En aquellos momentos solemnes hubo una nota que habría hecho reír a los aeronautas, si no hubieran estado todos profundamente conmovidos.
—¡Montmartre! —exclamó Ben-Zuf.
Nadie se hubiera atrevido a decir al asistente del capitán Servadac que no podía verse desde tan lejos su cerro favorito.
Palmirano Roseta, con la cabeza inclinada fuera de la barquilla, sólo miraba aquella Galia abandonada, que flotaba a dos mil quinientos metros debajo de él, y no quería ver la Tierra que lo llamaba a sí. No contemplaba más que su cometa, vivamente iluminado por la irradiación general del espacio.
El teniente Procopio, con el reloj en la mano, contaba los minutos y los segundos. El fuego que sostenía el globo, reanimado de vez en cuando, lo mantenía en la zona conveniente.
Se hablaba poco en la barquilla. El capitán Servadac y el conde Timascheff observaban con avidez la Tierra. El globo encontrábase algo inclinado a un lado, pero detrás de Galia, de suerte que el cometa debía preceder en su caída al aparato aerostático, circunstancia favorable, porque éste, al introducirse en la atmósfera terrestre, no necesitaría evolucionar por completo.
Pero, ¿dónde caería? ¿Sería en algún continente? Y, si así era, ¿encontrarían los pasajeros medios de vida? ¿Serían fáciles las comunicaciones con alguna parte habitada dei globo?
¿Caería en algún océano? Es este infortunado caso, ¿podría confiar en que Dios acudiera, por medio de un buque, a salvar a los náufragos? Sí, los pasajeros que excepción hecha del alemán Isaac Hakhabut, eran todos cristianos, confiaban en la gran misericordia de Dios.
¡Qué de peligros por doquier! Sin duda alguna el conde Timascheff había tenido razón al decir que él y sus compañeros estaban en las manos del Todopoderoso.
—Las dos y cuarenta y dos minutos —dijo el teniente Procopio, en medio del silencio general.
Faltaban cinco minutos treinta y cinco segundos y seis décimas de segundo, para que los astros chocaran uno con otro… La distancia que los separaba era entonces de menos de ocho mil leguas.
El teniente Procopio observó que a la sazón el cometa seguía una dirección algo oblicua a la Tierra. Los dos astros no corrían en la misma línea; pero se debía creer que habría detención súbita y completa del cometa, y no un simple roce, como había ocurrido dos años antes. Si Galia no chocaba normalmente con el globo terrestre, por lo menos habría una buena rozadura, como dijo Ben-Zuf.
En suma, si ninguno de los pasajeros de la barquilla debía sobrevivir al choque; si el globo, cogido entre dos remolinos atmosféricos cuando se fusionaran las dos atmósferas, se desgarraba y era arrojado al suelo; si ninguno de los galianos había de volver a vivir entre sus semejantes, ¿iba a desaparecer para siempre el recuerdo de su paso por el cometa, de su peregrinación por el mundo solar?
No; al capitán Servadac se le ocurrió una idea. Arrancó una hoja de su cartera, escribió en ella el nombre del cometa, el de las partículas arrebatadas al globo terrestre, y el de sus compañeros, y firmó todo con el suyo.
Luego, pidió a Nina la paloma mensajera que la niña tenía estrechada contra su pecho. La niña, después de besarla tiernamente, la entregó sin vacilar.
El capitán Servadac tomó la paloma, le ató al cuello la hoja de papel y la lanzó al espacio.
La paloma descendió, dando vueltas por la atmósfera galiana y se mantuvo en una zona menos elevada que el globo Dos minutos después se habían recorrido tres mil doscientas leguas. Los dos astros iban a encontrarse marchando a una celeridad tres veces mayor que la que anima a la Tierra a lo largo de la eclíptica.
No es necesario decir que los pasajeros de la barquilla no advertían aquella espantosa celeridad, y que su aparato parecía completamente inmóvil en medio de la atmósfera que lo llevaba.
—Las dos y cuarenta y seis minutos —dijo el teniente Procopio.
La distancia se había reducido a mil setecientas leguas. La Tierra parecía abrirse como un embudo debajo del cometa y hasta se hubiera podido decir que abría los brazos para recibirlos.
—Las dos y cuarenta y siete minutos —dijo otra vez el teniente Procopio.
Sólo faltaban treinta y cinco segundos y seis décimas para unirse a la Tierra, con una celeridad de doscientas setenta leguas por segundo.
Al fin, sintióse una especie de estremecimiento. Era el aire galiano atraído por la atmósfera de la Tierra, con el que era atraído también el globo, que se alargaba, hasta creer que iba a romperse.
