Una segunda puerta, abierta también, les dio acceso al interior del marabut. Sus paredes estaban esculpidas según la usanza árabe; pero aquellos adornos no tenían valor alguno.
En el centro de la única sala del marabut había un sepulcro de gran sencillez y sobre él una enorme lámpara de plata, que contenía todavía varios litros de aceite, en el que estaba sumergida una larga mecha encendida.
La luz de esta lámpara era sin duda la que durante la noche había visto el capitán Servadac.
El marabut estaba deshabitado. El guarda si había habido alguno, lo había abandonado en el momento de la catástrofe; pero en él habían buscado refugio algunos cormoranes que, cuando los exploradores penetraron, remontaron el vuelo y se dirigieron Hacia el Sur.
En un ángulo del sepulcro había un antiguo libro de oraciones, escrito en lengua francesa. Estaba abierto en el ritual especial del aniversario del 25 de agosto.
El capitán Servadac comprendió enseguida de lo que se trataba. El punto del Mediterráneo que ocupaba el islote, el sepulcro, a la sazón aislado en medio del mar, la página en que el lector del libro se había detenido, todo le reveló el lugar en que se encontraba con sus compañeros.
—¡El sepulcro de San Luis, señores! —dijo.
Y allí era, efectivamente, donde el rey de Francia había ido a morir, y donde durante seis siglos manos francesas rodearon su tumba de un culto piadoso.
El capitán Servadac se inclinó ante el sepulcro venerado y sus dos compañeros le imitaron respetuosamente. Aquella lámpara, que ardía sobre la tumba de un santo, era quizás el único faro que iluminaba ya las olas del Mediterráneo; pero este faro iba pronto a extinguirse.
Los tres exploradores salieron del marabut, dejando la roca desierta. El bote los llevó nuevamente a bordo, y la
Dobryna
, reanudando la marcha hacia el Sur, no tardó en perder de vista el sepulcro del rey Luis IX, único punto de la provincia de Túnez que se había salvado de la inexplicable catástrofe.
LOS cormoranes espantados, que habían remontado el vuelo desde el marabut, se habían dirigido al Sur, y aquella dirección indicaba quizá que en aquellos parajes existía alguna tierra poco lejana, suposición que llevó alguna esperanza al ánimo de los exploradores de la
Dobryna
.
Pocas horas después de haber abandonado el islote, la goleta navegaba por aquellas aguas nuevas, cuyas capas poco profundas cubrían a la sazón toda la península del Dakhu, que en otra época separaba la bahía de Túnez del golfo de H'Amamat.
A los dos días, y después de haber buscado inútilmente la costa del Sahel tunecino, llegó al paralelo treinta y cuatro, que en aquel paraje había debido atravesar el golfo de Gabes; pero allí no se encontró señal alguna del estuario a que seis semanas antes se unía el canal del mar de Sahara, y la superficie líquida se extendía hasta los últimos límites del horizonte al Oeste.
Esto no obstante, aquel día, 11 de febrero, el grito de: ¡tierra! resonó al fin en las barras de la goleta y se presentó a la vista una costa donde geográficamente no hubiera debido encontrarse.
Aquella costa n0 podía ser el litoral de Trípoli, que por lo general es bajo, arenoso, difícil de reconocer a gran distancia y, además, estaba situado dos grados más al Sur.
La nueva tierra, muy quebrada, extendíase gradualmente del Oeste al Este, cerrando todo el horizonte meridional. A la izquierda cortaba en dos partes el golfo de Gabes y no dejaba ver la isla de Dyerba que formaba su punta extrema. Señalóse cuidadosamente aquella tierra en las cartas de a bordo y de ella dedujeron los marineros de la
Dobryna
que el mar del Sahara había sido ocupado en parte por la aparición de un nuevo continente.
—Por lo visto —observó el capitán Servadac— hemos surcado el Mediterráneo por los sitios en que antes se encontraba el continente y ahora encontramos el continente donde debía de estar el Mediterráneo.
—Y en estos Parajes —añadió el teniente Procopio— no hay ninguna de esas tartanas maltesas ni ninguno de esos jabeques levantinos que los frecuentan de ordinario.
—Ahora se trata —dijo el conde Timascheff— de resolver si hemos de seguir esta costa hacia el Este o hacia el Oeste.
—Hacia el Oeste, si usted lo permite, señor conde —se apresuró a responder el oficial francés—.
Sepa yo por lo menos si al otro lado del Cheliff ha respetado el cataclismo algo de la colonia argelina. Al mismo tiempo recogeremos al compañero que he dejado en la isla Gurbí y luego nos dirigiremos a Gibraltar, donde quizá podamos adquirir noticias de Europa.
—Capitán Servadac —respondió el conde Timascheff con el aire reservado que le era habitual—, la goleta está a disposición de usted. Procopio, da tus órdenes.
—Señor, tengo que hacerle una observación —dijo el teniente, después de reflexionar durante algunos instantes.
—Habla.
