Heliconia - Invierno (27 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Hacia el año 6344, la vida en la Tierra era de nuevo moderadamente abundante. La población humana juró entonces solemnemente que todas las posesiones constituirían un bien común, declarando sagradas no sólo la vida sino también su libertad. A ello contribuyó de manera especial la influencia ejercida por ¡as hazañas de un heliconiano que vivía en un oscuro caserío del continente central, un líder llamado Aoz Roon. Los terráqueos pudieron contemplar cómo la determinación de seguir un camino propio había terminado por arruinar a un hombre bueno. De modo que para las nuevas generaciones, no existía tal «camino propio», sino sólo un camino común, el del trayecto de la vida, el que trazaba el espíritu comunitario.

Cuando en la Tierra aparecía la inmensa figura de Aoz Roon bebiendo agua de sus manos, veían escapársele por entre los dedos y derramarse de sus labios y barba gotas caídas hacía mil años. La comprensión humana de las generaciones pasadas había servido para que presente y pasado se fundieran en uno. Durante mucho tiempo, la imagen de Aoz Roon bebiendo de sus manos constituyó un icono popular.

Para las nuevas generaciones, imbuidas de un sentimiento de empatía hacia toda forma de vida, resultaba natural preguntarse si había algún modo de ayudar a Aoz Roon y a quienes vivían con él. No tenían noción —al contrario de las generaciones preglaciales— de lo que era la navegación espacial. Decidieron, en cambio, concentrar su empatía y emitirla hacia el exterior a través de las conchas marinas.

Fue así que la Tierra respondía por primera vez a las señales que desde Heliconia venían fluyendo ininterrumpidamente en una única dirección.

Las características de la raza humana provenían ahora de un caldo genético levemente distinto del anterior. Los herederos de la Tierra poseían una fuerte empatía, elemento que no había sido dominante en el mundo preglacial. El don de introducirse en la personalidad del otro y de compartir por simpatía su estado mental no había sido extraño a aquellas generaciones, pero su élite lo había despreciado… o explotado. La empatía no se avenía a sus intereses de explotación. El poder y la empatía no eran buenos amigos.

Ahora esta capacidad tenía en la raza una mayor presencia. Pronto se convertiría en un elemento dominante, clave para la supervivencia. Nada inhumano había en ello. En cambio, había una faceta inhumana de los heliconianos que llamaba la atención de los terráqueos. Los heliconianos conocían a los espíritus de sus muertos y comulgaban regularmente con ellos.

A la nueva raza de la Tierra no le preocupaba especialmente la muerte. Entendían que al morir eran devueltos y absorbidos por la gran madre Tierra, que reformaba sus partículas elementales para dar vida a futuros seres. Se los enterraba no muy profundamente con flores en sus bocas, simbolizando la fuerza que resurgiría de su consunción. Pero era distinto en Heliconia. Y los terráqueos estaban fascinados con la costumbre heliconiana de sumergirse en el pauk para comulgar con sus gossis, esas breves chispas de energía vital.

Asimismo, pudo observarse que la raza ancipital mantenía una relación similar con sus antepasados. Los phagors muertos se sumían en un estado de «tether» y de este modo se conservaban, consumiéndose lentamente, a lo largo de generaciones. Así, los phagors no enterraban a sus muertos.

Estas macabras prolongaciones de la existencia eran entendidas en la Tierra como formas de compensar las inclemencias extremas del clima que los seres vivos de Heliconia debían sufrir a lo largo de un Gran Año. Había, sin embargo, una clara diferencia entre los difuntos humanos y los difuntos ancipitales.

Los phagors en estado de tether constituían el soporte de sus descendientes, eran su reserva de sabiduría y ánimo, los confortaban en la adversidad. Los espíritus que los humanos visitaban en pauk eran, por el contrario, desinhibidamente malévolos. Ningún gossi se dignaba hablar si no era para abundar en reproches y quejarse de una vida echada a perder.

¿Por qué tal diferencia?, se preguntaban los nuevos cerebros.

Su propia experiencia les proporcionaría la respuesta. A pesar del temible aspecto de los phagors, se dijeron, ellos no se habían separado de la Escrutadora Original, contraparte heliconiana de la Gaia terrestre. Por eso no los atormentaban los espíritus próximos. Los humanos, en cambio, sí se habían separado, y adoraban una exagerada cantidad de dioses inútiles que sólo servían para enfermarlos. Por tanto, sus espíritus nunca llegaban a conocer la paz. Qué bueno sería para los heliconianos —afirmaban los más enfáticos de entre los terráqueos— si en los momentos de zozobra pudiesen apoyarse en sus gossis.

De tal razonamiento nació una determinación. Aquellos a quienes la fortuna había permitido gozar de la vida, elevándolos del estado molecular hasta permitirles emerger a la gran luz de la conciencia —como salmones que al remontar un arroyo alzasen repentino vuelo—, deberían radiar su felicidad en dirección a Heliconia.

