Valen poco las palabras aunque sean elocuentes.
—¿Qué diablos murmura mi capitán? —se preguntaba Ben-Zuf, volviéndose y revolviéndose—. Hace ya una hora que se agita como el quinto que vuelve después de haber disfrutado de licencia semestral.
Héctor Servadac paseábase por el gurbí, dominado por el furor de su inspiración poética.
—Seguramente está haciendo versos —dijo Ben-Zuf, incorporándose—. Vaya una ocupación molesta. No se puede dormir aquí.
Yexhaló un sordo gemido.
—¿Qué te duele, Ben-Zuf? —preguntó Héctor Servadac.
—Nada, mi capitán. Es una pesadilla.
—¡El diablo cargue contigo!
—Cuanto antes mejor —murmuró Ben-Zuf—, sobre todo si el diablo no compone versos.
—Este bruto me ha cortado la inspiración —dijo el capitán Servadac—. ¡Ben-Zuf!
—¡A la orden, mi capitán! —respondió el asistente levantándose, cuadrándose y haciendo el saludo de ordenanza.
—No te muevas, Ben-Zuf, porque ya se me ha ocurrido el segundo cuarteto de mi rondó. Yapenas había concluido de decir esto, cuando capitán y asistente fueron precipitados boca abajo con una violencia espantosa.
POR qué en aquel momento mismo habíase modificado el horizonte de tan extraña y súbita manera, que el marino de vista más perspicaz y ejercitada no hubiera podido encontrar la línea circular en que el cielo y el agua debían confundirse?
¿Por qué las olas del mar se levantaban entonces a una altura que los sabios no habían admitido jamás?
¿Por qué entre los crujidos del suelo, que se desgarraba, se produjo un espantoso estrépito, compuesto de ruidos diversos, como si la armazón del globo se dislocase violentamente, como si las aguas se entrechocaran a una profundidad inmensa, como si las corrientes de aire aspirado silbaran en una especie de tromba?
¿Por qué brilló tan pronto, a través del espacio, aquel resplandor extraordinario, más intenso que la luz de una aurora boreal, invadiendo el firmamento y eclipsando la luz de las estrellas de todas magnitudes?
¿Por qué la cuenca entera del Mediterráneo, que parecía haberse vaciado por un instante, volvió a llenarse de una agua furiosamente embravecida?
¿Por qué el disco de la luna pareció aumentarse desmesuradamente, como si el astro de la noche se hubiera aproximado de súbito a diez mil leguas de la tierra, en vez de encontrarse a noventa y seis mil?
¿Por qué, en fin, apareció en el firmamento un nuevo esferoide, enorme, flamígero, completamente desconocido por los cosmógrafos, para desaparecer pronto detrás de espesas capas de nubes?
¿Qué extraño fenómeno había ocasionado aquel cataclismo que trastornó de manera tan profunda la tierra, el mar, el cielo y todo el espacio?
¿Quién lo podría decir? ¿Quedaba siquiera sobre el globo terráqueo un solo hombre que respondiera a estas preguntas?
ESTO no obstante, parecía que aquella parte del litoral argelino, limitado al Oeste por la orilla derecha del Cheliff, y al Norte por el Mediterráneo, no había experimentado ninguna modificación. Aunque la conmoción había sido violentísima en aquella fértil llanura, algo accidentada acá y allá, ni en la línea caprichosa de las rocas de la playa, ni en el mar, que se agitaba extraordinariamente, había nada que revelase la menor alteración en el aspecto físico. La casa de piedra, exceptuando algunas paredes, que se habían agrietado profundamente, manteníase en pie. El gurbí había sido derribado, como castillo de naipes al soplo de un niño, y sus dos habitantes habían quedado sin movimiento bajo la paja que cubría la techumbre.
Dos horas después de la catástrofe, el capitán Servadac recobró el conocimiento, pero tardo un buen rato en recordar lo que había pasado. Las primeras palabras que pronunció, y esto no puede sorprender a nadie, fueron las últimas de aquel famoso rondó, que de modo extraordinario había sido interrumpido.
Después de lo cual, agregó:
—Pero ¿qué ha ocurrido?
A esta pregunta, que se hizo a sí mismo, le era muy difícil responder.
Levantó el brazo, separó las pajas que cubrían su cuerpo, sacó la cabeza y miró en torno suyo.
—¡Se ha hundido el gurbí! —exclamó—. Seguramente ha pasado alguna tromba por el litoral. Luego examinó su cuerpo y vio que no tenía ni siquiera un rasguño.
—¡Pardiez! ¿Y mi asistente? —exclamó. Se levantó y gritó:
—¡Ben-Zuf!
A la voz del capitán Servadac, salió otra cabeza de entre la paja.
—¡Presente, mi capitán! —respondió Ben-Zuf.
Parecía que el ordenanza hubiese esperado aquella señal para presentarse militarmente.
—¿Sabes lo qué ha pasado, Ben-Zuf? —preguntó el capitán.
—Según parece, mi capitán, vamos a hacer nuestra última etapa.
