Hades Nebula (48 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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Eran como niños pequeños a los que se les concede el capricho por el que han estado berreando. Estaban conformes, tranquilos, y sólo los aullidos del exterior rompían el silencio que había caído sobre la sala.

Callan, pero de pura vergüenza, se dijo. Saben que son culpables, cómplices en su silencio y su inacción, pero aun así les importa poco. Están dispuestos a sacrificar sus conciencias por salvar el culo esta noche. Están a salvo, o eso creen, y eso es lo que les importa
.

¿Y él? Se debatía entre intentar algo o no. Eran bastantes los que habían logrado entrar. Calculaba que un centenar, probablemente. Algunos se alejaban ya hacia el interior, apoyándose unos sobre otros, dando el asunto por zanjado. Habían perdido una preciosa cantidad de energía para llegar allí los primeros, y ninguno de aquellos hombres o mujeres estaba en disposición de perder ni una caloría, pero él no estaba tan mal. Tenía hambre, por supuesto, pero lograría imponerse, si quisiera. Suponía que podría derribar a bastantes de aquellos tipos, al menos por un tiempo, porque al fin y al cabo todos aquellos hombres desnutridos y harapientos eran como muertos vivientes. Pero parecían tan conformes con su crimen, que probablemente lo reducirían si intentaba abrir la puerta de nuevo, o manifestarse siquiera en su contra. Y si eso ocurría, ¿qué podría hacer él?, ¿golpearía a todas aquellas personas, que no eran más que víctimas de un abandono atroz?, ¿atacaría a la presidenta de la V Reunión Anual de Amantes del Té?, ¿sería capaz?

La respuesta apareció en su mente, brillante como un neón y contundente como un mazazo.

No, no sería capaz.

Entonces, recorrido por una oleada de impotencia, se dio la vuelta, bajó la cabeza y apretó los párpados para contener las lágrimas.

—¡MO! —gritaba Isabel.

Los
zombis
habían dejado de trotar, ahora corrían.

Era como si pudieran oler la carne y escuchar el delicioso bullir de la sangre caliente circulando por las venas: algo en los vivos los atraía de una forma abrumadora.

Moses había cogido a Alba en brazos. Gabriel era bastante mayor y podía correr al ritmo de ellos, pero la pequeña estaba cansada, necesitaba alimento, y cuando intentaba seguirles lo hacía dando pequeños traspiés, siempre a punto de caerse de bruces.

No tardaron en llegar al lugar donde habían ocultado las armas. Con mucho cuidado, puso a Alba en el suelo y empezó a desenvolver la manta.

—¿Quieres una? —preguntó.

Isabel negó con vehemencia. Se sentía mareada, y una angustia asfixiante le oprimía el estómago, poniéndola al borde de la náusea. Pero no, no quería ningún arma. Ni en un millón de años se imaginaba manejando uno de aquellos cacharros. Eran pesados, olían a hierro virgen y no soportaba su estridencia mortal. Tampoco podía concebir una situación en la que ella se atreviera a disparar contra aquellas cosas. Eran demasiado parecidos a
personas
, incluso con todas aquellas monstruosas heridas.

—Podríamos necesitar que llevaras una, Isabel... —dijo Moses.

—N-no. No....

Moses levantó sus brazos lentamente y le puso el fusil en las manos. Ella se sorprendió por el peso de éste, y aunque su rostro estaba contraído por el terror, no lo dejó caer. Lo apretó contra ella como si fuera a acunarlo.

—Bien... Muy bien. Es sólo por si acaso, ¿de acuerdo?

Isabel asintió.

Gabriel se adelantó un paso, con gesto decidido.

—¿Puedo llevar yo una? —preguntó. Dudó un momento y añadió—: ¿Señor?

Moses le miró, sorprendido. El chico tenía un gesto decidido y valiente, y de alguna forma, supo que haría un buen uso del fusil si le entregaba uno. Pero sabía que eso terminaría de destruir su inocencia, si le quedaba alguna. No por el hecho de cargar con un arma y estar dispuesto a usarla, sino en el caso de tener que usarla. Apuntar a un espectro a la cabeza y ver cómo caía al suelo en medio de un millar de salpicaduras sangrientas era una imagen que se grabaría a fuego en sus jóvenes retinas. Algo con lo que viviría siempre. Por fin, intercambió una breve mirada con Isabel y en sus ojos leyó la confirmación que necesitaba: una clara negativa acicalada por un temor paralizante.

—No quieras utilizar uno de éstos tan pronto, Gabriel —contestó suavemente—. Es algo que te cambia por dentro, ¿sabes? Una vez has usado un arma contra alguien... ya nada vuelve a ser lo mismo.

Gabriel asintió.

En la distancia, el aire de la noche se llenaba cada vez más del intenso rugir de los disparos, los gritos, el aullido de la sirena y el murmullo apagado de las aspas del helicóptero que seguía sobrevolando la fortaleza. Todo ese caos envolviendo la antiquísima fortaleza contribuía a imprimirles una sensación de emergencia, como si tuvieran que moverse rápidamente y cada segundo contase. Moses sabía que los próximos minutos eran vitales: no le cabía duda de que la Alhambra acabaría por llenarse de muertos vivientes.