En otras palabras: los vivos de la Tierra debían enviar su empatía hacia Heliconia como si de una señal se tratase. Pero no a los vivos de Heliconia. De éstos, alejados de la Escrutadora Original, ocupados en sus asuntos, en sus ambiciones y odios, no podía esperarse que fuesen capaces de recibir semejante señal. No obstante, quizá los gossis —siempre ávidos de contacto— sí respondiesen. Sumidos en una existencia carente de todo acontecimiento, suspendidos en la obsidiana en su lento naufragio hacia la Escrutadora Original, quizá fuesen receptivos al rayo de empatía que les llegaba de la Tierra. Durante toda una generación se discutió la visionaria y arriesgada propuesta.

La pregunta clave era: ¿Tenía sentido realizar semejante esfuerzo?

La respuesta fue: Incluso sí fallase, sería una extraordinaria experiencia unificadora.

Pero, ¿podíamos alentar la esperanza de llegar hasta unos seres extraños —muertos, además— y tan lejanos?

A través de nosotros, Gata podrá relacionarse con la Escrutadora Original. Por otra parte, ellos no nos son tan extraños; son semejantes. Tal vez esta asombrosa idea no sea nuestra sino de ella, de Gaia. Hemos de intentarlo.

¿Aun a pesar de la enorme distancia espaciotemporal?

La empatía es una cuestión de intensidad. Desafía al espacio y al tiempo. ¿Acaso no nos siguen apenando la imagen antiquísima de aquella Ifigenia exiliada? Intentémoslo.

¿Lo haremos?

Afín de cuentas, valdrá la pena. Confiemos en el espíritu de Gaia. De modo que lo intentaron.

Fue un esfuerzo consistente y prolongado. Dondequiera que se sentaban a contemplar, dondequiera que fuesen o viniesen calzados con sus sencillas sandalias, las generaciones vivas dejaron a un lado las cosas mundanas y radiaron su empatía hacia los muertos de Heliconia. E incluso cuando no podían resistir la tentación de incluir a los vivos, como Shay Tal, o Laintal Ay, o quienquiera que despertase en ellos un afecto particular, continuaban enviando su señal de empatía hacia quienes habían muerto largo tiempo atrás.

Con el correr de los años, la calidez de su empatía comenzó a surtir efecto. Los distintos espectros dejaron poco a poco de lamentarse y de regañar. Y los vivos que solían servirse del pauk recibieron consuelo en lugar de reproches. Era el triunfo de un amor no posesivo.

IX - UN DÍA TRANQUILO EN LA COSTA

Un fuego de biogás ardía en el hogar. Sentados frente a la llama, conversaban dos hermanos. De vez en cuando, el más delgado estiraba el brazo para palmear al más grueso mientras éste desgranaba su historia. Odirin Nan Odim, a quien en casa llamaban Odo, era un año y seis décimos mayor que Eedap Mun Odim. Se parecía en grado sumo a su hermano salvo en la decisiva cuestión del grosor, puesto que la Muerte Gorda todavía no se había abierto camino hasta Rivenjk.

Ambos tenían mucho que contarse y también mucho que planificar. Un navío cargado con tropas del Oligarca acababa de llegar al puerto y las regulaciones que habían obstaculizado a Odim empezaban a hacerse molestas también para Odo. No obstante, los shiveninkis estaban menos dispuestos a acatar órdenes que los uskutis. Rivenjk era todavía un sitio cómodo para vivir.

El resto de la preciosa porcelana que Odim había traído para su hermano había sido bien recibida.

—Pronto esta porcelana multiplicará su valor —dijo Odo—. Es posible que nunca se vuelva a obtener una calidad semejante.

—El clima se deteriora, se acerca el invierno.

—Por tanto, al escasear el combustible para los hornos, los precios subirán. Por otra parte, a medida que las condiciones se endurezcan, la gente se contentará con usar vajillas de latón. —¿Qué piensas hacer entonces, hermano? —preguntó Odim.

—Mis relaciones comerciales con Bribahr, el país vecino, son excelentes. Incluso he llegado a tratar con Kharnabhar, que está muy al norte de aquí. La porcelana y los platos no son los únicos artículos que se necesitan allí. Hemos de adaptarnos, diversificar nuestra oferta. Tengo la idea de…

Pero Odirin Nan Odim no iba a disponer de mucha tranquilidad para llevar a cabo sus planes. Al igual que su hermano, albergaba a un nutrido número de parientes, algunos de los cuales, volubles y voluminosos, se apresuraban ahora a tomar un lugar junto al fuego, con las cabezas bullendo de disputas que sólo Odo podía resolver. Aquellos familiares de Eedap Mun que habían sobrevivido a la plaga y al trayecto habían sido acomodados con sus parientes de Rivenjk, retrotrayendo así la vieja cuestión del espacio vital.

—Quizá no te importe acompañarme a ver qué sucede —dijo Odo.

—Claro que no. De aquí en adelante, seré tu sombra, hermano.

Los hogares de Rivenjk, construidos en torno a un patio, estaban protegidos de las inclemencias del tiempo por un elevado muro. Cuanto más próspera era la familia, más alto el muro. Alrededor del patio se distribuían las distintas ramas de la familia Odim, no necesariamente más emprendedoras que aquellas de Koriantura.

Cada familia vivía con sus animales domésticos, a los que alojaban en cuadras conjuntas a la vivienda. Para hacer lugar a los recién llegados se había tenido que agrupar a algunos de estos animales en una sola cuadra, tal el origen de la discusión: los de Rivenjk daban más importancia a sus bestias que a los nuevos parientes; quizá no les faltara razón.

Las instalaciones sanitarias de la mayoría de las casas-patio shiveninkis se basaban en una especie de comunión entre hombres y bestias. Los desechos de unos y otros eran evacuados hacia un pozo en forma de botella tallado en el suelo de roca del patio. El pozo era controlado desde una trampilla accesible desde el patio, a través de la cual se vertían asimismo todos los residuos vegetales. La descomposición subterránea de los desechos producía biogás, sobre todo metano.

Este biogás era recogido y entubado hacia las viviendas, donde se lo usaba para alumbrar y cocinar.

Se trataba de un avanzado sistema, extendido por todo Shivenink para hacer frente al clima extremo del Invierno Weyr.

Al averiguar el motivo exacto de la desavenencia, los hermanos Odim descubrieron que dos primos debían compartir un espacio en el que había una pequeña fuga de gas. El olor molestaba a los primos, que insistían en sumarse a los moradores del espacio conjunto, ya atiborrado de gente.

La fuga fue reparada, y los primos, que continuaban protestando por puro formalismo, regresaron al espacio que se les había asignado. Algunos esclavos se cercioraron de que el pozo funcionase correctamente.

Odo cogió a su hermano del brazo:

—La iglesia está cerca de aquí, corno podrás ver cuando te llevemos a recorrer la ciudad. Por la tarde celebraremos allí un pequeño servicio de acción de gracias. Elevaremos nuestro agradecimiento al Dios Azoiáxico por haberte conservado con vida.

—Eres muy amable. Pero debo advertirte, hermano, que me he liberado de toda creencia religiosa.

—Este pequeño servicio es del todo necesario —dijo Odo con el dedo en alto—. Allí tendrás oportunidad de conocer formalmente a todos tus parientes. Hay algo pesaroso en tu espíritu, hermano, debido sin duda a tus múltiples tribulaciones. Te conviene encontrar una buena mujer, o al menos una esclava, y así alegrar un poco el ánimo. ¿Cuál es el estado de la extranjera que ha llegado con vosotros, Toress Lahl? —Es una esclava, pertenece a Luterin Shokerandit. Es médica, y muy enérgica. En cuanto a él, es un joven agradable, nacido en Kharnabhar. Del capitán Fashnalgid estoy menos seguro. Es un desertor, aunque no lo culpo por ello. Yo me había embarcado con una mujer que significaba mucho para mí y mi bienestar. Pero, ¡ay!, la peste que nos atacó a todos pudo con ella y murió en el viaje.

—¿Era ella de Kuj-Juvec, hermano?

—No, pero se había convertido en una paloma para el árbol de mi espíritu. Era fiel y buena. Su nombre, cómo callarlo, era Besi Besamitikahl. Fue para mí incluso más que mi…

Odim calló bruscamente al ver que Kenigg corría hacia él con un amigo reciente. Odim apretó la mano de su hijo y le sonrió mientras Odo le decía:

—Deja que yo busque una nueva paloma para el buen árbol de tu espíritu. Tienes sólo un hermano pero en cambio el aire está lleno de palomas necesitadas de una buena rama en la que posarse.

Luterin Shokerandit y Harbin Fashnalgid ocupaban, gracias a la generosidad de Odo, un pequeño cuarto bajo el tejado. Toda su iluminación provenía de un ventanuco de buhardilla que dominaba el patio, desde donde podían observar cómo iban y venían los Odim y sus esclavos. En un hueco ardía una estufa; allí cocinaba para ellos un esclavo.

Ambos hombres tenían camas de madera, elevadas del suelo y cubiertas con mantas. Toress Lahl debía tumbarse en el suelo, junto a la cama de Shokerandit.

Shokerandit la invitó a echarse a su lado mientras Fashnalgid dormía, y durante toda la noche se abrazó a ella. Fashnalgid, en cambio, sólo se removió cuando Luterin se disponía a levantarse.

—Luterin, ¿a qué tanto ímpetu? —preguntó, bostezando cavernosamente—. ¿Acaso la familia de Odim no te escanció ayer suficiente vino? Descansa, hombre, y en nombre del Dios Azoiáxico, recuperémonos de las fatigas de nuestro terrible viaje.

Shokerandit se acercó a la cama donde Fashnalgid se desperezaba y le sonrió:

—Me escanciaron suficiente vino, sí. Pero debo aprontar mi regreso a Kharnabhar. Mi situación es incierta. Y necesito saber cómo está mi padre.

—Malditos padres. Que sus espectros coman suelas para siempre.

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