—El viento sopla del Oeste y tiende a refrescar —dijo Procopio—. Con sólo el vapor ganaremos terreno contra él, pero tendremos que luchar con grandes dificultades. Por el contrario, si marchamos hacia el Este con velas y máquinas, la goleta llegará en pocos días a la costa de Egipto, y allí, en Alejandría o en cualquier otro punto, adquiriremos las noticias que podríamos obtener en Gibraltar.
—¿Ha oído usted, capitán? —preguntó el conde Timascheff, volviéndose hacía Héctor Servadac.
Éste, aunque tenía vivos deseos de acercarse a la provincia de Oran y recoger a Ben-Zuf, encontró muy atinada la observación del teniente. La brisa del Oeste refrescaba y, luchando contra ella la
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no podía avanzar con rapidez, mientras que con viento en popa llegaría pronto a la costa egipcia.
Se puso, pues, proa al Este. El viento amenazaba aumentar en violencia; pero, afortunadamente, las largas olas corrían en la misma dirección que la goleta y no se elevaban mucho.
Hacía quince días que la temperatura disminuía de un modo singular, no subiendo por término medi0 de 15 a 20 grados sobre cero. Esta disminución, que era progresiva, debíase a una causa natural, esto es al alejamiento creciente del Sol sobre la nueva trayectoria del Globo. No había duda alguna respecta a este punto. La Tierra, después de haberse acercado a su centro de atracción hasta pasar por la órbita de Venus, alejábase de él gradualmente y estaba ya más distante que en otro tiempo lo estuvo en sus perigeos. Parecía que el 1.° de febrero había vuelto a estar a 28 millones de leguas del Sol, como lo estaba en 1.° de enero, y que desde entonces se había alejado todavía una tercera parte más. Esto era lo que se deducía no sólo del descenso de la temperatura sino también del aspecto del disco solar que subtendía un arco visiblemente reducido, de la misma manera que se hubiera presentado a la vista de un observador situado en Marte. Podía, por consiguiente, deducirse que la Tierra llegaba a la órbita de este planeta, cuya constitución física se asemejaba muchísimo a la suya, y, por consecuencia, que la nueva órbita que estaba llamada a correr en el mundo solar tenía la forma de una elipse muy prolongada.
A estos fenómenos cósmicos no prestaban entonces atención los exploradores de la
Dobryna
, que ya habían dejado de preocuparse de los movimientos desordenados del globo en el espacio, y sólo daban importancia a las modificaciones ocurridas en su superficie, y cuya trascendencia no habían podido determinar aún.
La goleta seguía, pues, al nuevo cordón litoral, a dos millas de distancia, y, en realidad de verdad, todo buque empujado hacia aquella costa se habría perdido irremisiblemente si no hubiera podido remontarse a barlovento.
En efecto la línea del nuevo continente no ofrecía refugio alguno a los navegantes. Su base, batida con violencia por las largas olas, era completamente acantilada, levantándose hasta una altura que variaba entre 200 y 300 pies. En aquella base, lisa como el muro de una cortina, no había sitio alguno donde el pie pudiera encontrar apoyo, y en la cima se destacaban un bosque de flechas, de obeliscos y de pirámides, como si fuera una concreción enorme cuyas cristalizaciones medían más de mil pies de altura. Sin embargo, no era esto lo más extraño del aspecto de aquellas rocas gigantescas; lo que debía llamar extraordinariamente la atención de los exploradores de la
Dobryna
era que todo aquel conjunto parecía completamente nuevo. La acción atmosférica no había alterado aún la pureza de sus aristas, ni la limpieza de sus líneas, ni el color de su sustancia. Todo se perfilaba sobre el cielo con incomparable seguridad de dibujo. Las rocas que formaban aquel conjunto parecían pulimentadas y brillantes como si estuvieran recién salidas del molde de un fundidor. Su brillo metálico con reflejos dorados recordaba el de las piritas, como si aquella masa de rocas, que sin duda habían salido del mar por efecto de las fuerzas plutonianas, estuviera formada por un solo metal, semejante al que la sonda había extraído de entre las arenas submarinas.
Además, de ordinario y en cualquier parte del globo que se encuentren, las masas de rocas, aun las más áridas, están surcadas de filetes húmedos, a causa de la condensación de los vapores, que corren por su superficie según las sinuosidades de la pendiente, pues no hay peña, por desnuda que parezca, en la que no brote alguna de estas plantas lapidarias y no se albergue alguno de esos musgos poco exigentes; pero aquí no había nada, ni el más pequeño filete de cristal, ni el más insignificante verdor. Por esta causa no animaban las aves aquel áspero territorio; nada vivía en él, nada se movía en el orden vegetal, ni en el orden animal.
