«Condecoraciones: caballero de la Legión de Honor, en 13 de marzo de 18…»
Héctor Servadac tenía a la sazón treinta años de edad, era huérfano, no tenía familia alguna y su caudal era muy escaso. Ambicioso de gloria, si no de dinero, algo calavera, dotado de genio natural, siempre pronto al ataque como a la respuesta, corazón generoso, valor a toda prueba, protegido por el dios de las batallas, aunque jamás rehuía el peligro, y poco hablador para ser gascón, lactado durante veinte meses por una robusta viñadora del Medoc, era verdadero descendiente de los héroes que florecieron en las épocas de las proezas guerreras.
Tal era en su aspecto moral el capitán Servadac, joven encantador, predestinado por la naturaleza para realizar empresas extraordinarias y protegido desde la cuna por el hada de las aventuras y por la de la fortuna.
Físicamente, era también Héctor Servadac un gallardo joven; era alto, esbelto y gracioso, y tenía cabellera negra, naturalmente rizada, lindas manos, lindos pies, bigote elegantemente levantado, ojos azules y mirada franca.
Debemos convenir, sin embargo, en que el capitán Servadac no tenía más ciencia de la que necesitaba, cosa que reconocía él mismo y que no tenía inconveniente en confesar. Rehuía el trabajo siempre que podía, porque era naturalmente tan perezoso militar como detestable poeta; pero como aprendía y se asimilaba todo con suma facilidad, había podido salir de la escuela con buena nota y entrar en el Estado Mayor. Además, dibujaba bien, montaba admirablemente a caballo, y el indomable saltador de las caballerizas de Saint-Cyr, el caballo sucesor del famoso tío Tomás, había encontrado en él un domador perfecto. Había sido citado con frecuencia en la orden del día y referíanse de él numerosos rasgos de valor.
En una ocasión conducía a la trinchera una compañía de cazadores a pie.
La cresta del parapeto, acribillada en cierto paraje por los disparos del cañón, había cedido y no ofrecía altura suficiente para cubrir a los soldados contra la metralla que silbaba bastante espesa en torno de ellos. Al ver que los soldados vacilaban, el capitán Servadac subióse al parapeto y, atravesándose sobre la brecha, la tapó completamente con su cuerpo, diciendo:
—¡Pasad ahora!
Y la compañía pasó, en medio de una granizada de balas, ninguna de las cuales tocó al oficial de Estado Mayor.
Desde que salió de la escuela de aplicación, exceptuando el tiempo ocupado en las dos campañas del Sudán y del Japón, estuvo siempre destacado en Argel. A la sazón, desempeñaba el cargo de oficial de Estado Mayor en la subdivisión de Mostaganem, especialmente encargado de los trabajos topográficos en la parte del litoral comprendida entre Túnez y la desembocadura del Cheliff. Habitaba un gurbí; pero como le agradaba vivir al aire libre con toda la libertad que un oficial puede tener, no se apresuraba a realizar las tareas de que estaba encargado.
Le convenía aquel género de vida semiindependiente, tanto más cuanto que sus ocupaciones no le impedían tomar dos o tres veces por semana el tren para asistir a las recepciones del general en Orán, o a las fiestas del gobernador de Argel.
En una de éstas fue donde vio a la señora de L…, a quien estaba dedicado el famoso rondó, cuyos cuatro primeros versos acababa de componer. Dicha señora, viuda de un coronel, era joven, hermosa, muy reservada, algo altanera, y no advertía, o no quería advertir, las atenciones de que era objeto. El capitán Servadac no se había atrevido aún a declararle su amor; pero sabía que tenía rivales, uno de los cuales era el conde Timascheff. Esta rivalidad era la que iba a poner a los dos adversarios frente a frente con las armas en la mano, sin que la joven viuda lo sospechase y sin que su nombre, respetado por todos, hubiera sido pronunciado una sola vez.
Con el capitán Servadac vivía en el gurbí su ordenanza Ben-Zuf, servidor adicto y fidelísimo que tenía el honor de cepillar al oficial, y que no habría vacilado en elegir entre las funciones de edecán del gobernador general de Argelia y las de asistente del capitán Servadac. El asistente no tenía ninguna ambición personal respecto de sí propio, pero la tenía grande respecto de su amo, y todas las mañanas miraba el uniforme para ver si durante la noche había aumentado el número de estrellas en la levita del capitán de Estado Mayor.
Ben-Zuf no era indígena de Argelia, como podría suponerse al oír su nombre, porque éste no era sino un apodo. Pero ¿por qué aquel asistente se llamaba Ben-Zuf, cuando su nombre propio era Lorenzo? ¿Por qué Ben, cuando era de París y aun de Montmartre? Los etimologistas más sabios no hubieran podido explicar semejante anomalía.
