Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Este desenfado tenía efectos sobre los hombres. Ya no parecían querer regresar a las habitaciones de piedra. Después de derribar a un animal, se demoraban de buena gana junto al fuego en que se asaba, hablando de mujeres y proezas, cantando, aspirando el aroma de la salvia, el dogotordo y el escantion, que florecían, y que exhalaban placenteras fragancias aplastados por los cuerpos.
Vivían, en general, en armonía. Cuando apareció Raynil Layan —era inusitado ver en los terrenos de caza a los hombres de las corporaciones— ese buen ánimo se interrumpió por un rato. Aoz Roon se alejó de los demás y habló con Raynil Layan, con la cara vuelta hacia el lejano horizonte. Volvió con expresión sombría y no quiso decir a Laintal Ay ni a de qué se había hablado.
Cuando la falsa noche caía sobre Oldorando, y uno u otro de los centinelas esparcía sus cenizas sobre el cielo occidental, los mielas venteaban un peligro conocido. Abrían los ollares en el aire sonrojado, atentos a los lenguas de sable.
También estos enemigos exhibían brillantes colores. Los lenguas de sable eran rayados como sus víctimas, siempre de negro y otro color, un color sangriento, generalmente rojo o castaño rojizo. Los lenguas de sable se parecían mucho a los mielas, aunque las patas eran más gruesas y cortas y las cabezas redondas, rasgo que la falta de orejas acentuaba. De la cabeza, instalada sobre un macizo cuello, brotaba el arma principal de la especie: rápido para la persecución en distancias cortas, el lengua de sable podía proyectar desde la garganta una lengua afilada, capaz de cortar la pata de un miela a la carrera.
Después de haberlas visto en acción, los cazadores se mantenían alejados de estas bestias. Por otra parte, los lenguas de sable no se mostraban agresivos ni temerosos en presencia del hombre. La humanidad no figuraba en el menú de los lenguas de sable, ni viceversa.
Aparentemente, el fuego los atraía. Los lenguas de sable desarrollaron el hábito de acercarse a las hogueras de los campamentos, en parejas, y sentarse o echarse ante el fuego. Se lamían mutuamente con las afiladas lenguas y comían los trozos de carne que los hombres les arrojaban. Sin embargo, no se dejaban tocar, y se apartaban gruñendo de cualquier mano cautelosamente extendida. Ese gruñido era suficiente advertencia para los cazadores. Habían visto los daños que podía causar esa terrible lengua cuando se usaba con furia.
Matas de espino y de dogotordo florecían en el paisaje. Los hombres dormían bajo las ramas pesadas. Estaban rodeados de vegetación y de empalagosos aromas, y de unas flores que nadie había visto ni olido antes, excepto los antiguos fessupos. En los matorrales había colmenas de abejas, algunas llenas de miel. De la miel fermentada hacían el bitel. Esa bebida viscosa emborrachaba a los hombres, que se perseguían unos a otros sobre la hierba, riendo, gritando, luchando, hasta que los curiosos mielas se acercaban para ver dónde estaba la diversión. Tampoco los mielas permitían que los hombres los tocaran, aunque lo intentaban muchos, ebrios de bitel, corriendo tras los animales retozones, hasta que se caían y se quedaban dormidos en donde estaban.
En los viejos tiempos, la vuelta al hogar era la coronación del placer de la caza. El reto de los helados glaciares concluía con la calidez y el sueño. Todo esto había cambiado. La cacería se había convertido en un juego. Ya no era preciso el esfuerzo de los músculos, y hacía calor en las praderas en flor.
Oldorando era también menos atractiva para los cazadores. La aldea era más populosa porque más niños sobrevivían a los azares del primer año de vida. Los hombres preferían reunirse a beber bitel amistosamente, evitando las quejas con las que a veces eran recibidos.
Por eso, ya no regresaban en un solo y ruidoso grupo, como antes, sino que se deslizaban a sus hogares de dos en dos, o de tres en tres, más discretamente.
Esta nueva clase de retorno implicaba una excitación antes desconocida, al menos en lo que concernía a las mujeres; porque si los hombres eran ahora más irresponsables, las mujeres eran más vanidosas.
—¿Qué me has traído?
Este, con variaciones, era el saludo corriente cuando las mujeres acudían con sus niños a recibir a los hombres. Iban hasta el puente nuevo y aguardaban allí, en la costa este del Voral, mientras los niños arrojaban piedras a los patos y los gansos, y esperaban impacientes a que los hombres regresaran con carne y con pieles.
La carne era una necesidad indispensable, y de nada servía un cazador que regresara sin ella.
Pero lo que excitaba un frenesí de júbilo en los corazones de las mujeres eran las pieles, las brillantes pieles de miela. Nunca habían imaginado anteriormente, en sus empobrecidas vidas, la posibilidad de cambiar de ropas. Nunca como ahora habían tenido tanto trabajo los curtidores. Nunca, antes, los hombres habían cazado si no era buscando alimento. Todas las mujeres deseaban tener una piel de miela, y mejor más de una, y también vestir con ellas a los hijos.
