Subió, se preparó un café y después discó el número que Ana le había dado. Atendió una voz de mujer y Pablo preguntó si era la casa de Beatriz.
—Sí —dijo la voz.
—Habla Pablo, un amigo de Ana.
No pudo agregar más porque del otro lado lo interrumpieron:
—Un momento.
Inmediatamente apareció la voz de Ana:
—Hola, Pablo.
—¿Qué hacés ahí? —preguntó Pablo.
—Estoy desde anoche. Me vine a dormir acá.
—¿Qué pasó?
—Nada. Pero con ese asunto de los llamados estaba inquieta.
—¿Siguieron?
—No sé. Apenas te fuiste lo vestí a Daniel y me vine para acá.
Pablo le explicó que estaba en su departamento, que el teléfono se había arreglado y los tipos de la esquina se habían ido. Ana le preguntó si había dormido en la casa de Roberto.
—Dormí en un hotel. Después te cuento. ¿Qué pensás hacer ahora?
—Dentro de un rato pasa el padre de Daniel y se lo lleva para ver el partido.
—¿Dónde queda el departamento de tu amiga?
—En Palermo.
—Es cerca. Venite para acá. Hay otro corte de luz, pero podemos comer algo y después nos vamos a ver el partido a alguna parte.
—El partido podemos verlo en mi departamento.
—Buena idea.
—Entonces por qué no nos encontramos directamente allá.
—Primero quiero que vengas.
—¿Para qué?
—Venite.
—¿Para qué querés que nos encontremos ahí?
—Quiero mostrarte algo.
—¿Qué?
Se hizo un silencio. Pablo se dio cuenta de que en realidad no tenía nada para mostrarle y que sus argumentaciones optimistas no serían fáciles de transmitir. Tal vez, cuando Ana llegara, podría intentar llevarla también a ella a la esquina y proponerle instalarse allá unos minutos para que percibiera lo mismo que él y la ceremonia de exorcismo fuera completa. Entonces Ana seguramente pensaría que se había vuelto loco.
—¿Qué es? —insistió ella.
—Mirá, acá está todo bien —dijo Pablo—, vos venite, si después no querés quedarte nos vamos a comer a otro lado. Pero primero quiero que vengas.
Ana siguió dudando. Por fin dijo:
—Está bien. En un rato estoy ahí.
—Avisame cuando estés por salir, así calculo para bajar a abrirte.
Pablo encendió la radio portátil, sintonizó un programa de música clásica, fue a la cocina, peló un par de cebollas, las picó, las puso a freír y abrió una lata de tomates.
El tuco se estaba haciendo a fuego lento y sólo le quedaba esperar que Ana llegase. Fue a pararse en la ventana y fumó mirando el paisaje de techos alquitranados. Había un gato parado bajo las columnas que sostenían un tanque de agua. Maullaba girando la cabeza hacia un lado y hacia el otro como si se encontrara perdido. Descubrió a Pablo y durante un rato le dedicó su queja. Con los vidrios cerrados se lo oía apenas. Arriba, en el cielo, pasó la sombra de un helicóptero. Pablo entrecerró los ojos, sintió el cansancio de la noche mal dormida y empezaron a rondarlo algunos pensamientos oscuros. Supo que su cuota de optimismo estaba llegando al final y deseó que Ana apareciera rápido. La necesitaba para que no se diluyera del todo el remanso que se había construido en la mañana. Sonó el teléfono y era ella, dijo que estaba saliendo de la casa de Beatriz y tomaría un taxi. Pablo miró la hora y unos minutos después bajó.
Ana llegó casi inmediatamente. Por la forma en que lo miró al saludarlo Pablo supo que estaba esperando una aclaración sobre la charla telefónica y la razón de haberla hecho ir para allá. Mientras subían se cruzaron con el portero que bajaba.
—Buen ejercicio para las piernas —dijo y se rió fuerte.
Pablo le preguntó si el corte de energía eléctrica era solamente en el edificio o en toda la zona.
—Es en nuestra manzana.
—¿Habrá posibilidad de que lo solucionen hoy?
—Hoy es un día complicado. Nadie quiere trabajar. Y después del partido peor, porque hay que festejar el triunfo. ¿Verdad, señorita? —se rió y siguió bajando.
—Desagradable —murmuró Ana.
Llegaron arriba, entraron y Pablo la ayudó a quitarse el tapado. Ella se dejó caer en el sofá y preguntó:
—¿Qué clase de tipo es el portero?
Pablo se encogió de hombros:
—Lo conozco poco. ¿Por qué?
—Qué sé yo, todo el tiempo tengo la impresión de que la ciudad está llena de gente que te espía.
Pablo fue a la cocina y desde allá gritó:
—El tuco está marchando.
—Huele bien.
—¿Tenés hambre?
—Un poco.
—Ya pongo el agua.
Se asomó con un paquete de fideos en cada mano:
—¿Cuál comemos?
Ana eligió señalando con el dedo. Después preguntó:
—¿Qué era lo que querías mostrarme?
