantes del Té.

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