Heliconia - Invierno (22 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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La siguiente jugada del Oligarca no requería demasiada deliberación. Después de una breve sesión de la Cámara Interna, un nuevo cartel apareció en los rincones más remotos del continente. Anunciaba que un Ejército Apestado, dispuesto a extender la Enfermedad y la Muerte por todo el Continente, había podido ser heroicamente rechazado en la Frontera. A modo de Festejo, proponía trabajar más duramente.

Las viejas pescadoras de Koriantura, brazos en jarras, exclamaron al leerlo: —Ahí los tienes, siempre a «trabajar más duramente»… ¿Más de lo que ya lo hacemos? ¡Imposible! —Y se apiñaron para ver pasar con desdén a las unidades de la Guardia Principal, que machacaban el suelo en dirección al oeste con sus ruidosas botas.

En cuanto a los restos de aquel ejército, desperdigado en tierra de nadie, aún habría de librar otra batalla.

Desde la muerte del último C'Sarr de Campannlat, cuatrocientos setenta y nueve años atrás, los phagors habían estado juntando fuerzas. Aun antes de que el deletéreo Freyr alcanzara su máximo fulgor y comenzase otra vez a menguar, su número ya había crecido considerablemente. La voluntad humana de controlar su crecimiento había muerto en parte con el C'Sarr. Los ancipitales más tímidos, obligados a vivir en las planicies junto a los Hijos de Freyr, así se lo habían dado a entender a los aguerridos contingentes del Alto Nyktryhk. Aquel invierno heliconiano los merodeadores se aventurarían antes de lo esperado.

Un grupo de ancipitales a lomo de sus kaidaws podía atravesar raudo como el viento aquellas estepas tan extensas, en cambio, para los hombres. Esto se debía en cierto sentido a una razón muy sencilla: los stalluns, gillots y kaidaws eran perfectamente capaces de sobrevivir alimentándose de hierba, mientras que los frágiles Hijos de Freyr necesitaban una dieta más completa para no perecer.

No obstante, los contingentes del Alto Nyktryhk se mantenían apartados de las praderas que se extendían hasta Sibornal a menos que los atrajese un objetivo muy concreto. Los ancipitales temían a Sibornal. Conservaban en sus pálidos córnex el recuerdo de una terrible mosca.

Ese recuerdo —más un programa que una memoria— les advertía que las heladas regiones de Sibornal servían de retiro a las moscas, y a una especie en particular. Esa mosca hacía la vida imposible a las incontables cabezas de flambregs que poblaban las llanuras próximas a las Regiones Circumpolares. La mosca atigrada vivía entre los rebaños de flambregs; la hembra enterraba su ovipositor en el cuero de las bestias, desde donde las larvas, una vez maduras, ingresaban al torrente sanguíneo para formar luego bajo la piel vesículas de putrefacción que finalmente reventaban hacia el mundo. Las larvas podían alcanzar un tamaño similar al de la yema de un pulgar humano. Mordisqueando el cuero de su anfitrión, se abrían camino hasta caer al suelo, para terminar de madurar allí.

Podría inferirse que este terror a rayas amarillas no cumplía otra función en la vida que la de martirizar a los flambregs. Pero no era así. Ningún otro animal se atrevía a penetrar en el territorio de la mosca atigrada, de modo que, en circunstancias normales, en el dominio de los flambregs nunca escaseaban los pastos.

Sin embargo, la mosca seguía constituyendo un azote para los flambregs, capaces de galopar, insensibles al peligro, a lo largo de los riscos más escarpados con tal de escapar a su azote. Los ancipitales, descendientes de aquellos, conservaban en sus mentes eotemporales la huella del atigrado tormento, y se mantenían todo lo lejos posible de su imperio.

Pero un ejército humano vencido deambulando por las estepas de Chalce era para los ancipitales un objetivo especialmente interesante. Cabalgando en el viento, como el viento, con sus rifles y lanzas de recambio en los carcajes, se lanzaron tras los Hijos de Freyr.

Mataron a todos aquellos que encontraron. Incluso los phagors enrolados en las fuerzas de Asperamanka fueron abatidos sin piedad.

Hubo grupos de hombres que mantuvieron algo similar a una formación militar. Se agruparon tras los carros de provisiones y dispararon contra el enemigo de manera disciplinada. Muchos phagors cayeron. Entonces, los merodeadores se retiraban a observar desde una distancia prudencial cómo la sed y la fatiga vencían a los sitiados antes de volver a atacar. Y los mataban a todos.

Rendirse no tenía sentido para los soldados. O luchaban hasta el fin o se volaban los sesos de un balazo. Quizá también ellos conservaban una especie de memoria racial: el verano, con Freyr en pleno esplendor, era la estación de la supremacía humana; pero durante el largo invierno, eran los ancipitales quienes dominaban el planeta, tal como habían hecho antes de que los humanos irrumpiesen en escena. De modo que se defendían sin esperanza, dispuestos a morir sin remisión. También las mujeres que acompañaban a aquellos hombres morirían.

No obstante, cuando se quedaban sin municiones, los phagors no mataban a todos los humanos sino que los tomaban como esclavos.

