Harry Potter. La colección completa (294 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
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—¡Quieto!

—Una actitud muy prudente, Granger —musitó Malfoy—. Nueva directora, nuevas reglas… Portaos bien, Pipi-pote, Rey Weasley…

Y dicho eso se alejó riendo a carcajadas con Crabbe y Goyle.

—Se estaba marcando un farol —dijo Ernie muy afligido—. No puede ser que esté autorizado a descontar puntos… Eso sería ridículo…, desmontaría por completo el sistema de prefectos.

Pero Harry, Ron y Hermione habían girado automáticamente la cabeza hacia los gigantescos relojes de arena que, instalados en hornacinas a lo largo de la pared que tenían detrás, registraban los puntos de las casas. Aquella mañana Gryffindor y Ravenclaw iban empatados en cabeza. Mientras ellos miraban, unas cuantas gemas ascendieron, con lo que disminuyeron las que había en la parte inferior de los relojes de ambas casas. El único reloj de arena que no cambió fue el de Slytherin, lleno de esmeraldas.

—Lo habéis visto, ¿verdad? —comentó Fred.

Él y George habían bajado por la escalera de mármol y se reunieron con Harry, Ron, Hermione y Ernie frente a los relojes de arena.

—Malfoy acaba de descontarnos cincuenta puntos —explicó Harry, furioso, mientras unas cuantas gemas más pasaban de la parte inferior a la superior del reloj de arena de Gryffindor.

—Sí, Montague también ha intentado jugárnosla en el recreo —aseguró George.

—¿Qué quieres decir con eso de que lo ha intentado? —preguntó rápidamente Ron.

—No ha podido pronunciar todas las palabras —explicó Fred— porque lo hemos metido de cabeza en el armario evanescente del primer piso.

Hermione estaba horrorizada.

—¡Ahora sí que os habéis metido en un buen lío!

—No hasta que Montague reaparezca, y pueden pasar semanas. No sé adónde lo hemos enviado —comentó Fred, impasible—. Además… hemos decidido que ya no nos importa meternos en líos.

—¿Os ha importado alguna vez?

—Claro que sí —respondió George—. Nunca nos han expulsado, ¿no?

—Siempre hemos sabido cuándo teníamos que parar —añadió Fred.

—A veces nos hemos pasado un pelín de la raya… —admitió su gemelo.

—Pero siempre hemos parado antes de causar un verdadero caos —dijo Fred.

—¿Y ahora? —inquirió Ron, vacilante.

—Pues ahora… —empezó George.

—… que no está Dumbledore… —siguió Fred.

—… creemos que un poco de caos… —continuó George.

—…es precisamente lo que necesita nuestra querida nueva directora —concluyó Fred.

—¡No lo hagáis! —susurró Hermione—. ¡No lo hagáis, de verdad! ¿No veis que le encantaría tener un pretexto para expulsaros?

—Veo que no lo has entendido, Hermione —dijo Fred sonriente—. Ya no nos importa que nos expulsen. Nos marcharíamos ahora mismo por nuestro propio pie si no estuviéramos decididos a hacer algo por Dumbledore. Bueno —miró su reloj—, la fase uno está a punto de empezar. Yo en vuestro lugar entraría en el Gran Comedor, y así los profesores sabrán que no habéis tenido nada que ver.

—Nada que ver ¿con qué? —se extrañó Hermione, alarmada.

—Ya lo verás —dijo George por toda respuesta—. Y ahora, corred.

Los gemelos se dieron la vuelta y se perdieron entre la multitud que descendía por la escalera hacia el comedor. Ernie, muy desconcertado, murmuró algo acerca de unos deberes de Transformaciones que no había terminado y se escabulló.