Competían entre sí por la belleza de las pieles. Azules, magenta, cereza, aguamarina. Chantajeaban a los hombres de un modo que a ellos no les desagradaba. Se adornaban, se pintaban los labios, se exhibían. Se arreglaban el pelo. Incluso empezaron a lavarse.
Correctamente usadas, con aquellas rayas eléctricas verticales, las pieles de miela hacían elegantes incluso a las mujeres gruesas. Era preciso que estuvieran bien cortadas. Una nueva profesión prosperó en Oldorando: la de sastre. Así como las flores mostraban campanas, espigas y rostros en las calles, entre las viejas torres, y mientras las enredaderas trepaban a las gastadas piedras, así las mujeres empezaron a parecerse a las flores. Vestían telas de colores brillantes, que sus madres jamás habían visto.
Y poco más tarde, en defensa propia, los hombres también se despojaron de las viejas y pesadas pieles y empezaron a usar las de miela.
Los días eran serenos y amenazadores, y las copas chatas de los rajabarales humeaban en el aire tranquilo.
Oldorando estaba en silencio bajo los altos cúmulos. Los cazadores habían salido. Shay Tal escribía sola en su habitación. No le preocupaba su propio aspecto, y continuaba llevando las píeles viejas mal cortadas. Tenía aún en la mente las voces roncas de los fessupos y de los coruscos de la familia. Aún soñaba con la perfección y con un viaje.
Cuando Vry y Amin Lim descendieron de la habitación superior, Shay Tal alzó vivamente la vista y dijo:
—Vry, ¿qué pensarías de un globo como modelo del mundo?
Vry respondió: —Tendría bastante sentido. Un globo gira con facilidad en todas direcciones, y las estrellas vagabundas son redondas. Así que quizá nosotros también seamos así.
—¿Y un disco, una rueda? Nos han enseñado que la roca original descansa sobre un disco.
—Mucho de los que nos han enseñado es incorrecto. Tú nos has dicho eso, madre —dijo Vry—. Yo pienso que el mundo gira alrededor de los centinelas. Shay Tal las miró un rato. La inspección las puso incómodas. Habían abandonado las viejas pieles y usaban brillantes trajes de miela. Franjas de color gris y cereza recorrían el cuerpo de Vry. Las orejas del animal le adornaban los hombros. A pesar de que Aoz Roon amenazaba en la academia con nuevas restricciones, le había regalado las pieles. Vry caminaba con paso más seguro; había ganado encanto.
De repente, el temperamento de Shay Tal estalló.
—Os estáis burlando de mí, par de necias, mozuelas estúpidas. No me digáis que no. Yo sé qué hay debajo de ese aire de docilidad. Mirad cómo vais vestidas… No estamos llegando a nada con nuestros conocimientos, no vamos a ninguna parte. Todo parece traer nuevas dificultades. Tendré que ir a Sibornal, para encontrar la gran rueda de que hablan los coruscos. Quizá esté allí la certeza, la verdadera libertad. Aquí sólo hay la maldición de la ignorancia… Y de todos modos, ¿adonde vais?
Amin Lim abrió las manos como para demostrar que era inocente.
—Sólo al campo, señora, a ver si hemos logrado curar el moho de la avena.
Era una muchacha gruesa, y más gruesa aún por la semilla que un hombre había plantado en ella. Permaneció en actitud implorante hasta que en la mirada de Shay Tal hubo un leve destello de asentimiento; ella y Vry casi huyeron de la opresiva habitación.
Mientras descendían los sucios escalones de piedra, Vry dijo resignada: —Rezongando de nuevo, tan regularmente como el Silbador de Horas. Realmente, algo le preocupa.
—¿Dónde está el estanque de que hablabas? No me gustaría caminar mucho en mi estado.
—Te gustará, Amin Lim. Es un poco más allá del campo del norte, e iremos despacio. Espero que Oyre ya esté allí.
El aire era tan denso que ya no transportaba la fragancia de las flores, y parecía tener un olor metálico propio. Los colores eran deslumbrantes a esa luz actínica, y los gansos lucían una blancura sobrenatural.
Pasaron entre las grandes columnas de los rajabarales. Los rígidos cilindros se adaptaban mejor a la geometría del paisaje invernal; el contraste con la vegetación creciente era excesivo.
—Hasta los rajabarales están cambiando —dijo Amin Lim—. ¿Desde cuándo echan vapor por las copas?
Vry no lo sabía ni estaba particularmente interesada. Oyre y ella habían descubierto una laguna de aguas termales de la que hasta ese momento no habían hablado a nadie. En un estrecho valle al que se accedía por el extremo opuesto de Oldorando, habían brotado unas fuentes nuevas, algunas con aguas casi hirvientes, que se precipitaban al encuentro del Voral en una nube de vapor. Y una de ellas, encerrada entre las rocas, fluía por un camino distinto, hasta formar una laguna escondida, rodeada de verdura y abierta al cielo. Era hacia esa piscina que Vry guiaba a Amin Lim.
Cuando apartaron los arbustos y vieron una figura de pie junto al agua, Amin Lim chilló y se llevó la mano a la boca.