Los pasajeros se agarraron a los bordes de la barquilla, espantados…
Se confundieron entonces las dos atmósferas; formóse una masa compacta de nubes; se acumularon los vapores, y los pasajeros de la barquilla no vieron ya nada, ni encima ni debajo de ellos. Parecióles que habían sido envueltos en una llama inmensa, que faltaba el punto de apoyo bajo sus pies, y sin que supieran cómo, ni jamás acertaron a explicarlo, se encontraron en el suelo terrestre. Durante un desvanecimiento habían salido de la Tierra y fue durante otro desvanecimiento que volvieron a ella.
No había quedado el menor vestigio del globo.
Galia huía en dirección oblicua por la tangente y, contra toda clase de cálculos y previsiones, después de haber rozado el globo terrestre, desaparecía hacia el Oriente del mundo.
¡AH, mi capitán, Argelia!
—¡Y Mostaganem, Ben-Zuf! Tales fueron las exclamaciones que pronunciaron a un mismo tiempo los labios del capitán Servadac y los de su asistente, al recobrar, con los demás compañeros, el conocimiento.
Por un milagro, inexplicable como todos los milagros, se encontraban sanos y salvos. Mostaganem, Argelia, habían dicho el capitán Servadac y su asistente, y no podían equivocarse, después de haber estado muchos años de guarnición en aquella parte de la provincia.
Volvían, por lo tanto, casi al sitio de donde habían salido, al cabo de un viaje de dos años por el mundo solar.
Una casualidad asombrosa, si podemos llamar casualidad al hecho de que Galia y la Tierra se hubieran encontrado al mismo tiempo sobre el mismo punto de la eclíptica, les había traído precisamente al punto de partida.
Encontrábanse a menos de dos kilómetros de Mostaganem.
Media hora más tarde, el capitán Servadac y todos sus compañeros entraban en la ciudad.
Lo que les sorprendió de un modo extraordinario fue que todo estuviera tranquilo en la superficie de la Tierra. La población argelina hallábase entregada pacíficamente a sus ocupaciones habituales; los animales, nada alarmados, pacían la hierba algo húmeda por el rocío de enero; eran las ocho de la mañana y el sol ascendía sobre su horizonte acostumbrado. No sólo no parecía que hubiera ocurrido nada anormal en el globo terrestre, sino que tampoco había síntomas de que nada anormal hubieran esperado los habitantes.
—¿Qué es esto? —preguntó el capitán Servadac—. ¿No estaban advertidos de la llegada del cometa?
—Así es de creer —respondió Ben-Zuf—. Y yo que esperaba ser recibido triunfalmente. Evidentemente, el choque del cometa no era esperado, porque, de otro modo, el pánico habría sido extraordinario en todos los puntos del globo y sus habitantes se hubieran creído próximos al fin del mundo, más que lo habían creído en el año mil.
En la puerta de Mascara, el capitán Servadac encontró precisamente, a sus dos compañeros, el comandante del segundo de tiradores y el capitán del octavo de artillería, en brazos de los cuales se precipitó al verlos.
—¿Es usted, Servadac? —exclamó el comandante.
—Sí, señores, yo soy.
—¿De dónde viene usted, mi pobre amigo, después de esta inexplicable ausencia?
—Se lo diría a usted de buena gana, pero si se lo dijera, no me creería.
—Pero…
—Amigos míos, estrechen la mano de un camarada que no les ha olvidado, y convengamos en que he estado soñando.
Y Héctor Servadac no dijo otra cosa, a pesar De la insistencia con que sus amigos pretendieron hacerle hablar.
Limitóse a preguntar a los dos oficiales:
—¿Y la señora de…?
El comandante de tiradores, que comprendió el motivo de la pregunta, no le dejó concluir.
—Casada, amigo mío, casada nuevamente —le respondió—. ¿Qué quiere usted? Los ausentes no tienen jamás razón.
—En efecto —respondió el capitán Servadac—, no hay razón para recorrer durante dos años el país de las quimeras.
Luego, dirigiéndose al conde Timascheff, le dijo:
—Señor conde, ya lo ha oído usted, y celebro con toda el alma no tener ya motivo para reñir.
—Y a mí, capitán, me regocija mucho el poder estrechar a usted cordialmente la mano sin segunda intención.
—También me alegro yo —murmuró Héctor Servadac— de otra cosa, y es de no verme obligado a terminar mi horrible rondó.
Ylos dos rivales, que no tenían ya razón para serlo, sellaron, estrechándose la mano, una amistad que no debía romperse sino con la muerte.