—Mirad, creo que deberíamos largarnos de aquí —opinó Hermione con nerviosismo—, por si acaso…

—Está bien —admitió Ron, y los tres se encaminaron hacia las puertas del Gran Comedor, pero cuando Harry apenas había vislumbrado el techo de aquel día, por el que se deslizaban unas nubes blancas, alguien le dio unos golpecitos en el hombro, y, al girarse, casi chocó contra la cara de Filch, el conserje. Harry se apresuró a dar unos cuantos pasos hacia atrás; a Filch era mejor verlo desde lejos.

—La directora quiere verte, Potter —dijo el hombre con una sarcástica sonrisa.

—No he sido yo —repuso Harry maquinalmente preguntándose qué podía ser eso que planeaban Fred y George. Los carrillos de Filch temblaron, sacudidos por una risa silenciosa.

—Tienes remordimientos de conciencia, ¿eh? —comentó entre resuellos—. Sigúeme.

Harry miró a Ron y Hermione, que parecían preocupados, y luego se encogió de hombros y siguió a Filch por el vestíbulo, contra la marea de estudiantes hambrientos.

Filch estaba de un buen humor poco habitual en él; tarareaba con la boca cerrada mientras subían por la escalera de mármol. Cuando llegaron al primer rellano, el conserje dijo:

—Las cosas están cambiando, Potter.

—Ya lo he notado —repuso Harry con apatía.

—Sí… Llevo años diciéndole a Dumbledore que es demasiado blando con vosotros —le contó el conserje chasqueando la lengua con desprecio—. Vosotros, pequeñas bestias inmundas, nunca habríais tirado bombas fétidas si yo hubiera estado autorizado a azotaros hasta dejaros en carne viva, ¿verdad que no? A nadie se le habría ocurrido lanzar discos voladores con colmillos por los pasillos si yo hubiera podido colgaros por los tobillos en mi despacho, ¿verdad que no? Pero cuando entre en vigor el Decreto de Enseñanza número veintinueve, Potter, podré hacer todas esas cosas… Y la nueva directora ha pedido al ministro que firme una orden para expulsar a Peeves. Sí, ya lo creo, las cosas van a ser muy diferentes por aquí ahora que ella está al mando…

Era evidente que la profesora Umbridge había hecho todo lo posible para ganarse la simpatía de Filch, pensó Harry, y lo peor era que seguramente el conserje resultaría un arma muy útil; podía decirse que nadie conocía como él los escondites y los pasadizos secretos del colegio, después de los gemelos Weasley.

—Ya hemos llegado —indicó Filch sonriendo con malicia a Harry mientras daba tres golpes en la puerta del despacho de la profesora Umbridge y la abría—. Le traigo a Potter, señora.

El despacho de la profesora Umbridge, con el que Harry ya estaba familiarizado tras sus numerosos castigos, estaba igual que siempre. La única excepción era el enorme bloque de madera que había en la parte delantera de su mesa, con unas letras doradas que rezaban:
«DIRECTORA.»
Además, la Saeta de Fuego de Harry y las Barredoras de Fred y George estaban atadas con cadenas, a su vez aseguradas con candados, a una sólida barra de hierro que había en la pared, detrás de la mesa, y al verlas Harry notó una punzada de dolor.

La profesora Umbridge estaba sentada detrás de la mesa, muy ocupada escribiendo en un trozo de su pergamino rosa, pero levantó la cabeza y mostró una amplia sonrisa al verlos entrar.

—Gracias, Argus —dijo con dulzura.

—De nada, señora, de nada —repuso Filch, que se inclinó todo lo que le permitió su reumatismo y salió caminando hacia atrás.

—Siéntate —le indicó a Harry la profesora Umbridge de manera cortante señalando una silla.

El chico se sentó y la profesora siguió escribiendo. Harry se fijó en los feos gatitos que retozaban en los platos que la profesora Umbridge tenía colgados en la pared, y se preguntó qué nueva y espeluznante sorpresa le tendría preparada.

—Bueno —dijo por fin la profesora mientras dejaba la pluma encima de la mesa. Parecía un sapo a punto de engullir una mosca especialmente sabrosa—. ¿Qué te apetece beber?