—¡Bah! No ha sido más que una tromba, Ben-Zuf, una pequeña tromba.
—Vaya por la tromba —respondió filosóficamente el ordenanza—. ¿No se le ha roto nada, mi capitán?
—Nada, Ben-Zuf.
Un momento después, ambos se habían puesto en pie, limpiaron de escombros el sitio que había ocupado el gurbí y encontraron sus instrumentos, efectos y utensilios, que casi no habían sufrido deterioro alguno. El oficial de Estado Mayor dijo:
—Veamos qué hora es.
—Las ocho por lo menos —respondió Ben-Zuf, mirando el sol, que estaba muy alto sobre el horizonte.
—¡Las ocho!
—Por lo menos, mi capitán.
—¿Pero es posible?
—Sí, es preciso emprender la marcha.
—¡Emprender la marcha!
—Sí, para asistir a la cita.
—¿Qué cita!
—Nuestro encuentro con el conde…
—¡Ah, diablo! —exclamó el capitán—. Lo había olvidado. Sacó el reloj, y dijo:
—Pero ¿estás loco, Ben-Zuf? Apenas son las dos.
—¿Las dos de la mañana, o las dos de la tarde? —inquirió Ben-Zuf, mirando al sol. Héctor Servadac aproximóse el reloj al oído, y dijo:
—Está andando.
—Y el sol también —replicó el ordenanza.
—Efectivamente, a juzgar por su altura sobre el horizonte… ¡Ah! ¡Por todas las viñas de Medoc!
—¿Qué tiene usted, mi capitán?
—¿Serán las ocho de la tarde?
—¿De la tarde?
Sí. El sol está al Oeste e indudablemente se va a poner.
—No, mi capitán —respondió Ben-Zuf—. El sol se levanta con puntualidad, como un recluta al toque de diana. Véalo usted. Desde que empezamos a hablar hasta ahora ha subido ya bastante sobre el horizonte.
—¡Se levantará ahora el sol al Occidente! —murmuró el capitán Servadac—. Esto no es posible. Sin embargo, el hecho no admitía duda. El astro radiante mostrábase sobre las aguas del Cheliff y recorría el horizonte occidental, sobre el que había trazado hasta aquel momento la segunda mitad de su arco diurno.
Héctor Servadac comprendió que un fenómeno, tan asombroso como inexplicable, había modificado, no la situación del sol en el mundo sideral, sino el movimiento de rotación de la tierra sobre su eje.
Héctor Servadac perdíase en conjeturas. ¿Podía lo imposible transformarse en realidad? Si hubiera tenido cerca de él a uno de los individuos de la sección de longitudes, le habría interrogado para adquirir algunos informes; pero veíase obligado a atenerse a su propio criterio.
—¡Diablo! —exclamó—. Esto es cosa de los astrónomos. Veremos, dentro de ocho días, lo que dicen los periódicos, que seguramente hablarán de este extraño suceso.
Después, sin detenerse más tiempo en la investigación de aquel extraño fenómeno, dijo a su asistente:
—En marcha; sea cualquiera la catástrofe ocurrida y aun cuando se hubiera trastornado toda la mecánica terrestre y celeste, tenemos que ser los primeros en llegar al terreno para dispensar al conde Timascheff el honor…
—De ensartarlo —respondió Ben-Zuf.
Si Héctor Servadac y su asistente se hubieran detenido a observar los cambios físicos que de tan súbita manera se habían operado en aquella noche del 31 de diciembre al 1° de enero, después de haber observado la modificación arriba dicha en el movimiento aparente del sol, habrían advertido, sin duda alguna, con estupor, la increíble modificación de las condiciones atmosféricas. En efecto, sufrían cierta fatiga y tenían necesidad de respirar con mayor rapidez, como los que suben a la cumbre de las altas montañas, donde el aire ambiente es menos denso y está, por consiguiente, menos cargado de oxígeno. Además, su voz era más débil, como si estuvieran semiatacados de sordera, o el aire no transmitiera bien los sonidos.
Sin embargo, estas modificaciones físicas no impresionaron en aquel momento al capitán Servadac ni a Ben-Zuf, quienes se dirigieron hacia el Cheliff por el escabroso sendero de las rocas.
El tiempo, que estaba muy hermoso el día antes, había variado también mucho. El cielo, de color singular, que se cubrió pronto de nubes muy bajas, impedía reconocer el arco luminoso que el sol trazaba de un horizonte a otro. Había en el aire amenazas de lluvia diluviana, si no de gran tempestad; pero, por fortuna, aquellos vapores, a causa de su incompleta condensación, no llegaron a resolverse en agua.
El mar, por primera vez en aquella costa, parecía completamente desierto. Sobre el fondo gris del cielo y del agua no se veía una sola vela ni se distinguía el humo de chimenea alguna. En cuanto al horizonte, o el capitán y su asistente padecían una ilusión óptica, o había disminuido de un modo extraordinario, lo mismo el del mar que el de la llanura a la otra parte del litoral. Su radio infinito había desaparecido, por decirlo así, como si el globo terráqueo hubiera acrecentado mucho su convexidad.