Oyre estaba desnuda en la costa. La piel húmeda le brillaba y el agua le goteaba de los grandes pechos. Sin mostrar ninguna timidez, se volvió y saludó con excitación a sus amigas. Junto a ella estaban las pieles de miela.
—¿Por qué habéis tardado tanto? El agua está estupenda hoy.
Amin Lim permanecía inmóvil, todavía con la boca cubierta. Nunca había visto a una persona desnuda.
—No es nada —dijo Vry, riendo ante la expresión de Amin Lim—. Y el agua es una maravilla. Me desnudaré. Mírame. Mírame si te atreves.
Corrió hasta donde estaba Oyre y empezó a quitarse la túnica de color gris y cereza. Era fácil quitarse y ponerse las pieles de miela. En un instante Vry apareció desnuda; su figura delgada contrastaba con la opulenta belleza de Oyre. Reía encantada.—Ven, Amin Lim, no tengas miedo. Un baño le hará bien al bebé.
Oyre y ella saltaron juntas al agua. El agua devoró las piernas de las mujeres, que chillaron de alegría.
Amin Lim no se movió de donde estaba, y chilló de horror.
Habían devorado un enorme banquete, comiendo frutas amargas después de los trozos de carne. Tenían las caras grasientas y brillantes.
Los cazadores estaban más gruesos que en la estación anterior. La comida era demasiado abundante. Era posible matar mielas sin necesidad de correr. Los animales seguían acercándose a retozar entre los cazadores, tocando con sus pieles de colores las pieles de los hermanos muertos.
Todavía vestido con pieles negras, Aoz Roon se había retirado a hablar con Goija Hin, el encargado de los esclavos, cuya ancha espalda era aún visible mientras se alejaba hacia las distantes torres de Oldorando. Aoz Roon regresó junto a los demás. Tomó un trozo de costilla que siseaba sobre una piedra y rodó con ella en la hierba verde. Cuajo, el enorme perro, brincaba alrededor, gruñendo, y Aoz Roon terminó por apartarlo de la carne con una rama de fragante dogotordo.
Aoz Roon dio un amistoso puntapié a Dathka.
—Esto es vida, amigo. Aprovecha y come cuanto puedas antes de que retorne el hielo. Por la roca original, no olvidaré esta estación mientras viva.
—Es magnífica. —Eso fue todo lo que Dathka respondió. Había terminado de comer, y estaba sentado con los brazos alrededor de las rodillas, mirando a los mielas; un grupo daba una rápida media vuelta entre la hierba alta, a unos trescientos metros.
—Maldición, nunca dices nada —exclamó de buen humor Aoz Roon, tirando de la carne con sus fuertes dientes—. Hablame. volvió la cabeza hasta apoyar la cara en la rodilla y dedicó a Aoz Roon una mirada conocedora.
—¿Qué pasa entre tú y Gorja Hin?
La boca de Aoz Roon se endureció.
—Es un asunto privado.
—De modo que tú tampoco hablas. —Dathka se volvió y miró nuevamente a los mielas, que se movían debajo de unos cúmulos amontonados en el horizonte del oeste. En el aire había una luz verde que borraba los colores brillantes de los mielas.
Por fin, como si pudiera sentir la negra mirada de Aoz Roon entre sus hombros, dijo, sin darse vuelta: —Estaba pensando.
Aoz Roon arrojó el hueso a Cuajo y se estiró debajo del ramaje florido.
—Pues entonces, habla. ¿Qué es eso que piensas, después de toda una vida?
—Cómo cazar vivo a un miela.
—¿Y qué tendría eso de bueno?
—No pensaba en nada bueno, no más que cuando llamaste a Nahkri al terrado de la torre.
Siguió un pesado silencio; Aoz Roon no dijo una palabra. Más tarde, cuando retumbó un trueno lejano, Eline Tal repartió un poco de bitel. Aoz Roon preguntó irritado a todo el mundo: —¿Dónde está Laintal Ay? Supongo que vagabundeando de nuevo. ¿Por qué no nos acompaña? Os estáis volviendo todos perezosos y desobedientes. Algunos se llevarán una sorpresa.
Se puso en pie y se alejó caminando pesadamente, seguido a respetuosa distancia por su perro.
Laintal Ay no estudiaba a los mielas como su silencioso amigo. Andaba detrás de otra caza.
Desde aquella noche, cuatro años antes, en que había sido testigo del asesinato del tío Nahkri, el incidente lo perseguía. Había cesado de reprochar el crimen a Aoz Roon, porque ahora comprendía mejor que el señor de Embruddock era un hombre atormentado.—Estoy segura de que se siente castigado por una maldición —le había dicho una vez Oyre a Laintal Ay.
—Se le podrían perdonar muchas cosas por el puente del oeste —respondió, pragmáticamente, Laintal Ay. Pero no dejaba de sentirse culpable, y cada vez hablaba menos del tema.
El vínculo que lo unía a la hermosa Oyre se había fortalecido y distorsionado aquella noche en que había bebido demasiado ratel. Había llegado al extremo de mostrarse cauteloso con ella.