Ben-Zuf no solo era de Montmartre, sino originario del famoso cerro de este nombre, puesto que había nacido entre la torre de Solferino y el molino de la Galette, y cuando se ha tenido el honor de nacer en estas condiciones excepcionales, es muy natural que el cerro natal inspire una admiración sin límites y que no se vea cosa más magnífica en el mundo. Así, a los ojos del asistente, Montmartre era la única montaña verdadera que existía en el universo, y el barrio de aquel nombre la suma de todas las maravillas del globo.
Ben-Zuf había viajado, pero jamás había visto en parte alguna sino Montmartres, quizá mayores, pero sin duda alguna menos pintorescos Montmartre tiene, efectivamente, una iglesia que iguala en mérito a la catedral de Burgos, canteras que no ceden en magnificencia a las del Pentélico, un estanque del que puede estar celoso el Mediterráneo, un molino, que lo mismo produce harina vulgar que famosas galletas, una torre de Solferino, que se mantiene más erguida que la de Pisa, un resto de los bosques que fueron completamente vírgenes antes de la invasión de los celtas y, en fin, una montaña, una verdadera montaña, a la que sólo los envidiosos se atreven a calificar de insignificante cerrillo.
Más fácil habría sido hacer a Ben-Zuf menudos pedazos que obligarle a confesar que aquella montaña no tenía cinco mil metros de altura sobre el nivel del mar.
¿Habría algún punto del globo que reuniese tantas maravillas?
—Ninguno —respondía Ben-Zuf a todo aquel a quien parecía su opinión un poco exagerada. Esta manía era absolutamente inofensiva y Ben-Zuf no tenía más que un solo pensamiento: volver a Montmartre y esperar la muerte en aquel cerro donde había nacido. Por supuesto, sin separarse de su capitán.
Héctor Servadac, por consiguiente, no cesaba de oír a su asistente la relación de todas las bellezas acumuladas en el distrito decimoctavo de París, y a tal causa se debía que empezara a odiar el tal distrito.
Ben-Zuf, sin embargo, no desesperaba de convencer a su capitán de la conveniencia de no separarse de él nunca. Había cumplido el tiempo de servicio, había obtenido dos licencias y estaba a punto de abandonarlo a la edad de veintiocho años, siendo simple cazador a caballo de primera clase en el octavo regimiento, cuando ascendió a la categoría de ordenanza de Héctor Servadac. Hizo una nueva campaña con su oficial; combatió a su lado en diversas circunstancias, y tal valentía demostró que fue propuesto para una cruz; pero no quiso aceptarla para no verse obligado a dejar de ser asistente de su capitán. Si Héctor Servadac salvó la vida a Ben-Zuf en el Japón, Ben-Zuf salvó la del capitán en el Sudán, y estas cosas no se olvidan nunca.
En suma, por todas las razones expuestas, Ben-Zuf servía al capitán de Estado Mayor con sus dos brazos bien templados, como se dice en metalurgia, una salud de hierro forjada bajo todos los climas, un vigor físico que le daba derecho a llamarse el baluarte de Montmartre, y con un corazón dispuesto a todos los sacrificios.
Ben-Zuf no era poeta como su capitán, pero podía pasar por una enciclopedia viva, por un depósito inagotable de todas las anécdotas militares. Respecto a este punto nadie le aventajaba, pues su felicísima memoria le proporcionaba anécdotas por docenas.
El capitán Servadac, que sabía lo que valía su asistente, le apreciaba y le perdonaba sus manías, que el inalterable buen humor de Ben-Zuf hacía soportables; y en ocasiones sabía decirle aquellas cosas que unen más al servidor a su amo.
En una de las muchas veces que Ben-Zuf elogiaba las excelencias de Montmartre y del distrito decimoctavo de París, le dijo:
—Ben-Zuf, ¿sabes que si el cerro de Montmartre tuviese siquiera 4.705 metros más, sería tan alto como el Montblanc?
Al oír esto, los ojos de Ben-Zuf lanzaron chispas de júbilo, y desde entonces el cerro de Montmartre y el capitán Servadac fueron la misma cosa para él, pues por cualquiera de los dos habría dado la vida.
UN gurbí es una especie de cabaña construida de estacas y cubierta con un poco de paja, algo mayor que la tienda del árabe nómada y mucho menor que la habitación de cal y canto.
El gurbí que habitaba el capitán Servadac no era, pues, sino una choza que no habría bastado para las necesidades de sus huéspedes si no hubiera estado adherida a una antigua casa de piedra que servía de alojamiento a Ben-Zuf y a los dos caballos.
Aquella casa había sido ocupada antes por un destacamento de ingenieros y contenía todavía cierta cantidad de herramientas, como azadones, picos, palas, etc.
Realmente, tenía pocas comodidades el gurbí; pero era una habitación provisional y ni el capitán ni el ordenanza eran exigentes en materia de alimentos y de habitación.
—Con alguna filosofía y un buen estómago —repetía con frecuencia Héctor Servadac—, se está bien dondequiera.