El capitán Servadac y Ben-Zuf, caminando de prisa y en silencio, no debían tardar en llegar al sitio de la cita, que no distaba más que cinco kilómetros del gurbí.
Ambos observaron que aquella mañana estaban fisiológicamente organizados de distinta manera, pues sin saber por qué, se sentían particularmente ligeros de cuerpo como si tuvieran alas en los pies. Si el asistente hubiera formulado su pensamiento, habría dicho que
estaba hueco
.
—Vamos más ligeros que el aire, a pesar de que nos hemos olvidado de almorzar —murmuró. Este género de olvido no era muy frecuente en el bueno del soldado.
En aquel momento oyeron una especie de ladrido desagradable a la izquierda del sendero, e instantáneamente salió de una espesura de lentiscos un chacal de la fauna africana, animal que tiene un pelaje regularmente tachonado de manchas negras, con una raya, también negra, en la parte delantera de las piernas.
El chacal, durante la noche, cuando caza en bandadas, es peligroso; pero estando solo, no es más temible que un perro. Ben-Zuf no tenía miedo a aquel animal, pero no le gustaban los chacales, quizá porque en Montmartre no los había.
El chacal, después de haber salido de la espesura, recostóse al pie de una alta roca de diez metros de altura y desde allí miraba con manifiesta inquietud a los dos caminantes. Ben-Zuf hizo ademán de apuntarle, y al ver este movimiento el animal, se lanzó de un solo salto a la cúspide de la roca, dejando profundamente sorprendidos al capitán y al asistente.
—Excelente saltador —exclamó Ben-Zuf—. Se ha levantado a más de treinta pies de abajo arriba.
—Es verdad —asintió el capitán Servadac, pensativo—. No he visto jamás un salto semejante. Ben-Zuf, entonces, cogió una piedra para arrojársela; pero el ordenanza notó que, aunque era muy gruesa, no pesaba más que una esponja petrificada. —¡Diablo de chacal! —exclamó Ben-Zuf—. Esta piedra no le hará más daño que un bizcocho. Pero ¿por qué es tan ligera siendo tan gruesa?
Sin embargo, como no tenía a mano otra cosa, la lanzó vigorosamente.
La piedra no dio en el blanco; pero el acto de Ben-Zuf, que revelaba intenciones poco conciliadoras, fue suficiente para poner en fuga al prudente animal, que pasando por encima de los arbustos y de los árboles en una serie de saltos gigantescos, desapareció como si fuera un canguro de goma elástica.
La piedra, en vez de dar al chacal, describió una trayectoria muy extensa y cayó a más de quinientos pasos más allá de la roca, con gran sorpresa de Ben-Zuf.
—¡Vive Dios! —exclamó—. Alargo más que un obús de a cuatro.
Ben-Zuf encontrábase en aquellos momentos a pocos metros delante de su capitán, cerca de un foso lleno de agua, y de diez pies de anchura, que necesitaban atravesar. Emprendió una carrera y saltó con el impulso de un gimnasta.
—¿Adonde vas, Ben-Zuf? ¿Qué te sucede? Te vas a descoyuntar, imbécil.
El capitán Servadac pronunció estas palabras, alarmado, al ver a su asistente a cuarenta pies sobre el suelo.
Luego, pensando en el peligro que Ben-Zuf podía correr al caer en tierra, lanzóse a su vez para atravesar el foso; pero el esfuerzo muscular que hizo lo levantó a una altura de treinta pies. Cruzó, subiendo, la línea de Ben-Zuf, que bajaba; y, obedeciendo a las leyes de la gravitación, cayó al suelo con celeridad creciente, pero sin mayor violencia que la que habría experimentado si se hubiera levantado a cuatro o cinco pies de altura.
—¡Hola! —exclamó Ben-Zuf, riendo a mandíbula batiente—. Somos dos habilísimos saltarines, mi capitán.
Héctor Servadac, después de reflexionar algunos instantes, adelantóse hacia su asistente y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:
—Ben-Zuf, mírame bien y dime: ¿Estoy despierto o dormido? Despiértame, pellízcame hasta hacerme sangre, si es preciso, porque ambos estamos locos o soñamos.
—La verdad es, mi capitán —respondió Ben-Zuf—, que estas cosas no me han ocurrido jamás sino en sueños, cuando me parecía que era golondrina y que atravesaba el cerro de Montmartre con la misma facilidad con que habría podido saltar por encima de mi quepis. Esto no es natural, por lo que creo que ha debido ocurrirnos algo extraordinario. ¿Por ventura, se trata de una propiedad especial de la costa de Argelia?
Héctor Servadac encontrábase sumido en una especie de estupor.
—¡Es para enloquecer! —exclamó—. No dormimos, no soñamos y, sin embargo…
Pero ni el capitán ni el ordenanza eran capaces de detenerse ante aquel problema de tan difícil solución.
—¡En fin, suceda lo que quiera! —exclamó, resuelto a no sorprenderse ya de nada.