El conde Timascheff, de acuerdo con sus compañeros, no reveló nada de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado, puesto que para ellos mismos era completamente inexplicable su partida y su llegada. Lo que les asombró de un modo extraordinario, fue que todo estuviera en su sitio en el litoral mediterráneo.
Decididamente era preferible callar, puesto que nadie había de creerlos.
Al día siguiente se disgregó la pequeña colonia. Los rusos volvieron a Rusia con el conde Timascheff y el teniente Procopio; los españoles dirigiéronse a España, donde la generosidad del conde debía ponerlos para siempre al abrigo de la miseria; y todos se separaron después de prodigarse recíprocamente las muestras de la más sincera amistad.
Isaac Hakhabut, arruinado por la pérdida de la
Hansa
y por el abandono que se había visto obligado a hacer de su oro y de su plata, desapareció; pero no hubo nadie que preguntara por él.
—Ese viejo tuno —dijo un día Ben-Zuf—, irá a exhibirse en América como persona que ha viajado por el mundo solar.
Palmirano Roseta, a quien no había nada ni nadie que le obligara a callar, habló; pero todos le negaron la existencia del cometa Galia, porque ningún astrónomo lo había visto en el horizonte terrestre, y, por consiguiente, el famoso cometa no fue inscrito en el catálogo. La cólera del irascible profesor llegó entonces a un punto imposible de imaginar, y dos años después de su vuelta a la Tierra publicó una voluminosa memoria que contenía, con los elementos de Galia, la relación de sus propias aventuras.
Los hombres científicos de Europa se dividieron entonces, pues mientras unos, en gran número, se declararon contra el autor, otros, en pequeño número, se mostraron partidarios de él.
Una respuesta a esta memoria, probablemente la mejor que podía darse, redujo el trabajo de Palmirano Roseta a su justo límite, intitulándola: Historia de una hipótesis.
Esta impertinencia acabó de sacar de quicio al profesor, que entonces pretendió haber visto de nuevo gravitando por el espacio no sólo a Galia, sino también al fragmento del cometa en que viajaban los trece ingleses por la infinidad del mundo sideral. Jamás debía consolarse de no ser su compañero de viaje.
En fin, Héctor Servadac y Ben-Zuf, hubieran o no viajado a través del mundo solar, no por eso dejaron de ser el uno capitán y el otro su inseparable asistente.
Un día, paseando por el cerro de Montmartre, y en la seguridad de que nadie les oía, hablaron de sus aventuras.
—¡Quizá no sean ciertas, mi capitán! —dijo Ben-Zuf.
—¡Rayos y centellas! ¿Vas a hacerme creer que he soñado? —repitió, sonriéndose, el capitán Servadac.
Pablo, que fue adoptado por el conde Timascheff, y Nina, adoptada por Héctor Servadac, recibieron esmerada educación bajo la dirección de sus protectores.
Transcurrieron los años, y un día, al advertir el coronel Servadac que sus cabellos empezaron a encanecer, casó al joven español, que era un gallardo mancebo, con la pequeña italiana, que era una hermosa joven. El conde Timascheff dio a la novia una espléndida dote, cosa que no sorprendió a nadie, dados el amor que profesaba a su hija adoptiva, su proverbial generosidad y su inmensa fortuna.
Pablo y Nina vivieron felices, como deben serlo y lo son sin duda los que, amándose con toda el alma, ven santificado su amor por el matrimonio.
JULES VERNE, fue uno de los grandes autores de novela del siglo XIX, destacando por su capacidad de anticipación tecnológica y social que le ha llevado a ser considerado como uno de los padres del género de la ciencia-ficción.
Sus novelas han sido publicadas en todo el mundo, siendo uno de los autores más traducidos de la historia. Títulos tan famosos como De la Tierra a la Luna, Viaje al Centro de la Tierra, 20000 leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Escuela de Robinsones… hacen de Verne un clásico atemporal de la novela de aventuras, con muchas de sus obras adaptadas al cine y la televisión.
Nacido en una familia adinerada, Verne disfrutó de una buena educación y ya de joven comenzó a escribir narraciones y relatos, sobre todo de viajes y aventuras. Licenciado en Derecho y establecido en París, Verne se dedicó a la literatura pese a no contar con apoyo económico alguno, lo que minó su salud gravemente.
A partir de 1850 comenzó a publicar y trabajar en el teatro gracias a la ayuda de Alejandro Dumas. Sin embargo, es con su viaje de 1859 a Escocia que Verne inicia un nuevo camino gracias a su serie de los Viajes extraordinarios, de los que destaca, además de los ya nombrados, Cinco semanas en globo o La vuelta al mundo en 80 días.