—¿Cómo dice? —preguntó Harry, convencido de que no había oído bien.

—¿Qué te apetece beber, Potter? —repitió ella, ampliando aún más su sonrisa—. ¿Té? ¿Café? ¿Zumo de calabaza?

Cada vez que nombraba una bebida, daba una sacudida con su corta varita mágica, y una taza o un vaso aparecían sobre su mesa.

—Nada, gracias —contestó Harry.

—Quiero que tomes algo conmigo —insistió la profesora con una voz peligrosamente dulce—. Elige.

—Bueno…, pues té —decidió él encogiéndose de hombros.

La profesora Umbridge se levantó, se colocó de espaldas a Harry y, con mucha parsimonia, añadió leche a la taza. Entonces pasó junto a la mesa, con la taza en la mano, sonriendo con una ternura siniestra.

—Toma —dijo, y le dio la taza—. Bébetelo antes de que se enfríe, ¿de acuerdo? Muy bien, Potter… Me ha parecido oportuno mantener una breve charla contigo después de los lamentables sucesos ocurridos anoche. —Harry no dijo nada. La profesora Umbridge volvió a sentarse en su silla y esperó. Se produjo una larga pausa, que la bruja interrumpió diciendo con jovialidad—: Pero ¡si no te estás bebiendo el té!

Harry se llevó la taza a los labios y de repente la bajó. Uno de los horribles gatitos pintados de la profesora Umbridge tenía unos enormes y redondos ojos azules, como el ojo mágico de Moody, y a Harry le dio por pensar qué diría
Ojoloco
si se enteraba de que él había bebido té ofrecido por un enemigo declarado.

—¿Qué pasa? —preguntó la profesora Umbridge, que seguía observándolo—. ¿Quieres azúcar?

—No —respondió Harry.

Volvió a llevarse la taza a los labios y fingió que bebía un sorbo, aunque mantuvo la boca firmemente cerrada. La sonrisa de la profesora Umbridge se ensanchó.

—Así me gusta —susurró—. Estupendo. Veamos… —Se inclinó un poco hacia delante—. ¿Dónde está Albus Dumbledore?

—No tengo ni idea —respondió Harry sin vacilar.

—Bebe, bebe —lo animó la profesora Umbridge sin dejar de sonreír—. Dejémonos de juegos infantiles, Potter. Sé perfectamente que sabes adónde ha ido. Dumbledore y tú estáis juntos en este asunto desde el principio. Piensa en tus intereses, Potter…

—No sé dónde está.

Harry fingió que volvía a beber.

—Está bien —aceptó la profesora Umbridge, contrariada—. En ese caso, haz el favor de decirme dónde está Sirius Black.

Harry notó una opresión en el estómago. Le tembló la mano con que sujetaba la taza de té, que repiqueteó contra el platillo. Se llevó una vez más la taza a la boca, con los labios apretados, y unas gotas de líquido caliente se derramaron por su túnica.

—No lo sé —aseguró, quizá precipitadamente.

—Permíteme recordarte, Potter —comentó la profesora Umbridge—, que fui yo quien estuvo a punto de atrapar al criminal Black en la chimenea de Gryffindor en octubre. Sé perfectamente que estaba hablando contigo, y si tuviera alguna prueba, ninguno de los dos andaríais sueltos ahora, te lo prometo. Te lo preguntaré una vez más, Potter, ¿dónde está Sirius Black?

—Ni idea —aseguró Harry en voz alta—. No tengo ni la más remota idea.

Se miraron fijamente, tanto rato que Harry notó que le lloraban los ojos. Entonces la profesora Umbridge se levantó.

