En todas partes era la misma fiesta. Se armaban grupos en las esquinas, los vecinos se palmeaban y se abrazaban felicitándose como si cada uno hubiese participado en el triunfo. Montados en los hombros de sus padres, los chicos, todos con camisetas argentinas, se saludaban agitando banderitas de vereda a vereda. Varios hombres habían salido a la puerta de un bar y con las botellas en alto llenaban vasos de papel y convidaban a los que pasaban. También a Pablo le ofrecieron un trago. Agradeció desde enfrente, sin cruzar, y siguió andando. La animación iba creciendo y cuando comenzó a oscurecer dio la impresión de que la ciudad entera se hubiera lanzado a la calle. La gente se dirigía hacia el centro y Pablo comenzó a caminar en la misma dirección. Se habían formado compactas caravanas de autos, camionetas, camiones y colectivos fuera de servicio. El aire estaba lleno de banderas. Desde todas partes llegaba el mismo concierto de bocinas, trompetas, bombos y matracas. Los vehículos se movían a paso de hombre y la marcha se volvía todavía más lenta a medida que se acercaban a la avenida 9 de Julio. Algunas familias habían cargado en los autos a sus perros y a sus gatos y habían salido a celebrar. Los perros ladraban a través de las ventanillas. El piso estaba alfombrado de papeles y los árboles capados de cintas arrojadas desde las ventanas como en los festejos de fin de año. Pablo avanzaba junto a un camión. La caja del camión
no
tenía barandas y arriba había por lo menos veinte muchachos que cantaban y bailaban. Dos se habían sentado en el capot y dirigían la marcha soplando en unas largas trompetas de plástico que producían una especie de mugido. Hacía unas cuantas cuadras que venían a la par y Pablo se iba deteniendo para no dejarlos atrás. De tanto en tanto los muchachos callaban, se juntaban en el medio, deliberaban unos minutos y arrancaban con un cantito nuevo. Eran ocurrentes y contagiaban a los que caminaban cerca.
Algo pasó y todos los que iban en la caja saltaron al suelo. Uno de los dos muchachos sentados en el capot acababa de resbalar, se había caído hacia adelante y una rueda le había pasado por encima. El que manejaba venía mirando hacia otro lado y recién se dio cuenta cuando le avisaron. Durante largos minutos sólo hubo confusión, los muchachos no sabían qué hacer, corrían de acá para allá, pedían auxilio, hablaban todos juntos. Alguien gritó que debían buscar una ambulancia, otro le contestó que de dónde iban a sacar una ambulancia en medio de semejante embotellamiento. Finalmente decidieron cargar al accidentado en el camión y tratar de llegar a un hospital. Lo levantaron y lo acostaron en el piso de la caja. Pablo siguió la operación de cerca y se quedó junto al camión, esperando que arrancara. El muchacho no se movía. Aunque preguntó varias veces, Pablo no logró saber por dónde lo había pisado la rueda, si por las piernas o más arriba.
Varios de los muchachos recorrieron los autos que los precedían pidiendo espacio para poder llegar hasta la esquina, doblar y salir del atolladero. No iba a ser fácil, era un camión grande y las calles que dejaban el centro estaban tan atestadas como las que iban hacía allí. Alrededor seguían los bocinazos y los trompetazos. Hacia atrás y hacia adelante, los peatones y los que iban en los demás vehículos, salvo la media docena de autos que habían sido avisados, no se habían enterado de nada. Pablo seguía junto al camión. El muchacho accidentado estaba rodeado de piernas y apenas podía verlo. Permanecía siempre boca arriba, con los brazos abiertos. Alguno le hablaba, le hada preguntas, lo cual le hizo suponer a Pablo que se hallaba consciente. Las tablas estaban manchadas de sangre.
El camión encontró un poco de espacio y logró llegar hasta la esquina. Trató de doblar, subió a la vereda y quedó más atascado que antes. Ahora no podía ir ni para atrás ni para adelante. Dos de los muchachos se habían colgado de las puertas y agitaban trapos blancos gritando que les abrieran paso. Pero nadie reparaba en esas señales. Todo el mundo agitaba banderas, estandartes y camisetas. En una de las maniobras el camión tocó el guardabarros de una camioneta que también venía cargada de gente, siguió una andanada de insultos recíprocos y pareció que iba a producirse una batalla. Los del camión se enfurecían al no lograr hacerle entender a los otros que llevaban un herido. Por fin la camioneta se distanció un poco y el altercado se diluyó. Después de varios intentos el camión entró en la calle transversal. Pero todavía debía conseguir llegar hasta la esquina siguiente, volver a doblar, tomar por la calle que lo sacaría del centro y avanzar trabajosamente muchas cuadras antes de llegar a una zona despejada.