—Ahora movámonos —dijo entonces—. Tenemos que buscar un sitio donde refugiarnos mientras pasa esto.

Los condujo a través de los jardines que quedaban a la espalda del Parador, caminando tan silenciosamente como podían. No sabía cómo estaban las cosas más allá, pero su intención era dirigirse hacia los edificios que rodeaban el Patio de los Leones. Quizá pudieran escabullirse en el interior de alguno, bloquear el acceso y confiar en que la emergencia pasara. Estarían más cerca de los soldados, y suponía, o más bien
esperaba
, que eso fuese algo bueno.

Y cuando miró hacia la brillante luna en el cielo nocturno, recordó la conversación que había tenido con José hacía sólo unas horas y rogó a Dios para que el destino que les tuviese preparado fuese benigno, porque si las cosas se ponían peor, no estaba seguro de que fuesen capaces de superarlas.

Pero si, como creía, había alguien moviendo los hilos en el gran escenario cósmico, éste no había empezado siquiera a mover sus piezas.

23. HADES NEBULA

—¿Ha funcionado? —preguntó Zacarías.

—Tal como usted predijo —contestó Marcos. Sonreía, pero de una manera fría y al mismo tiempo desagradable. El
composite
dental de una de sus paletas delanteras destacaba entre los dientes oscuros con un brillo espectral.

—Previsible hijo de puta... —rió Zacarías.

—¿Lo hacemos ya? —preguntó Marcos.

—Dales diez minutos todavía... que se replieguen. Que entren todos. Y luego ejecuta.

—Va a ser una traca de mil millones de demonios —comentó Marcos.

—Si Mahoma no va a la montaña, la montaña caerá sobre Mahoma.

Y Marcos rompió a reír.

En el exterior del Parador, los muertos daban caza a los vivos, inexorables, imparables. Los supervivientes intentaban correr, con el corazón desbocado y la respiración al borde del colapso, pero no tenían ya fuerzas. Caían al suelo, derribados por los espectros que, literalmente, les saltaban encima. Incluso los que intentaron rodear el edificio para llegar a alguna de las otras entradas cayeron bajo el abrazo mortal de los muertos. Los dedos se cerraban en torno a las gargantas, las garras arañaban y despedazaban, y las bocas impuras descarnaban la carne de los huesos. Los gritos llenaron la noche, agudos, desquiciantes, pero incluso ésos terminaron por apagarse, como sus vidas.

Abraham estaba inquieto.

Habían ocurrido demasiadas cosas desde que los dos recién llegados habían salido al exterior, y a juzgar por cómo se había desarrollado la vida en el campamento (un estadio de tranquilidad supina donde un día no destacaba más que otro), no le quedaba ninguna duda de que todo estaba relacionado de alguna forma.

Primero fue el helicóptero. Salió volando por encima de la muralla, como una libélula atroz recortada contra el cielo nocturno, para perderse en dirección a la ciudad. Abraham supo que el sonido de los disparos de José y Susana debía haber provocado que los militares mandaran a un vigía para ver qué demonios ocurría allí abajo, y se maldijo por no haber pensado en ello. Pensaba en los problemas que eso podría traer a los dos valientes cuando la sirena empezó a aullar.

Cualquiera que hubiera sobrevivido tan sólo dos días a la pandemia sabía que un sonido semejante haría que cualquier muerto viviente en los alrededores hiciera lo imposible por desplazarse hasta allí, pero en honor a la verdad suponía que eso era un dato que no importaba a nadie; aunque rodearan la fortaleza por completo, jamás conseguirían atravesar sus murallas o vencer las robustas puertas de acceso. Pero luego llegaron los soldados, husmeando por todos los rincones. Abraham se escondió en las penumbras de una de las torres, adherido a la pared como un extraño insecto gigante. Los soldados llegaron a estar a su lado, y él cerró los ojos y contuvo la respiración, deseando que pasaran de largo. No ponían mucho empeño en lo que hacían, así que sus deseos se vieron cumplidos; se alejaron prontamente para buscar en otras zonas, y muy pronto no fueron más que un recuerdo.

Abraham no sabía qué buscaban, si era a él como jefe de zona temporalmente desaparecido o alguna otra cosa, pero no iba a dejar que lo encontraran hasta averiguarlo. Sin él, José y Susana jamás podrían volver a entrar en la Alhambra.

Pero después ocurrieron otras cosas, y Abraham se olvidó de los soldados. Hubo explosiones, y después disparos (montones de ellos) y por último, gritos. Toda la base parecía haber enloquecido. Para entonces, su cabeza daba vueltas con las posibilidades que todas esas cosas configuraban en su mente. No sabía si regresar al Parador o continuar allí, no sabía quién disparaba contra quién, si se trataba de
zombis
o aún peor: una posible represalia de los militares contra la población civil.

Si algo así hubiera ocurrido, se dijo, jamás se lo perdonaría.