Ahora, definitivamente, Pablo advirtió que su entusiasmo de un rato antes se había esfumado. Pensó en su paseo por el barrio, su toma de posesión de la esquina y la escena se le presentó grotesca y un poco patética. Tal como lo había intuido, supo que no se atrevería a contarle una cosa así a Ana. Por lo menos no en estas circunstancias. Ella seguía esperando y observándolo con curiosidad y —le pareció a Pablo— con desconfianza. Trató de explicarle que esa mañana, al volver al departamento y ver la tranquilidad en las calles, había pensado que todo había sido una exageración y que debían dejarse de joder con tantos fantasmas de persecuciones, y entonces quiso que ella también viniera y comprobara cómo estaba la situación.
—¿Y cómo está la situación?
—Como te dije, todo en calma.
Ella se mordió una uña y se quedó mirándolo. Pablo conocía ese brillo en los ojos de Ana. No era muy común, pero a veces aparecía y entonces podía pasar cualquier cosa. Quizás ahora lo insultara. En cambio sólo preguntó:
—¿Qué pasó en la casa de tus amigos?
—No hubo oferta de cama.
—¿Les pediste quedarte a dormir?
—No tuve oportunidad. Cuando les expliqué lo de los tipos se asustaron.
—¿Qué te dijeron?
—Nada. No hizo falta.
Golpearon a la puerta del departamento. Tres golpes. Pablo preguntó en voz alta:
—¿Quién es?
—Carmen —contestaron.
Fue a abrir. Carmen traía una copita en la mano y se notaba que estaba bastante entonada. Tenía los ojos y los labios muy pintarrajeados, como siempre. Se había envuelto la cabeza con un pañuelo floreado, a manera de turbante. La vio a Ana y la saludó levantando la copa:
—Hola.
—Hola —contestó Ana.
—¿Vas a bajar para algo? —le preguntó a Pablo.
—No sé. ¿Por qué?
—Para que me compres unas velas. Más tarde no va a quedar nada abierto.
—¿Necesitamos cigarrillos? —le preguntó Pablo a Ana.
—A mí me quedan dos o tres.
—A mí más o menos lo mismo. Es mejor que baje a comprar ahora.
—¿Tenés copitas para licor? —preguntó Carmen.
—No —dijo Pablo.
—Yo traigo. Quiero convidarlos con algo especial. Fue hasta su departamento, regresó con las copitas y una botella. Sirvió.
—Prueben y después me dicen qué les parece.
Ana y Pablo probaron.
—¿Y?
—Rico —dijo Pablo.
—Rico —dijo Ana.
—Casero. Me lo manda una amiga de Bariloche —Carmen se sentó en el sofá y se cruzó de piernas—. En una época yo tenía un mueble alto hasta el techo lleno de licores importados. Mi novio de entonces viajaba mucho, me traía regalos de todas partes del mundo, de Europa, de los Estados Unidos, de la India, toda clase de obsequios, y la botella nunca faltaba. Qué tiempos aquellos. Tenía un auto con chofer esperándome en la puerta y después a cenar y a bailar en los mejores lugares hasta la madrugada. Y yo hecha una reina con vestidos largos y zapatos plateados de tacos altos. Bueno, un zapato solo en realidad, porque el otro siempre lo perdía en alguna parte. ¿Otro poco?
—Para mí suficiente.
—Para mí también.
—Yo sí quiero un poquito más.
Se sirvió. La miró a Ana:
—¿Me dejás ver la palma de tu mano? La izquierda. Ana estiró la mano abierta y Carmen la estudió sin tocarla.
—Tenés un hijo.
—Sí.
—Varón.
—Sí.
—¿Tenés una foto?
Ana buscó en la cartera y se la mostró.
—Tu hijo es un ser especial. Cuidalo mucho. Es un elegido,
Ana lo miró a Pablo y después nuevamente a Carmen.
—¿Qué más? —preguntó.
—Nada más por ahora. Cuando quieras vení a verme y te tiro las cartas.
Se levantó y tomó la botella para marcharse. Pablo la acompañó hasta la puerta.
—Ahora ya la conocés a mi vecina —dijo cuando Carmen se fue.
—Da un poco de miedo.
Pablo se puso la campera:
—¿Querés que te traiga algo?
—Un alfajor de chocolate.
Bajó, fue hasta el quiosco de Córdoba y compró cigarrillos, dos alfajores y velas para Carmen y para él. Por Leandro Alem seguían pasando autos con banderas. Regresó, subió y golpeó en el departamento de la vecina.
—¿Cuánto te debo? —preguntó Carmen que seguía con la copita de licor en la mano.
—Después arreglamos.
Ya se estaba yendo cuando ella lo retuvo con un gesto y le dijo:
—¿Viste que están otra vez los tipos?
Pablo se quedó mirándola mientras sentía que en el estómago le crecía la sensación de náusea.
—¿Los tipos?
—En la esquina. Los habías visto, ¿no?
—Vi unos tipos ayer.
—También estuvieron el viernes.
—Pero ahora no había nadie.