Ahora Pablo no lo acompañó. Se quedó en la bocacalle, esperando para ver qué ocurría. El camión seguía maniobrando. De nuevo se había subido a la vereda y trataba de ganar metros. Pero iban pasando los minutos y parecía estar siempre más o menos en el mismo lugar. A Pablo le volvió la imagen de la cucaracha impotente en el fondo de la pileta. Aquel cuerpo herido con los brazos abiertos en cruz sobre el camión atascado, desangrándose en medio de la fiesta general, se le apareció como la representación de un sacrificio que los alcanzaba a todos, a cada uno de los que andaban ese anochecer en las calles. Pensó en una gran humillación. Pensó que ese camión nunca lograría llegar a un hospital.
Cuando Pablo decidió marcharse, el camión seguía allá en la mitad de cuadra, lejos todavía de la esquina. Llegó a la
9
de Julio y vio el Obelisco iluminado y los grandes carteles de publicidad en los edificios laterales. Hasta el fondo de la avenida era una masa de vehículos y cabezas que apenas se movían. Muchas camionetas y colectivos exhibían letreros con el nombre del barrio de donde provenían. Habían llegado desde todas las direcciones, oeste, sur, norte, para converger en esa plaza. Pablo giraba para mirar las caras alrededor y sentía que la ola que arrastraba a los demás lo envolvía también a él. Le hubiese sido fácil entregarse. En esa euforia todo perdía consistencia: identidad, voluntad, esperanzas, temores. Todo se diluía. Desde un parlante instalado en una columna, sonó atronadora la canción que decía: "Veinticinco millones de argentinos jugaremos el Mundial". Trató de imaginarse el espectáculo visto desde arriba, a vuelo de pájaro: la multitud festiva, con sus bocinas y sus trompetas. Se le antojó como una mascarada demente en el patio inmenso de una cárcel. Cruzó la avenida y se dirigió a paso lento hacia su casa, a contramano de la gente que seguía fluyendo hacia el Obelisco.
El edificio seguía a oscuras. En la puerta del ascensor había una hoja pegada y escrita a mano que decía: CORTE DE LUZ. El portero había encendido velas y la escalera tenía un aspecto tétrico con las llamitas oscilando cada tanto y las sombras moviéndose en las paredes. El silencio repentino contrastaba con la actividad y las luces de la calle y, mientras subía, en la cabeza de Pablo volvieron a agitarse las amenazas de las últimas horas.
Llegó al tercero, levantó una de las velas del piso, abrió su departamento y espió hacia adentro intentando constatar si todo estaba como lo había dejado. No podía ver gran cosa desde ahí y con esa luz escasa. Cuando cerró, el golpe seco a sus espaldas le produjo al mismo tiempo la sensación de seguridad y la de quedar atrapado.
Con la vela en alto cruzó el ambiente y reconoció el desorden de siempre. Se detuvo ante el placard cerrado. Su mano vaciló en el momento de tocar la manija. Después, cuando abrió las dos hojas de la puerta y se enfrentó con la ropa colgada y las camisas sucias rebalsando del canasto de mimbre, se sintió tonto.
Pero siguió inspeccionando. No había mucho para recorrer. Se agachó, apoyó una rodilla en el suelo
y
miró debajo de la cama. Imaginó su aspecto en esa posición, volvió a sentirse idiota y pensó que por suerte no había nadie que pudiera verlo.
Fue al baño. La cortina de plástico que tapaba la ducha estaba corrida de pared a pared. Se oía el goteo de una canilla. Estiró el brazo, dudó y finalmente la abrió con un movimiento brusco. Vio los azulejos manchados, la toalla colgada, el jabón en el piso.
—¿Qué estoy haciendo? —se dijo a media voz—. Me estoy volviendo loco.
Se miró en el espejo, se pasó las manos por el pelo, por las mejillas con barba de dos días, por las ojeras acentuadas por la luz de la vela y murmuró:
—La cara de un hombre asustado.
Se asomó a la cocina. En la mesada estaban la caja de fideos abierta, las velas y los dos alfajores que había comprado para Ana. Sobre las hornallas, la cacerolita con el tuco y la olla con el agua. Abrió el paquete de velas y colocó una en el pico de una botella vacía. Se sirvió medio vaso de vino, fue a encender la estufa y se sentó en el sillón. Le llegaron algunos bocinazos y pensó que la fiesta en la calle seguiría hasta el amanecer.
Uno de los cuadros colgados en las paredes era una acuarela de gran tamaño pintada por Ana. Un vértigo de formas y colores como un paisaje visto desde el cielo. A Pablo le gustaba ese trabajo. Solía ocurrirle que, tirado en el sillón, con el vaso de vino en la mano, escuchando música, mientras se mareaba poco a poco, se abandonaba a las sugerencias de ese laberinto. Descubría figuras y personajes que variaban según la hora y la luz, y les inventaba historias. Estuvo mirando la acuarela en penumbra durante un rato pero esta vez el juego no funcionó. Se dijo que lo esperaba una noche larga.