—Muy bien, Potter, esta vez confiaré en tu palabra, pero te lo advierto: el Ministerio me respalda. Todos los canales de comunicación de entrada y salida del colegio están vigilados. Hay un regulador de la Red Flu que vigila todas las chimeneas de Hogwarts, excepto la mía, por supuesto. Mi Brigada Inquisitorial abre y lee todo el correo lechucil que entra y sale del castillo. Y el señor Filch vigila todos los pasadizos secretos de entrada y salida del castillo. Si encuentro la más mínima prueba de que…

¡PUM!

El suelo del despacho tembló. La profesora Umbridge se desplazó hacia un lado y se sujetó a la mesa, impresionada.

—¿Qué ha sido eso?

Miraba hacia la puerta. Harry aprovechó la ocasión para vaciar la taza de té, casi llena, en el jarrón de flores secas que tenía más cerca. Oía que la gente corría y gritaba varios pisos más abajo.

—¡Vuelve al comedor, Potter! —gritó la profesora Umbridge levantando la varita y saliendo muy deprisa del despacho. Harry le dio unos segundos de ventaja y salió tras ella para ver cuál era el origen de tanto alboroto.

No le costó mucho averiguarlo. Un piso más abajo reinaba un caos absoluto. Alguien (y Harry tenía una idea bastante aproximada de quién se trataba) había hecho explotar lo que parecía un enorme cajón de fuegos artificiales encantados.

Por los pasillos revoloteaban dragones compuestos de chispas verdes y doradas que despedían fogonazos y producían potentes explosiones; girándulas de color rosa fosforito de un metro y medio de diámetro pasaban zumbando como platillos volantes; cohetes con largas colas de brillantes estrellas plateadas rebotaban contra las paredes; las bengalas escribían palabrotas en el aire; los petardos explotaban como minas allá donde Harry mirara, y en lugar de consumirse y apagarse poco a poco, esos milagros pirotécnicos parecían adquirir cada vez más fuerza y energía.

Filch y la profesora Umbridge estaban de pie, petrificados, en mitad de la escalera. Mientras Harry contemplaba el espectáculo, una de las girándulas más grandes por lo visto decidió que lo que necesitaba era más espacio para maniobrar, y fue dando vueltas hacia donde estaban la profesora Umbridge y el conserje, emitiendo un siniestro «¡liiiiuuuuu!». Ambos gritaron de miedo y se agacharon, y la girándula salió volando por la ventana que tenían detrás y fue a parar a los jardines. Entre tanto, varios dragones y un enorme murciélago de color morado, que humeaba amenazadoramente, aprovecharon que había una puerta abierta al final del pasillo para escapar por ella hacia el segundo piso.

—¡Corra, Filch, corra! —gritó la profesora Umbridge—. ¡Si no hacemos algo se dispersarán por todo el colegio!
¡Desmaius!

Un chorro de luz roja salió del extremo de su varita y fue a parar contra uno de los cohetes. En lugar de quedarse parado en el aire, éste explotó con tanta fuerza que hizo un agujero en el cuadro de una bruja de aspecto bobalicón, retratada en medio de un prado; la bruja corrió a refugiarse justo a tiempo, y apareció unos segundos más tarde apretujada en el cuadro de al lado, donde un par de magos que jugaban a las cartas se levantaron rápidamente para dejarle sitio.

—¡No los aturda, Filch! —gritó furiosa la profesora Umbridge, como si el conjuro lo hubiera pronunciado él.

—¡Como usted diga, señora! —exclamó resollando el conserje, quien siendo un
squib
jamás habría podido aturdir aquellos fuegos artificiales. Corrió hacia un armario cercano, sacó de él una escoba y empezó a golpear con ella los fuegos artificiales. Unos segundos más tarde, la parte delantera de la escoba estaba en llamas.

Harry ya había visto suficiente; riendo, se agachó cuanto pudo, corrió hacia una puerta que sabía que estaba un poco más allá, oculta detrás de un tapiz, y entró por ella. Allí encontró a Fred y George, que, escondidos, escuchaban los gritos de la profesora Umbridge y de Filch e intentaban contener la risa.

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