A la tripulación de la
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no podía, por lo tanto, sorprenderle que las aves marinas, los albatros, las garzotas y las palomas de roca buscaran refugio en la goleta. Los disparos de las armas de fuego no dispersaban a aquellos volátiles que estaban constantemente, posados sobre las vergas. Cuando se les arrojaban sobre el puente algunas migajas de galleta o desperdicios de alimentos, se arrojaban sobre ellos con voracidad, disputándoselos furiosamente a picotazos. Al verlos tan hambrientos podía creerse que no había un solo punto de aquellos parajes que pudiera proporcionarles alimento; pero si lo había, no era aquel litoral, que estaba absolutamente desprovisto de plantas y de agua.
Tal era aquella costa extraordinaria, cuya línea seguía la
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durante muchos días. Su perfil modificábase a veces, presentando en el espacio de muchos kilómetros una sola arista viva y clara, como si la mano de un hábil artífice la hubiera labrado. Luego, volvían a aparecer las grandes láminas prismáticas en el intrincado laberinto; pero en ninguna parte había al pie de la roca playa alguna de arena, ni de guijarros, ni ninguna línea de escollos, sembrados ordinariamente en las aguas poco profundas. Acá y allá abríase alguna estrecha abertura; pero no se veía una aguada en que los buques pudieran hacer provisiones; por todas partes se desarrollaban esas anchas radas descubiertas a los tres vientos de la brújula.
La
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, después de seguir la costa por espacio de 400 kilómetros, se detuvo en un brusco recodo del litoral. El teniente Procopio, que no había dejado de señalar hora por hora sobre la carta la línea que formaba aquel nuevo continente, observó que las peñas corrían entonces del Sur al Norte. ¿Se encontraba, acaso, cerrado el Mediterráneo en aquel sitio, casi sobre el duodécimo meridiano? ¿Se extendía aquella barrera hasta las tierras de Italia y de Sicilia? Pronto se sabría, y si era así, la vasta cuenca cuyas aguas bañaban a Europa, Asia y África, se encontraría reducida a la mitad.
La goleta, sin dejar de explorar todos los puntos de aquella nueva costa, puso la proa al Norte y subió en línea recta hacia las tierras de Europa. Siguiendo esta dirección durante algunos centenares de kilómetros debía dar vista en breve a Malta, la antigua isla que poseyeron sucesivamente los fenicios, los cartagineses, los romanos, los vándalos, los griegos, los árabes y los caballeros de Rodas, en el caso de que hubiera sido respetada por el cataclismo.
Pero no sucedió así, y el 14 de febrero la sonda arrojada al sitio que debía ocupar Malta sólo halló el mismo polvo metálico cubierto por las olas mediterráneas, y cuya naturaleza se seguía desconociendo.
—Los estragos del cataclismo se han extendido más allá del continente africano —observó el conde Timascheff.
—Sí —respondió el teniente Procopio—, y además es indudable que no podemos señalar el límite de esta espantosa catástrofe. ¿Cuáles son sus proyectos, señor? ¿A qué parte de Europa desea que dirijamos la
Dobryna
?
—A Sicilia, a Italia, a Francia —exclamó el capitán Servadac—, adonde podamos en fin saber…
—Si la
Dobryna
no lleva a bordo los únicos supervivientes del globo —interrumpió gravemente el conde Timascheff.
El capitán Servadac guardó silencio, porque tenía los mismos tristes presentimientos que el noble ruso. Entre tanto, se varió la dirección del buque y éste traspasó el punto en que se cruzaban el paralelo y el meridiano de la isla desaparecida.
La costa continuaba proyectándose del Sur al Norte, impidiendo la comunicación con el golfo de Sydra, la antigua Gran Sirte que en otro tiempo se había extendido hasta las tierras de Egipto. Se observó también que aun en los parajes del Norte no podía llegarse por mar a las playas de Grecia y los puertos del imperio otomano, siendo, por consiguiente, imposible ir por el archipiélago, los Dardanelos, el mar de Mármara, el Bosforo y el mar Negro a tocar en los confines meridionales de Rusia.
Aun cuando sus tripulantes hubieran tenido este proyecto, la goleta no podía seguir más que un solo camino, el del Oeste, a fin de llegar a la parte septentrional del Mediterráneo.
Y esto fue lo que se trató de hacer el día 16 de febrero; pero como si los elementos hubieran querido luchar contra la
Dobryna
, el viento y las olas reunieron sus esfuerzos para dificultarle la marcha, levantándose una furiosa tempestad que hizo dificilísimo el sostenerse en el mar a un buque de 200 toneladas solamente. Como el viento batía contra la costa, el peligro que corrieron los navegantes fue grandísimo.
El teniente Procopio se alarmó mucho. Había debido arriar todas las velas y calar los masteleros de gavia; pero entonces, reducido a la acción de la máquina, no pudo ganar espacio contra el mal tiempo. Las enormes olas levantaban la goleta hasta 100 pies de altura, sumergiéndola otro tanto en medio del abismo que se abría entre las aguas. La hélice giraba con frecuencia en el vacío, sin morder ya las capas líquidas y perdiendo todo su poder. Aunque la caldera de vapor, bien cargada, llegó a su tensión máxima, la
Dobryna
retrocedía a impulsos del huracán.