Algo lo sacudió y tardó unos segundos en advertir que había vuelto la electricidad. Se había encendido la luz de la cocina y el motor de la heladera había hecho ruido al arrancar. Frente a él la pantalla del televisor parpadeaba en silencio. La primera reacción de Pablo fue de alarma. Fue como si acabaran de descubrirlo. El resto del departamento seguía a oscuras y no se levantó para encender más luces. Tampoco apagó las velas. Las imágenes de la pantalla se definieron y aparecieron los tres comandantes en jefe entregando la copa al capitán del seleccionado y estrechando la mano de los jugadores que iban desfilando ante el palco de honor. Luego hubo varios enfoques del equipo dando la vuelta olímpica con algunos jugadores llevados en andas. A continuación vinieron los tres goles. Después, tomas aéreas del estadio y de las tribunas tapadas por la tupida nevada de papelitos. Nuevamente los comandantes y la entrega de la copa.
Todo el tiempo se repetían las mismas escenas. Pablo las miraba paralizado y con la mente en blanco. Sabía que en algún momento su cabeza volvería a funcionar normalmente y acudirían pensamientos que le permitirían establecer distancia e independizarse de las figuras de la pantalla. Pero ahora estaba sometido. Era puro vacío mental y estupor.
La copa pasaba de mano en mano, alta sobre las cabezas de los jugadores, con el delirio de las tribunas y su oleaje de banderas alrededor. Pablo la veía brillar en los disparos de los flashes y tuvo la imagen de un trofeo cargado de veneno ofrecido a los ochenta mil espectadores del estadio y a los otros millones que como él veían una y otra vez la ceremonia por la televisión.
De pronto, así como había venido, la luz se cortó y el departamento volvió al silencio y a la sombra de las velas. Entonces, lo que apareció no fue la capacidad de reflexión postergada, los razonamientos que había estado esperando para rescatarse a sí mismo del vacío. Sino, aun más que antes, la sensación de desamparo e impotencia. Y el miedo. Fue como si sintiera miedo por primera vez en su vida. O como si todos los miedos de su historia resurgieran y se concentraran en uno solo y en ese momento.
Le costó abandonar el sillón. Cuando lo logró fue a buscar un bolso en el placard. Estaba en un estante alto y tuvo que subirse a una silla. Metió un poco de ropa: tres camisas, un pantalón, un pulover, medias, calzoncillos. El cepillo de dientes y la maquinita de afeitar. Dos libros. Metió también la máquina de escribir portátil. Por último la libreta de direcciones. En la libreta tenía algo de dinero y se lo guardó en el bolsillo.
Hubiese querido moverse rápido para irse cuanto antes, pero no lo lograba. Una voz en su cabeza daba órdenes y exigía que se apurara, pero sus brazos y sus piernas no le respondían y se desplazaba en cámara lenta. Podía percibir ese comportamiento de su cuerpo como una manera de descontrol. Un descontrol quieto. Era similar al intento de huida en los sueños o ciertos estados de resaca a la mañana siguiente de una borrachera. Seguía dando vueltas por el departamento esforzándose por pensar si debía llevarse otras cosas y al mismo tiempo se decía: "Basta, hay que irse, vámonos ya". Por fin cerró el bolso.
Antes de salir desenchufó el televisor, apagó la estufa y accionó el interruptor de luz de la cocina. Volvió a demorarse en la puerta, mirando hacia la oscuridad del departamento, con la certeza de que estaba olvidando algo importante, aunque no pudo saber de qué se trataba. Se había llevado una de las velas para alumbrarse pero después la dejó en el piso del pasillo porque las de la escalera seguían ardiendo. Una vez más cruzó la puerta del edificio y se lanzó a la calle como un perseguido.
Afuera seguía la misma euforia y Pablo se sorprendió como si se hubiera olvidado que la ciudad estaba festejando. Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde su regreso al departamento, pero en realidad no debió haber sido más de una hora. Permaneció en la vereda, indeciso y un poco mareado, mirando alrededor, estudiando la gente que pasaba y tratando de detectar algún movimiento extraño. Quería irse de ahí, pero todavía lo dominaban la lentitud mental y la torpeza física de momentos antes, y no conseguía decidir si arrancar para la derecha o para la izquierda. Optó por bajar hacia la avenida Leandro Alem porque calculó que le sería más fácil encontrar algo que lo sacara del centro. Esperó el cambio de semáforo y después, mientras cruzaba delante de los faros de los autos, sintió que así, llevando el bolso, estaba más en evidencia que nunca. Del otro lado había varias paradas de colectivos, cualquiera le serviría. Pero no venía ninguno, se puso inquieto y empezó a caminar. Apareció un taxi y lo tomó. Ya había decidido que se iría de la ciudad, pero no se hizo llevar a la estación de trenes. Por el momento quería alejarse de su departamento y del barrio. Subió y dijo:
—Derecho.
Arrancaron y se dio vuelta para observar por el vidrio el movimiento de los autos que venían atrás. Había mucho tránsito, imposible determinar nada. Anduvieron un rato y oyó la voz del chofer: