El capitán Servadac buscó inútilmente el disco cuyo resplandor había penetrado la espesa capa de nubes. Había desaparecido, ya a causa de su alejamiento o ya que los rodeos de su curso vagabundo lo hubieran puesto fuera del alcance de su vista.
El tiempo era magnífico. El viento se había calmado casi por completo después de haber saltado al antiguo Oeste; y el Sol se levantaba siempre sobre su nuevo horizonte, y desaparecía por el opuesto con admirable exactitud. Los días y las noches eran de seis horas justas, de donde podía deducirse que el Sol no se apartaba del nuevo ecuador, cuyo círculo pasaba por la isla Gurbí.
Al mismo tiempo, la temperatura aumentaba continuamente. El capitán Servadac interrogaba muchas veces al día el termómetro colgado en su cuarto, y que el 15 de enero marcaba 50 grados centígrados a la sombra.
Es innecesario decir que, aunque el gurbí no se había levantado de sus ruinas, el capitán Servadac y Ben-Zuf se habían instalado en el aposento principal de la casa para estar más cómodos. Aquellas paredes de piedra, que les habían abrigado contra las lluvias diluvianas de los primeros días, les preservaban también de los ardores del Sol. El calor era cada vez más insoportable, tanto más cuanto que ninguna nube templaba el ardor del Sol, y jamás había descendido al torrente de fuego sobre el Senegal ni sobre las partes ecuatoriales de África. Si aquella temperatura se mantenía, toda la vegetación de la isla se agostaría inevitablemente.
Ben-Zuf, fiel a sus principios, no quería mostrarse sorprendido de aquella temperatura anormal; pero el sudor que inundaba todo su cuerpo protestaba por él. No había querido, a pesar de las reconvenciones de su capitán, abandonar su puesto de centinela en la cima de la peña, donde se tostaba, mientras observaba aquel Mediterráneo tranquilo como un lago, pero siempre desierto. Necesariamente tenía la piel forrada y blindado el cráneo, pues, de otro modo, le habría sido imposible soportar impunemente los rayos perpendiculares del Sol de mediodía.
Un día, el capitán Servadac, que lo contemplaba, haciendo centinela, le preguntó:
—¿Has nacido, acaso, en el Gabón?
—No, mi capitán; pero he nacido en Montmartre, que es lo mismo.
Puesto que el valiente Ben-Zuf pretendía que hacía en su cerro favorito tanto calor como en las regiones intertropicales, no había discusión posible.
Necesariamente, aquella temperatura ultracanicular debía ejercer gran influencia en los productos del suelo de la isla Gurbí y, en efecto, la naturaleza sufrió las consecuencias de la modificación climática. En brevísimo plazo, la savia llevó la vida a las últimas ramas de los árboles; abriéronse los botones, desarrolláronse las hojas, se ostentaron las flores y aparecieron los frutos.
Los cereales crecieron, se desarrollaron y fructificaron con igual rapidez. Las espigas de trigo y de maíz brotaron y crecieron a la vista, y una hierba espesa alfombró las paredes, pudiéndose, a la vez, segar la hierba, recoger las mieses y vendimiar los frutos. Verano y otoño confundiéronse en una estación única.
Si el capitán Servadac hubiera conocido bien la cosmografía, habría reflexionado así: «Si se ha modificado la inclinación del eje terrestre, y si, como todo parece indicarlo, forma un ángulo recto con la eclíptica, en la Tierra ocurrirá lo que en Júpiter. No habrá ya estaciones en el globo, sino zonas invariables, para las que serán eternos el invierno, la primavera, el verano y el otoño.»
Pero no hubiera agregado:
—Pero por vida de todos los vinos de Gascuña, ¿a qué causa puede obedecer semejante cambio?
Aquel verano precoz no dejó de ofrecer dificultades al capitán y al asistente. Indudablemente, iban a faltar brazos para tantas tareas a la vez, que no podían efectuarse aunque se dedicara a ellas la población de la isla. Además, el calor extremado imposibilitaba el trabajo continuo; sin embargo, no había todavía peligro en la demora, porque en el Gurbí abundaban las provisiones y, puesto que el mar estaba en calma y el tiempo era magnífico, podía esperarse que algún buque pasara pronto a la vista de la isla.
En efecto, aquella parte del Mediterráneo es muy visible, tanto para los buques del Estado que hacen el servicio de la costa, como para los de cabotaje de todas las naciones, cuyas relaciones son muy frecuentes con los menores puntos del litoral. Este razonamiento era exacto; pero, por una u otra causa, lo cierto era que no aparecía ningún buque en el mar y Ben-Zuf se hubiera tostado inútilmente sobre las rocas calcinadas de la playa si una especie de quitasol no le hubiera protegido.
En vano trataba el capitán Servadac de recordar sus estudios, haciendo cálculos para poner en claro la nueva situación en que se hallaba el esferoide terrestre, porque todos sus esfuerzos eran inútiles. Sin embargo, hubiera debido pensar que si el movimiento de rotación de la Tierra sobre su eje, había sufrido modificación, también se había modificado su movimiento de traslación alrededor del Sol y, por tanto, la duración del año no podía ser la misma, ya hubiera aumentado o disminuido.
Efectivamente, la Tierra se acercaba al astro radiante. Su órbita se había cambiado sin duda alguna, y no sólo concordaba aquella variación con el aumento progresivo de la temperatura, sino que otras observaciones permitirían al capitán Servadac cerciorarse de que el globo se acercaba a su centro de atracción.
El Sol presentaba entonces su disco con un diámetro doble del que ofreció a la simple vista, antes de los sucesos extraordinarios que sucedieron a la catástrofe. Los observadores que se hubieran encontrado en la superficie de Venus, es decir, a 25 millones de leguas de distancia, por término medio, lo habrían visto, como a la sazón se mostraba al capitán Servadac, con aquellas dimensiones aumentadas. Así, pues, la Tierra no debía estar apartada del Sol 39 millones de leguas, sino solamente 25; pero faltaba averiguar si esta distancia tenía aún que disminuir, en cuyo caso era de temer que, roto el equilibrio, el globo terrestre fuera arrastrado irresistiblemente hasta la superficie del Sol, lo que produciría su aniquilamiento completo.
Si los días, hermosos a la sazón, permitían observar el cielo, las noches, no menos bellas, mostraban al capitán Servadac el magnífico conjunto del mundo estelar. Allí estaban las estrellas y los planetas, coma letras de un inmenso alfabeto, que el capitán no sabía leer bien. Seguramente las estrellas no hubieran ofrecido algún cambio a sus ojos ni en sus dimensiones ni en sus distancias relativas, pues es sabido que el Sol, que se adelanta hacia la constelación de Hércules con una celeridad de 60 millones de leguas por año, no ha experimentado aún un cambio de posición apreciable: tan grande es la distancia a que se encuentran esos astros. Lo mismo ocurre a Arturo, que se mueve con una celeridad de 22 leguas por segundo, o sea, con una rapidez tres veces mayor que la de la Tierra.
Pero si las estrellas no enseñaban nada a Servadac, no sucedía lo mismo con los planetas, a lo menos a aquellos cuya órbita es inferior a la de la Tierra.
Venus y Mercurio se encuentran en estas condiciones. El primero de estos planetas gravita a una distancia media de 27 millones de leguas del Sol y el segundo a 15 millones. Así, pues, la órbita de Venus envuelve a la de Mercurio y la órbita de la Tierra envuelve a las dos. El oficial francés, después de observar mucho y reflexionar profundamente, advirtió que la cantidad de calor y de la luz que entonces recibía la Tierra casi igualaba a la que Venus recibía del Sol, o sea, al doble de la que este astro enviaba a la Tierra antes de la catástrofe. De esto dedujo que la Tierra debía haberse acercado considerablemente al Sol, lo que se confirmó cuando volvió a observar aquella espléndida Venus que los más indiferentes admiran cuando durante los crepúsculos se desprende de entre los rayos del astro.
Fósforo o Lucifer, Héspero o Vesper como la llamaban los antiguos, estrella de la tarde, estrella de la mañana, estrella del pastor (porque jamás astro ninguno ha recibido tantos nombres, si se exceptúa la Luna), Venus, en fin, mostrábase a las miradas del capitán Servadac como un disco relativamente enorme. Era como una pequeña luna y se distinguían perfectamente sus fases a simple vista. Ya en plenilunio, ya en sus cuartos, creciente o menguante, todas sus partes se veían con perfecta claridad. Las desigualdades que se advertían en su curva mostraban que los rayos solares repartidos por su atmósfera penetraban en regiones en las que el Sol debía haberse puesto ya: prueba de que Venus poseía una atmósfera, puesto que los efectos de refracción producíanse en la superficie de su disco. Los puntos luminosos que se destacaban en su creciente no eran sino altísimas montañas a las que Schroeter ha asignado diez veces la altura del Montblanc, o sea la 144 parte del radio del planeta.
El capitán Servadac, por consiguiente, creyó en aquella época tener derecho a afirmar que Venus sólo distaba 2 millones de leguas de la Tierra, y así se lo dijo a Ben-Zuf.
—Pues es bastante, mi capitán —respondió el ordenanza—, estar separados por 2 millones de leguas.
—Sería algo, efectivamente, si se tratase de dos ejércitos en campaña —respondió el capitán Servadac—; pero, tratándose de dos planetas, es muy poco.
—¿Qué puede ocurrir?
—Que caigamos sobre Venus.
—¡Hola! ¿Y hay aire allí?
—Sí.
—¿Y agua?
—Sin duda alguna.
—En ese caso no hay inconveniente en que vayamos a ver a Venus.
—Pero el choque será espantoso, porque ambos planetas marchan en la actualidad en sentido inverso y, como sus masas son casi iguales, la colisión será terrible para los dos.