Aunque el Oligarca no lo supiera, los ancipitales demostraron ser sus mejores aliados. Eliminaron todo lo que quedaba del otrora poderoso ejército de Asperamanka.

Pero los miembros de la raza phagor que vivían en Sibornal parecían ser menos agresivos. Se trataba, por lo general, de esclavos ancipitales que habían huido de sus amos o de phagors de las planicies, amansados por generaciones enteras de duro trabajo y servidumbre. Estas criaturas recorrían el campo en pequeñas bandas, evitando en lo posible los asentamientos humanos.

Por supuesto, todo punto vulnerable de los Hijos de Freyr se convertía inmediatamente en su objetivo: su hondo antagonismo no moría nunca. Por eso, cuando uno de estos grupos detectó la presencia del bergantín Nueva Estación cercano a la costa, sometió al navío a una estrecha vigilancia. El grupo lo siguió a lo largo de la desolada costa de Loraj, más allá de la bahía Persecución, en los confines del territorio uskuti.

Ocho gillots, un fillock, tres envejecidos stalluns y un runt componían la banda. Todos estaban desastados menos el runt. Como animal de carga llevaban consigo un yelk que portaba a cuestas los elementos básicos de su dieta, galleta y una espesa papilla. Iban armados.

A pesar del pertinaz viento costero que soplaba hacia el mar, el bergantín, impulsado por una corriente de dirección oeste, se acercaba lentamente a tierra. Los phagors, milla a milla, lo seguían sin desfallecer, atentos a la distancia, cada vez menor, que los separaba de él. Interiormente tenían la certeza de que tarde o temprano podrían abordarlo y destruirlo.

A bordo se observaba una actividad intermitente. Una noche habían sonado varios disparos. En otra ocasión, pudo verse a un hombre que, perseguido por dos vociferantes mujeres, corría hacia la banda de estibor. En las manos de las mujeres flameaban sendos cuchillos. El hombre se lanzó por la borda, intentó nadar hasta la costa y finalmente se hundió en las frías aguas sin un quejido.

Pequeños icebergs, desprendiéndose de la bahía Persecución, flotaban hacia el oeste como elegantes cisnes. De tanto en tanto, alguno chocaba contra el casco del Nueva Estación. Luterin Shokerandit oía el golpeteo mientras velaba por Toress Lahl en aquel astroso gabinete.

Aunque había cerrado la puerta con llave, Luterin no soltaba el pequeño trinchete: la bulimia de la Muerte Gorda convertía a cada pasajero del bergantín en un enemigo potencial. Eventualmente, usaba el trinchete para obtener leña de las vigas del barco, con las que alimentaba el fuego en el que asaría las últimas presas del último flehbiht. Entre ambos, Toress Lahl y él, se habían zampado las cuatro cabras de largas patas en no más de ocho o nueve jornadas de travesía, según calculaba.

La Muerte Gorda solía completar su curso en una semana. Para entonces, quien no había muerto estaba en vías de recuperarse, con sus facultades intactas pero fisiológicamente alterado. Luterin había observado la desesperada lucha de la mujer, también su aumento de peso. En sus intentos por liberarse, Toress Lahl se había desgarrado la ropa, a menudo a mordiscos. Había roído el pilar al que estaba sujeta; la boca, lastimada, le sangraba penosamente. Él la velaba con amor.

Llegó un punto en el que ella pudo devolverle la mirada. Y sonrió.

Después de dormir por varias horas se sintió mejorcolmada por aquella sensación de bienestar que acompaña a quienes sobreviven a la Muerte Gorda.

Shokerandít liberó sus muñecas y tobillos y la lavó con un trapo mojado en agua salobre. Mientras intentaba ayudarla a ponerse de pie, ella lo besó. Y lloró al descubrir sus nuevas formas.

—Parezco un tonel. Y era tan delgada…

—Es lógico. Mírame a mí.

Lo miró a través de las lágrimas y se echó a reír.

Rieron juntos. Él percibió la maravillosa arquitectura de su nuevo cuerpo, todavía húmedo y reluciente por el lavado, la belleza de sus hombros, de sus pechos, de su vientre y sus muslos.

—Son las proporciones de un mundo nuevo, Luterin —dijo Toress Lahl. Él notó que por primera vez lo llamaba por el nombre.

Alzó los brazos, raspando el tabique con los nudillos: —Me alegro de que hayas sobrevivido.

—Es que has sabido cuidar de tu cautiva.

Qué natural era estar abrazándola, besarle la boca llagada, yacer con ella en el mismo puente en el que habían estado forcejeando con la agonía. Ahora forcejeaban con el goce sexual.

Más tarde, Luterin le diría:

—Ya no eres mi cautiva, Toress Lahl. Ambos somos cautivos del otro. Eres la primera mujer que he amado. Te llevaré a Shivenink e iremos a las montañas donde vive mi padre. Conocerás las maravillas de la Gran Rueda de Kharnabhar.