—Están desde hace un rato. Lo que pasó es que en el momento en que vos bajaste y saliste del edificio desaparecieron. No sé dónde se habrán metido. Después, apenas doblaste, vi que cruzaron la calle y fueron detrás tuyo, como si te siguieran.
—¿A mí?
—Bueno, fueron en la misma dirección.
—¿Pero vos viste que me siguieron a mí?
—Eso no lo puedo saber. Te cuento lo que me pareció.
—¿Por qué te pareció que me siguieron?
—Porque cuando volviste del quiosco y entraste al edificio enseguida aparecieron ellos también y se instalaron de nuevo en el mismo lugar. Ahí están, vení, mirá.
Pablo entró en el departamento de Carmen y se acercó a la ventana. En efecto había dos hombres en la esquina. Estaban exactamente en el mismo sitio que el día anterior. Pablo miraba la calle, miraba a Carmen y trataba de pensar rápido.
—Hagamos una cosa —dijo, y mientras hablaba sintió que volvía a dominarlo el descontrol—, ahora voy a bajar de nuevo y paso por la esquina igual que antes, vos te quedas acá en la ventana y te fijás si hacen algún movimiento extraño, alguna seña o si amagan seguirme.
—Está bien —dijo Carmen.
—Le aviso a Ana.
Cuando Pablo abrió la puerta de su departamento alcanzó a ver que la mesa estaba puesta. Desde la cocina Ana preguntó:
—¿Echo los fideos?
—Esperá —dijo Pablo—, acá tenés los alfajores, ahora voy a bajar de nuevo porque están otra vez los tipos en la esquina, a Carmen le parece que cuando fui al quiosco me siguieron.
—¿Qué? —dijo Ana.
Pero Pablo ya se había ido. Ana lo alcanzó en el departamento de Carmen.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ahí están —dijo Pablo.
Ana fue a la ventana.
—¿Para qué vas a bajar otra vez?
—Quiero que Carmen se fije bien. Quiero estar seguro si la cosa es realmente conmigo.
—Estás loco —dijo ella—. Es un disparate.
—Ahora vengo. Carmen, quedate en la ventana.
Ana trató de interponerse para evitar que se marchara. Pablo la esquivó y salió al pasillo.
—Fijate vos también —le dijo.
—Estás completamente loco —dijo ella.
Bajó el primer tramo de escalones a los saltos. Fue aminorando la marcha y se detuvo entre el segundo y el primer piso. Apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos. No se oían ruidos y daba la impresión de estar en un edificio abandonado. La penumbra, el silencio, le recordaron la pieza del hotel. Se sintió cansado y deseó olvidarse de todo: de las dos mujeres en la ventana esperando su aparición, de los hombres que montaban guardia en la calle. Se sentó. Le resultó un alivio permanecer ahí, en el frío de la escalera. El descanso duró poco.
Oyó
pasos y voces arriba, y se levantó. Cuando llegó al hall de entrada esperó para ver quién bajaba. Aparecieron dos muchachos, enérgicos, hablando en voz alta. A uno lo conocía de vista. Saludó y Pablo contestó. No quería salir al mismo tiempo que ellos y se demoró encendiendo un cigarrillo. Los muchachos estuvieron un rato conversando en la vereda, frente a la puerta. No terminaban nunca de despedirse. Pablo pensó en Ana y Carmen allá arriba. Seguramente se estarían preguntando por qué tardaba tanto. Por fin los muchachos se dieron la mano y se fueron, uno para cada lado. Pablo esperó un poco más, salió y encaró decidido hacia la esquina. Ahí estaban. Ahora podía verlos bien. No eran los mismos de la noche anterior.
Pasó frente a los dos hombres por la vereda opuesta. Se alejó preguntándose qué estaría pasando a sus espaldas. Al llegar a la primera esquina espió en la vidriera que reflejaba la calle por donde venía. Pudo ver el desplazamiento de un auto embanderado que acababa de cruzarlo y que se perdió al fondo, en dirección a la avenida del Bajo. Eso fue todo. En la esquina siguiente no había vidrieras que le sirvieran y estuvo tentado de girar la cabeza pero no lo hizo. Dobló y se metió en un garaje donde había un teléfono público. El aparato estaba junto a la oficina del encargado. El encargado escuchaba música asomado a la ventanilla, cruzado de brazos y echado sobre el mostrador. Pablo saludó
y
después de discar se colocó de espaldas y cubrió el auricular con la mano. Carmen atendió al segundo timbrazo.
—¿Qué pasó? —preguntó Pablo.
—Tranquilo-dijo Carmen.
—¿Qué quiere decir tranquilo?
—Que no pasó nada.
—¿Te fijaste bien?
—Seguro.
—¿Nada de nada?
—Nada.
—¿Ana dónde está?
—Acá, al lado mío.
—Dame con ella.
Apareció la
voz
de Ana. Sonó agresiva.
—Hola.
—Entonces, nada de nada.
—Ya oíste.
—¿Ni un gesto?
—No.
—¿Vos estuviste ahí todo el tiempo?
—Sí.
—Voy para allá. Fíjense bien.