Pablo colgó y se fue por la puerta lateral. Había hecho un par de metros cuando a sus espaldas sonó un silbato. Giró la cabeza y vio el patrullero estacionado junto al cordón y un uniformado que con el dedo le hacía seña de que se acercara.
—¿Yo? —preguntó Pablo.
—Sí, usted, venga.
Pablo obedeció.
—¿Es vivo usted? —preguntó el policía.
—Entré a hablar por teléfono —se justificó Pablo.
—¿Por qué se escapaba?
—No me escapaba.
—¿Se cree muy vivo?
—No.
—Documentos.
Sacó la cédula y se la dio.
—Espere acá.
Se dirigió hacia el patrullero y Pablo amagó seguirlo. El policía se dio vuelta:
—Allá, le dije.
Pablo retrocedió dos pasos. El policía fue a entregarle la cédula a alguien que estaba dentro del auto. Pablo sabía que ahora la chequearían por el digicom. En el bar seguía el control mesa por mesa. Podía ver los movimientos a través del vidrio. Dos muchachos se levantaron y salieron escoltados por los tres policías. Eran dos flacos altos, de campera, de alrededor de veinte años. Los hicieron colocar de cara a la pared, las manos apoyadas arriba y las piernas abiertas, y los palparon de armas. Desde donde estaba Pablo no podía oír lo que les preguntaban. Tal vez no hubiese preguntas.
Después, los tres hombres se apartaron y fueron a detenerse al borde de la vereda. Tampoco parecía que hablaran entre ellos. Miraban a los muchachos que seguían con las manos levantadas. La escena quedó así, muda y fija. Atrás estaba el farol iluminando la esquina y más allá la sombra de los árboles. Pasaron dos autos. Nadie entró ni salió del bar. Alguien, una mujer, se asomó por la puerta de una casa del otro lado de la calle, vio lo que estaba pasando y volvió a meterse.
El policía giró hacia Pablo:
—Acérquese.
Pablo obedeció.
—¿A qué se dedica?
Se lo dijo.
—¿Dónde vive?
Se lo dijo.
El policía tenía la cédula en la mano y la daba vueltas de un lado y del otro. Pablo intuyó que el trámite había terminado y que sólo estaba jugando un poco antes de permitir que se marchara. En efecto, después de mirar el documento una vez más, se lo devolvió:
—Puede irse.
Pablo lo guardó en el bolsillo de la campera y se alejó. Advirtió que se estaba esforzando para que su paso fuese normal, no demasiado lento, no demasiado rápido. Se sintió tonto y se lo reprochó: ¿Qué te pasa, de qué te estás cuidando? Dobló, anduvo media cuadra y se detuvo. No quería irse sin ver cómo terminaba la cosa con los dos muchachos. Prendió un cigarrillo, dio un par de pitadas y regresó.
Cuando se asomó y miró hacia la otra esquina se sorprendió como ante una prueba de magia. El patrullero ya no estaba. No se veía a nadie por ninguna parte. Ni autos ni gente en la calle desierta. De repente había una quietud excesiva y la claridad del bar proyectada sobre la vereda era la única señal de vida.
Se fue acercando con la impresión de que sus pasos resonaban fuerte y que debían oírse desde mucha distancia. Se detuvo junto a la vidriera y miró para adentro. La mesa de los dos muchachos estaba vacía. La gente conversaba igual que antes. La música era la misma. Se quedó esperando, como si tuviera que suceder algo. Pero nada sucedía. Oyó un ruido a sus espaldas y al darse vuelta vio que en la casa de la vereda de enfrente se había abierto la puerta de antes y la mujer se asomaba, aunque no terminó de salir. En la ventana de la casa de al lado, detrás del vidrio, a medias tapada por la cortina, había otra figura de mujer, en sombra, mirando también hacia la calle.
Pablo decidió entrar en el bar y probar de nuevo con el teléfono. Se sorprendió pensando que ahí la policía ya había estado y que por el momento seguramente no volvería.
Cuando comenzó a discar vio que el mozo acababa de despejar la mesa donde habían estado los dos muchachos. Le pasó la rejilla, colocó un cenicero limpio y acomodó las sillas. Casi inmediatamente entró una pareja y se sentó.
El teléfono de Ana seguía dando señal de ocupado. Marcó el número de Roberto. Atendió Sara, la mujer. Pablo le dijo que estaba por ir a visitar a una amiga, que andaría cerca de la casa de ellos y que si no se hacía muy tarde después pasaría a tomar un café.
—Te esperamos —dijo Sara con voz entusiasta.
—No es seguro.
—Tratá de venir.
—Depende de la hora.
—Vení, no seas vago.
La insistencia y el tono de buen humor de Sara lo reconfortaron. Cuando colgó se sentía un poco mejor.
Tomó un colectivo derecho por Rivadavia, bajó en Primera Junta y después caminó cuatro cuadras hasta el edificio donde vivía Ana. Llamó por el portero eléctrico y esperó. No atendieron. Volvió a llamar. Recién a la tercera vez oyó la voz de Ana deformada por el aparato que preguntaba quién era.