—Comprendo: como dos trenes que se encuentran —respondió Ben-Zuf con una tranquilidad que puso al capitán fuera de sí.
—Sí, dos trenes, animal —exclamó—, pero dos trenes que marchan con una rapidez mil veces mayor que la de los expresos, lo que ocasionaría la dislocación de uno de los planetas, o quizá de los dos, y veremos entonces lo que queda de tu montón de tierra de Montmartre.
No se podía inferir una mayor ofensa a Ben-Zuf, que crispó los puños y apretó los dientes; pero se contuvo y, después de algunos instantes que invirtió en digerir aquella frase de montón de tierra, dijo:
—Mi capitán, estoy siempre a sus órdenes; mande lo que guste, y si hay manera de impedir ese encuentro…
—¡No la hay, imbécil, y vete al diablo!
Al oír esto, Ben-Zuf bajó la cabeza, se apartó del oficial y no pronunció una palabra.
En los días sucesivos disminuyó notablemente la distancia que separaba a los dos astros, lo que evidenciaba que la Tierra seguía una nueva órbita que cortaba la de Venus.
Al mismo tiempo habíase acercado también mucho a Mercurio, planeta que, raras veces visible a simple vista, a no ser en sus mayores digresiones orientales u occidentales, se mostraba a la sazón en todo su esplendor. Sus fases, análogas a las fases lunares, su reverberación de los rayos del Sol, que le envía un calor y una luz siete veces mayor que al globo terrestre, sus zonas glacial y tórrida, casi por completo confundidas a causa de la inclinación considerable de su eje de rotación, sus bandas ecuatoriales y sus montañas de diecinueve kilómetros de altura hacían digno del más curioso examen a este disco, conocido por los antiguos con el nombre de Centelleante.
Pero el peligro no procedía aún de Mercurio, sino de Venus, que amenazaba chocar con la Tierra. Hacia el 18 de enero, la distancia que separaba a los dos astros era de un millón de leguas. La intensidad luminosa del planeta hacía que los objetos terrestres proyectaran sombras violentas. Se le veía girar sobre sí mismo en veintitrés horas y veintiún minutos, lo que demostraba que la duración de sus días no había variado. Se podían distinguir las nubes que rodeaban su disco a causa de los constantes vapores de que está cargada su atmósfera. Se veían las siete manchas que, según ha supuesto Bianchini, son verdaderos mares que se comunican entre sí. Finalmente, el soberbio planeta era visible en medio del día, visibilidad que lisonjeó al capitán Servadac muchísimo menos que había lisonjeado al general Bonaparte, cuando en tiempo del Directorio vio a Venus en pleno día y dijo que era su
estrella.
El 20 de enero, la distancia reglamentaria asignada a los dos astros por la mecánica celeste, había disminuido más aún.
—¿Qué ansiedad deben tener nuestros compañeros de África, nuestros amigos de Francia y todos los habitantes de todos los continentes? —se preguntaba a veces el capitán Servadac—. ¡Qué artículos deben de publicar los periódicos! ¡Qué muchedumbre debe acudir a las iglesias! Ahora sí que puede creerse en el fin del mundo, y no dudo en afirmar que jamás ha estado tan próximo. En estas circunstancias no me sorprende que no venga ningún buque a la isla para recogernos. ¿Acaso el gobernador general ni el ministro de la Guerra tienen tiempo ahora de pensar en nosotros? Antes de dos días la Tierra quedará rota en mil pedazos que irán a gravitar caprichosamente por el espacio.
Tan funesto augurio no debía confirmarse.
Por el contrario, desde aquel día ambos astros se fueron alejando poco a poco uno de otro; por fortuna los planos de las órbitas de Venus y de la Tierra no coincidían y, por consiguiente, la temida colisión no se efectuó.
Ben-Zuf exhaló un suspiro de confianza cuando su capitán le comunicó la buena nueva.
El 25 de enero, la distancia había aumentado lo bastante para que desapareciese todo temor desde este punto de vista.
—Esta aproximación —dijo el capitán Servadac— nos ha servido para demostrar que Venus no tiene Luna.
Efectivamente, los astrónomos Domingo Cassini, Short, Montaigne de Limoges, Montbarron y algunos otros han creído seriamente que Venus tenía un satélite.
—Y lo siento —añadió Héctor Servadac—, porque quizás hubiéramos podido, al paso, apoderarnos de esa Luna y tendríamos dos a nuestro servicio. ¡Pero vive Dios! ¿No podré explicarme nunca este desarreglo de la mecánica celeste?
—Mi capitán —dijo Ben-Zuf.
—¿Qué se te ocurre?
—¿No hay en París, al extremo del Luxemburgo, una casa cubierta con un gran casquete?
—¿El Observatorio?
—Sí, señor. ¿Y no están encargados de explicar todo esto los señores que habitan allí?
—Esa es su misión.
—Entonces, seamos filósofos, mi capitán, y esperemos con paciencia sus explicaciones.
—Ben-Zuf, ¿sabes tú lo que es ser filósofo?