Pensaba en todo eso cuando un sonido cercano, grave y retumbante le hizo dar un respingo. Se quedó quieto, inmóvil, intentando decidir de qué se trataba. Los gritos en la distancia no le ayudaban a pensar con claridad.

El ruido se repitió, ahora con dos golpes breves y seguidos.

Entonces sus ojos se iluminaron.

¡Era la puerta! Con todo el lío y el miedo que había pasado, casi había olvidado lo más importante. ¡Eran Susana y José, tenían que ser ellos!

Bajó de nuevo los escalones que le separaban de la puerta y descorrió la perilla del cerrojo. Pero antes de tirar de la pesada hoja le invadió una súbita inquietud... ¿y si no eran ellos?, ¿y si eran los
zombis
?

¿Puede un zombi llamar a la puerta?

Un zombi quizá no... pero ¿y un soldado?

—¿José? —preguntó al fin. Su voz estaba cargada de duda.

—¡Abraham! —exclamó una voz femenina al otro lado—. ¡Abre, somos nosotros!

Cuando abrió la puerta y se encontró con ellos cara a cara, se sintió aliviado y contento. Tuvo que ahogar el impulso de no lanzarse sobre Susana para abrazarla, y en lugar de eso, se contentó con hacer rápidos ademanes con la mano para que pasaran.

—No puedo creer que lo hayáis conseguido... —exclamó.

—Uf... nosotros tampoco, tío —dijo José.

Estaba cansado, horriblemente cansado. Los pies le ardían dentro de las botas, y los brazos estaban doloridos. El hombro latía con un calor tenue, como de fiebre local, por acción del martilleo del fusil. Cuando encontraron la puerta bloqueada por aquellas tablas claveteadas, resolvieron dar la vuelta caminando hacia el este, pegados al muro, hasta regresar a la única entrada que sabían que estaba abierta: la que Abraham les había proporcionado. Pero el camino había sido duro, sobre todo recorriéndolo de noche, y se habían rasgado la ropa con las muchas zarzas y arbustos; en un par de ocasiones al menos, trastabillaron al pisar en falso sobre las piedras sueltas y sentían los tobillos ardientes.

Cerraron la puerta tras de sí y se quedaron otra vez a oscuras.

—¿Tenéis las medicinas?

—Las tenemos. ¡Y algo más!—dijo Susana.

Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y extrajo una de las muchas barras energéticas que habían sacado de la farmacia. La lanzó hacia Abraham, quien consiguió cogerla instintivamente a pesar de la oscuridad.

—¿Qué es esto? —preguntó, palpando el envoltorio metálico.

—Barras energéticas —dijo Susana—. Con chocolate. Hemos traído tantas como pudimos. Y complejos vitamínicos.

—Para... «estados carenciales» —añadió José, levantando una ceja.

Ni José ni Susana pudieron verlo, pero un brillo de ilusión se encendió en los ojos de Abraham. El tacto del envoltorio le produjo una sensación casi mágica, como si fuera el regalo de Navidad por excelencia y él tuviera otra vez ocho años. Por un segundo, tuvo un pensamiento fugaz, un deseo imperioso de arrancar el papel y meterse la chocolatina en la boca; volver a usar los dientes para masticar y, quizá, sentir la explosión de sabor en sus papilas gustativas. Pensó en tragar aquella suerte de galleta llena de aportes por la garganta, y sentirla, reconfortante, en su estómago. Pero entonces pensó en todos los demás y sacudió la cabeza.

Se la guardó en el bolsillo del pantalón, sin saber que nadie la probaría jamás.

—Gracias... de verdad, muchas gracias —exclamó. El tono iba y venía debido a la emoción que le embargaba—. Han estado pasando cosas... —continuó diciendo.

—¿Qué ha pasado?, ¿qué es esa especie de alarma?

—Hemos oído disparos mientras veníamos hacia aquí —dijo José.

Abraham asintió.

—No sé qué pasa. No me he movido de aquí... pero ahí dentro está ocurriendo algo. Había soldados buscando algo... y sí, ha habido montones de disparos. Y gritos.

Susana pestañeó. De repente todo su cuerpo reaccionaba ante esas palabras, con la piel erizándose de un modo casi doloroso. Lo del helicóptero había sido bastante malo; significaba que los militares habían escuchado los disparos y estaban bajo alerta, pero... ¿explosiones?, ¿gritos?

Algo andaba mal. Muy mal.

—Abraham... llévanos de vuelta —dudó un segundo, y después añadió—. ¡Deprisa!

A la una y cuarto de la madrugada, la sirena dejó de sonar. Emitió un pitido agudo y estridente, y luego nada. Nadie la había tocado; sencillamente, su viejo y cansado motor había girado varias docenas de veces más de lo que podía soportar y se colapsó, soltando una lluvia de chispas sobre la hojarasca que había alrededor.

Los muertos sabían que en el interior había
vivos
, y golpeaban las puertas del Parador con los puños cerrados y hostiles. Eran incansables. Seguirían haciéndolo hasta el fin de la eternidad.

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