—Soy yo, Pablo.
Subió y al salir del ascensor la encontró esperándolo en el pasillo. Estaba muy seria.
—¿Qué pasó?
Pablo la besó, le rodeó la espalda con el brazo y la empujó suavemente hacia el interior del departamento.
—Ahora te explico —le dijo.
—¿Pasó algo?
—El teléfono se me volvió a descomponer.
—Ya me di cuenta.
—¿Me estuviste llamando?
—Varias veces. Conozco una vecina del segundo piso. Su teléfono funciona.
—¿Tenés café hecho?
—Ahora preparo. Contame de una vez.
—¿Y Daniel?
—Ya se acostó.
Mientras Ana ponía a calentar agua, Pablo contó. Ella lo escuchó sin interrumpirlo y después preguntó:
—¿Por qué hiciste eso?
—¿Qué cosa?
—Bajar a comprar vino.
—Qué sé yo. Me había puesto un poco intranquilo. Quería verles las caras.
—Otra vez lo mismo. Me querés decir qué ganás con verles las caras.
—Nada, no gano nada.
—¿Entonces?
—No puedo evitarlo.
—Todo al revés.
—¿Cómo al revés?
—En lugar de quedarte en tu casa, andas paseándote, mostrándote, entrando y saliendo todo el tiempo.
—No tengo por qué esconderme.
—¿Qué es: un problema de orgullo? ¿Qué tenés en la cabeza? Sos un tipo grande. Te comportás como un pendejo.
Pablo la interrumpió y trató de que su voz sonara calmada pero firme:
—Pará un momento, Ana, no empecemos de nuevo con la historia de esta tarde. A ver si nos entendemos: yo soy un tipo libre, que tiene derecho a hacer lo que se le dé la gana, no soy culpable de nada, no tengo que rendirle cuentas a nadie.
Ahora ella lo miró fijo y en sus ojos había ironía y furia al mismo tiempo.
—¿Estás muy seguro de lo que decís?
—Muy seguro.
Ana sacudió la cabeza y le dio la espalda para sacar dos tazas de la alacena. Cuando volvió a hablar ya no había enojo en su voz, sólo cansancio:
—¿A quién querés convencer? ¿En qué mundo vivís? Ese discurso no lo cree nadie y vos menos que nadie.
Pablo no le contestó. Mientras la miraba filtrar el café pensó que esas frases suyas sobre derechos y libertad debieron haber sonado realmente tontas. No necesitaba del comentario de Ana para darse cuenta. Lo había sabido en el mismo momento en que las pronunciaba. Nada más que un poco de espuma, menos que espuma. Ahora se sintió desnudado y de alguna manera indefenso, como si fuera un chico y lo hubieran pescado en falta. Ana sirvió el café, colocó las tazas en una bandeja y fueron a sentarse en el living.
—Seguí —dijo.
—Eso es todo. Cuando me di cuenta de que el teléfono había vuelto a quedarse sin tono pensé que estarías llamando, que te preocuparías, así que decidí venir a avisarte que no pasaba nada.
—¿Cómo que no pasaba nada? Los tipos estaban otra vez en la esquina, ¿no?
—Quiero decir que a mí no me había pasado nada. ¿Hace falta que te aclare todo? No me hagas hablar de más.
—Cuando llegaste estaba por bajar de nuevo al segundo. Si no contestabas pensaba llamar a Beatriz, mi amiga abogada.
—¿Y eso de qué serviría?
Ana se quedó pensando.
—No sé —dijo—. No sé. Pero igual iba a llamarla. Con alguien hay que hablar. Algo hay que intentar. ¿O no se puede hacer nada de nada?
Se levantó y fue a buscar los cigarrillos que habían quedado en la cocina. Le habló desde allá:
—¿Querés un trago de algo?
Regresó con un vaso y la botella. Los colocó sobre la mesa ratona y siguió moviéndose alrededor. De nuevo se la notaba alterada.
—¿Hielo? —preguntó.
Amagó volver a la cocina y Pablo la retuvo tomándola de un brazo:
—Ahora traigo yo. Sentate.
Ana se sentó.
—Calmate —dijo Pablo.
—¿Viniste directamente desde tu casa para acá? —preguntó ella.
—Caminé un poco buscando teléfonos de donde llamarte y después tomé un colectivo.
—¿Cómo se ve la calle?
Estuvo a punto de contarle el incidente en el bar donde le habían pedido documentos y se habían llevado a los dos muchachos. Pero prefirió no hacerlo.
—La calle se ve tranquila —contestó—. Los patrulleros dando vueltas.
—Estuve hablando con el marido de la vecina de abajo, la que me presta el teléfono. Es corredor de productos para estaciones de servicio. Trabaja las ciudades de la costa. Dos por tres aparecen cadáveres en las playas. Los trae el mar.
Era la segunda vez en pocos días que a Pablo le hablaban de eso. Hacía una semana le había contado lo mismo una fotógrafa de la revista. Los padres de la fotógrafa tenían una casa en Santa Teresita. Estaba por comentarlo cuando se oyó la voz del chico de Ana llamándola.
—¿Qué pasa, Daniel? —contestó ella.