Pero ella ya había empezado a olvidar lo sucedido y respondió distraída:

—También en Oldorando se habla de la Gran Rueda. Iré contigo si así lo deseas. Pero el barco está demasiado silencioso. Veamos cómo se encuentran los demás. Podrían haber enfermado todos: Odim, su vasta parentela, la tripulación…

—Quédate aquí conmigo un poco más. —Luterin, tendido allí, abrazándola, perdido en sus grandes ojos oscuros, temía romper el hechizo. En aquel momento habría sido incapaz de distinguir el amor de la salud recuperada.

Ella dijo, resuelta:

—Allá en Oldorando, yo era médica. Mi deber es atender a los enfermos —y miró hacia otra parte.

—¿De dónde viene la plaga? ¿De los phagors?

—De los phagors, eso parece.

—De modo que nuestro valiente capitán tenía razón. Nuestro ejército sería detenido por la fuerza para que no pudiésemos regresar a Sibornal y así diseminar la peste; la traíamos con nosotros. La decisión del Oligarca era más sabia que vil.

Toress Lahl sacudió la cabeza. Se peinaba los cabellos con lánguidos gestos, lujuriosamente, mirándose al hablar en un pequeño espejo:

—Demasiado simple. La decisión del Oligarca es terriblemente vil. Destruir la vida es siempre una vileza. Pero lo que hizo no sólo fue vil; también podría resultar ineficaz. Algo sé acerca de la naturaleza contagiosa de la Muerte Gorda, aun a pesar de la dificultad que entraña que su período de incubación dure la mayor parte de un Gran Año; lo que se aprende a duras penas durante un año, se olvida fácilmente al siguiente.

Él esperó a que continuase pero ella guardó silencio. Siguió mirándola incluso cuando la mujer ya había dejado a un lado el peine y se lamía un dedo para alisarse las cejas.

—Ten cuidado con lo que dices del Oligarca. Él sabe más que nosotros.

Entonces, ella se volvió hacia él. Sus miradas se cruzaron y ella dijo con firmeza:

—No tengo por qué respetar a tu Oligarca. A diferencia de la Oligarquía, la Muerte Gorda actúa más piadosamente. Sólo suele llevarse consigo a los ancianos y a los más jóvenes; en cambio, la mayoría de los adultos sanos logran sobrevivir; más de la mitad, diría. Se transforman eficazmente, como nosotros —y lo pinchó, no sin humor, con un dedo todavía húmedo—. Nuestras siluetas compactas representan el futuro, Luterin.

—Sin embargo, la otra mitad de la población moriría… Comunidades enteras destruidas… El Oligarca no puede permitir que algo así le ocurra a Sibornal. Ha de tomar medidas estrictas…

Ella lo interrumpió con gestos desaprobatorios:

—Esa mortandad no deja de ser providencial en una época de malas cosechas y hambruna como ésta. Los supervivientes sanos se benefician de ello. La vida puede continuar.

Él rió:

—A trompicones…

Ella volvió a sacudir la cabeza, esta vez con repentina impaciencia:

—Tenemos que averiguar si ha sobrevivido alguien a bordo del barco. Este silencio no me gusta.

—Quisiera agradecer a Eedap Mun Odim por su generosidad.

—Ojalá puedas hacerlo.

Permanecieron de pie, mirándose bajo la luz estramónica que bañaba la pequeña estancia. Shokerandit la besó, aunque a último momento ella había apartado los labios. Luego salieron al corredor.

Luterin rememoraría esta escena mucho tiempo después. Comprendería por fin, como no podía hacerlo entonces, hasta qué punto Toress Lahl le había ocultado aspectos de sí misma. Sentía por ella una fuerte atracción física; pero más atractiva —más aún de lo que entonces podía imaginar— era para él su actitud de independencia. Sólo cuando el tiempo erosionase esa independencia podrían alcanzar una comprensión verdadera.

Pero a duras penas podía Shokerandit barruntar este hecho en un momento en que su visión global se basaba en una serie de confusiones que, allí donde dirigiese la mirada, lo sumían en la inseguridad y le impedían desarrollar sus sentimientos. Entre el y la madurez se interponía su inocencia.

Shokerandit marchaba adelante. Pasada la escalerilla, el corredor continuaba hasta la bodega principal, habitáculo de los parientes de Odim, Pegando el oído a la puerta, percibió velados movimientos en el interior. De los camarotes a cada lado del pasillo, en cambio, sólo llegaba silencio. Intentó abrir uno, luego golpeó; puerta cerrada, ninguna respuesta.

Al aparecer en cubierta, seguido de Toress Lahl, tres hombres desnudos corrieron a ocultarse, dejando tras de sí un cadáver femenino, brazos abiertos, cerca del palo de mesana. Toress Lahl se acercó y le echó una ojeada.

—Tirémosla por la borda —dijo Shokerandit.

—No. Está muerta. Déjala. Que los vivos se alimenten.

Luego repararon en la situación del navío. El Nueva Estación, como lo confirmaban todos sus sentidos, ya no se movía. Impulsado por las corrientes marinas, había terminado por encallar en la orilla. Estaba varado contra una lengua de arena que se adentraba serpenteando en el mar.

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