Pero la filosofía es como la moneda menuda de un gascón, la tiene siempre en la bolsa; y en cuanto al estómago, todas las aguas del Garona hubieran podido pasar por el del capitán sin ocasionarle la menor molestia.
En cuanto a Ben-Zuf, podría decirse, admitiendo la metempsicosis, que había sido avestruz en una existencia anterior, y que conservaba las vísceras fenomenales y los poderosos juegos gástricos que de igual modo digieren guijarros que pechugas de gallina.
Debemos advertir que los dos huéspedes del gurbí tenían provisiones para un mes; que una cisterna les suministraba agua potable en abundancia; que los graneros de la caballeriza estaban llenos de forraje, y que la parte de la llanura comprendida entre Túnez y Mostaganem, extraordinariamente fértil, podía rivalizar con las ricas llanuras de Hitidya. Abundaba en ella la caza y nadie impedía al oficial de Estado Mayor llevar su escopeta en las expediciones, a condición de que no olvidara sus instrumentos de trabajo.
El capitán Servadac, de regreso al gurbí, comió con extraordinario apetito, acaso porque el paseo se lo había aumentado; pero como Ben-Zuf sabía cocinar notablemente, el capitán de Estado Mayor encontraba siempre dispuestos a la hora de comer alimentos suculentos y bien sazonados.
Después que hubo comido y mientras el asistente encerraba los reatos de la comida, en lo que él llamaba
su armario abdominal
, el capitán Servadac salió del gurbí y fuese a respirar al aire libre a la cresta de una peña, fumando su cigarro.
Hacía ya una hora que el sol había desaparecido detrás de las espesas nubes, bajo aquel horizonte que la llanura cortaba distintamente más allá del curso del Cheliff y la noche avanzaba a pasos acelerados. El cielo tenía entonces un aspecto singular que hubiera sorprendido a cualquier observador de los fenómenos cósmicos. Efectivamente, hacia el Norte, y aunque la oscuridad era lo suficientemente densa para limitar el alcance de la mirada en un radio de medio kilómetro, una especie de luz rojiza coloreaba las brumas superiores de la atmósfera. Nada indicaba la aparición de alguna aurora boreal, cuyas magnificencias no se manifiestan sino en las alturas del cielo más elevadas en latitud. Un meteorologista habría vacilado mucho antes de decir qué fenómeno producía la soberbia iluminación que decoraba aquella última noche del año.
El capitán Servadac, que desde su salida de la escuela no había vuelto a abrir el libro que se titula
Curso de cosmografía
, no se preocupaba del estado de la esfera celeste y vagaba por las peñas de la playa, fumando, y acaso sin acordarse del duelo que al día siguiente debía sostener con el conde Timascheff. En todo caso, si pensaba en ello, no se enojaba contra el conde más de lo que convenía. En realidad de verdad, ninguno de los dos adversarios aborrecía al otro, a pesar de ser rivales. Tratábase, sencillamente, de resolver el problema de la eliminación de una persona que estorbaba. Héctor Servadac, por consiguiente, estimaba al conde Timascheff como un perfecto caballero, y el conde consideraba del mismo modo al oficial.
A las ocho de la noche el capitán Servadac entró en el gurbí, cuya única habitación estaba amueblada con una cama, una mesita de trabajo y algunas maletas que servían de armarios. El ordenanza preparaba sus guisos en la cocina de la casa inmediata y no en el gurbí, y allí dormía con la cabeza apoyada en una buena almohada de corazón de encina, lo que no le impedía pasar doce horas seguidas entregado al sueño.
Servadac, que estaba desvelado, sentóse junto a la mesa, en la que estaban esparcidos los instrumentos de trabajo, y maquinalmente tomó un lápiz rojo y azul en una mano y en la otra el compás de reducción; después, comenzó a escribir líneas de diversos colores y longitud, que no se parecían en nada al dibujo severo de un plano topográfico.
Ben-Zuf, que no había recibido orden de ir a acostarse, tendióse en un rincón y trató de dormir, cosa nada fácil, dada la singular agitación del capitán.
En realidad de verdad, en aquellos momentos, Héctor Servadac no era el capitán de Estado Mayor, sino el poeta gascón, el que estaba sentado a la mesa de trabajo. El oficial francés esforzábase por completar el rondó famoso, invocando a las musas que tardaban en acudir a su llamamiento. Esta ocupación absorbía por completo todas sus facultades.
—¡Cascaras! —exclamó—. ¿Por qué he de elegir esta forma de cuartetos que me obliga a buscar consonantes y apresarlos como fugitivos que escapan del campo de batalla? Lucharé denodadamente para que no se diga que un oficial francés ha retrocedido ante unos cuantos consonantes. Una composición métrica es como un batallón. La primera compañía ha desfilado ya, es decir, el primer cuarteto. Ya veremos los demás.
Los consonantes, perseguidos a toda costa, debieron oír la llamada del capitán, porque una línea roja y otra azul quedaron poco después trazadas sobre el papel.