—¿Quién está?
—Pablo, un amigo. ¿Querés saludarlo?
—No. Vení.
—¿Qué necesitás?
—Que vengas.
—¿Para qué?
—Quiero decirte algo.
—¿Qué es?
—Una cosa.
—¿Importante?
—Sí.
—¿Muy importante?
—Sí.
Mientras hablaba con su hijo a Ana se le había dulcificado la cara. Apagó el cigarrillo, se levantó y fue al dormitorio.
Cuando quedó solo, Pablo fue a la cocina, sacó dos cubitos de hielo de la heladera y se sirvió whisky. Se recostó en el sofá, sosteniendo el vaso sobre el pecho y recién entonces reparó en que, muy baja, sonaba una música de jazz. Mientras fumaba, la nuca contra el apoyabrazos, girando solamente los ojos como en un juego, fue tratando de descubrir algo que desentonara en la decoración del departamento. No lo encontró. Cortinas, sillones, muebles, colores de paredes, todo armonizaba. Los cuadros eran acuarelas y témperas pintadas por Ana. En cada detalle, Pablo reconocía las señales de una obsesión por el orden que a veces, cuando ella intentaba educarlo en esa dirección, lo irritaba tanto como el tema de los videntes y los tarotistas. Sin embargo le gustaba permanecer en ese lugar, tan diferente de la cueva siempre revuelta donde vivía. Cuando venía a visitar a Ana —en esas oportunidades Daniel nunca estaba— se sentaba en medio del living y disfrutaba. Ese mundo equilibrado le daba seguridad.
Tomó un trago grande de whisky, luego otro, y se sintió un poco más lejos de la noche amenazadora de allá afuera. Entrecerró los ojos y vio la ciudad nocturna, los patrulleros recorriéndola, su tramo de calle en el Bajo, poco transitada a esa hora, con las sombras de los hombres en la esquina. Después, sin proponérselo, sus pensamientos volaron hacia las playas invernales de la costa atlántica y se imaginó caminando por la franja de arena siempre igual y descubriendo los bultos oscuros de los cuerpos traídos desde mar adentro por las olas.
No soportó esas imágenes y tuvo que levantarse. Caminó hacia uno de los cuadros para mirarlo de cerca y entonces vio, reflejado en un espejo, el interior del dormitorio de Daniel. Ana estaba sentada en la cama, inclinada sobre su hijo, hablándole. No se oía la voz. En la luz tenue del velador, aquellas dos figuras se le aparecieron como una visión prodigiosa de dulzura e inocencia y Pablo se detuvo sorprendido. También ellas se oponían a todos los males y eran un bálsamo para las dudas y los miedos. Pablo sintió que, fugazmente, volvía a él una blandura a la que hacía tiempo se había desacostumbrado. Y con la blandura, un impulso de agradecimiento. Y después la melancolía que siempre lo alcanzaba ante una manifestación de belleza capaz de conmoverlo y la evidencia de que nunca podría retenerla y poseerla. Estar ahí, espiando en el espejo, era como mirar dentro de un recuerdo. Sonó el teléfono. Fue igual que un ladrido y Pablo se sobresaltó. El aparato, oscuro, estaba sobre un mueble bajo, contra una de las paredes. Pablo se fue acercando hasta ponerse al lado, aunque sin intención de atender. Apareció Ana:
—¿Se habrá arreglado?
Levantó el tubo.
—No contesta nadie.
Golpeó la horquilla.
—Sigue sin tono.
—¿Se oye algo?
—Nada.
Colgó.
—¿Pediste reparación? —preguntó Pablo.
—Media docena de veces.
—A lo mejor están tratando de arreglarlo.
—¿A esta hora? ¿Un sábado a la noche?
Tomó el vaso que Pablo sostenía en la mano y probó el whisky.
—Mamá —llamó Daniel.
—Le estoy contando un cuento —dijo ella esforzándose por sonreír—, enseguida vengo.
Acababa de cruzar la puerta del dormitorio cuando volvió a sonar la campanilla y regresó corriendo.
—Hola —dijo—, hola.
Cortó varias veces, manteniendo el auricular en la oreja.
—No entiendo, suena y no tiene tono.
—Están mal las líneas.
Ana miraba el aparato y miraba a Pablo.
—Me pone nerviosa.
De nuevo se oyó la voz de Daniel, llamándola.
—Voy —dijo ella—, voy.
Pablo se sirvió un poco más de whisky, se puso a hojear una revista y se detuvo en un artículo titulado: "Complot contra la Argentina". Denunciaba una campaña de la subversión internacional, montada en Europa y especialmente en Francia, para boicotear el Mundial de Fútbol. Mencionaba unos afiches aparecidos recientemente en París mostrando una pelota de fútbol que proyectaba la sombra de una calavera. Lo leyó entero, seis páginas. Se puso la campera, se acercó a la puerta del dormitorio y, sin dejarse ver, llamó en voz baja:
—Ana.
—Sí —dijo ella asomándose.
—Me voy.
—¿Pensás ir para tu casa?
—Me parece que esta noche no vuelvo al departamento.