Heliconia - Primavera (57 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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A veces, esos auditorios permanecían casi desiertos durante años. Luego, en respuesta a algún nuevo suceso en el planeta distante, el público volvía a aumentar. Venía en peregrinaciones. Heliconia era la última gran forma artística de la Tierra. Nadie en la Tierra, desde los gobernantes hasta los barrenderos, desconocía ciertos aspectos de la vida heliconiana. Los nombres de Aoz Roon, Shay Tal, Vry y Laintal Ay estaban en todos los labios. Desde la muerte de los dioses terrestres, otras figuras ocupaban los altares.

Para el público, Aoz Roon era un contemporáneo situado simplemente en otra esfera, como una idea platónica que arrojara su sombra sobre la vasta caverna del auditorio. La capacidad de los auditorios era insuficiente otra vez. La gente entraba calzada con sandalias. El rumor de la plaga, del eclipse, se difundía en la Tierra como en Oldorando, y atraía a millares de personas a quienes el asombro y la preocupación por Heliconia habían transformado.

Pocos de esos peregrinos reflexionaban en la paradoja creada por la distancia entre Heliconia y la Tierra. Las ocho cultas familias del Avernus vivían al mismo tiempo que los heliconianos, y eran contemporáneos en todos los sentidos, aunque el virus hélico alejaba a los terrestres indefinidamente de ese mundo similar a la Tierra que ahora estudiaban.

¡Pero cuánto más alejadas estaban esas ocho familias del mundo distante que era para ellas el planeta natal! Transmitían señales a una Tierra donde no se había construido aún uno solo de esos auditorios; donde ni siquiera habían nacido aún los arquitectos de esos auditorios. Las señales necesitaban mil años para atravesar el espacio entre los dos sistemas. En ese milenio, no sólo Heliconia había cambiado.

Y los que ahora contemplaban, en silencio, en las holo-pantallas del auditorio, la enorme figura de Aoz Roon, veían cómo bebía agua y cómo le caía de los labios y se mezclaba con la corriente del río, como era mil años antes, a mil años luz de distancia.

La luz aprisionada que veían era una construcción física, un milagro tecnológico. Y sólo un metafísica omnisciente hubiera podido decidir quién estaba más vivo en el momento en que las gotas de agua retomaban al río, si Aoz Roon o el público. Sin embargo no se requería mucha sutileza para deducir que a pesar de las ambigüedades impuestas por los límites de la visión, el macrocosmos y el microcosmos eran interdependientes, y estaban unidos por fenómenos como el virus hélico, cuyos efectos eran en última instancia universales, por ser el ojo de la aguja a cuyo través el macrocosmos y el microcosmos lograban verdadera unidad, aunque sólo se los percibiese como fenómenos de conciencia. El conocimiento a escala divina podría resolver las diferencias entre los infinitos órdenes del ser; pero era el conocimiento humano el que unía estrechamente el pasado y el presente.

La imaginación funcionaba; el virus era una mera función.

Los dos yelks trotaban a paso vivo, con los cuellos tendidos hacia delante, casi horizontales. Tenían los ollares dilatados porque venían trotando desde hacía rato. El sudor les brillaba en las paletas.

Los dos jinetes llevaban botas altas, de borde vuelto, y largos mantos de paño gris. Tenían caras inteligentes y cenicientas, con barbas pequeñas. Nadie habría dudado de que eran gente de Sibornal.

El pedregoso sendero que recorrían estaba sombreado por la ladera de una montaña. El plod-plod-plod regular de los cascos de los yelks resonaba en una tierra silenciosa de árboles y ríos.

Los hombres eran exploradores de las fuerzas de Festibariyatid, el monje guerrero. Disfrutaban de la cabalgata; respiraban el aire fresco, casi sin cambiar palabras, atentos a posibles enemigos.

Detrás de ellos venía un grupo de sibornaleses a pie, conduciendo a un grupo de protognósticos cautivos.

El sendero serpenteaba descendiendo hacia un río, cuya margen opuesta era un elevado promontorio rocoso. Se alzaba en estratos rotos, como terrazas inclinadas, y el frente casi vertical estaba cubierto de árboles de tronco grueso. Allí estaba el establecimiento gobernado por Festibariyatid.

Los exploradores vadearon el río. Los yelks se abrieron paso cuidadosamente entre los estratos; venían de las llanuras del norte y no se sentían a gusto en terreno montañoso. Ellos, y otros como ellos, habían venido al sur acompañando a los colonos que viajaban anualmente desde el continente norte hasta Chalce y las regiones que bordeaban Pannoval; a esto se debía la presencia de yelks tan al sur.

La retaguardia apareció en el sendero. Los cuatro miembros, armados con lanzas, escoltaban a algunos infortunados protognósticos capturados en una redada. Entre los cautivos se encontraban los Caathkarnit, ella todavía rascándose aunque los habían capturado semanas atrás. Acuciados por las puntas de las lanzas, vadearon el río y subieron al promontorio por un sendero que aún olía a yelk hasta un puesto de guardia y el establecimiento llamado Nueva Ashkitosh.

A ese vado y a ese peligroso sitio llegó muchas semanas más tarde Laintal Ay. Era un Laintal Ay que muy pocos amigos, incluso los más íntimos, hubieran reconocido en seguida. Había perdido la tercera parte de su peso; estaba delgado y casi esquelético, con una tez más clara y una expresión diferente en los ojos. En particular, y éste era el más delicado de los disfraces por ser transparente, se movía de otra manera. Había sufrido la fiebre de los huesos y había sobrevivido.

Al salir de Oldorando, se había encaminado al noreste, a través de lo que se llamaría más tarde la Ciénaga de Roon, en la dirección seguida por Shay Tal. Errando al azar, había perdido el sendero. El territorio que había conocido años atrás, cubierto de nieve y mostrando al cielo un rostro abierto, había desaparecido bajo una maraña verde.

La antigua soledad estaba ahora poblada de peligros. Tenía conciencia de que algo se movía, siempre, no sólo animales, sino también seres humanos, semihumanos, y de dos filos, alborotados por la marea de las estaciones. Rostros jóvenes y hostiles asomaban entre la espesura. Cada arbusto tenía orejas además de hojas.

Oro estaba inquieto en el bosque. Los mielas eran criaturas de espacios abiertos. Se mostró cada vez más terco y obstinado, hasta que por fin Laintal Ay se apeó, maldiciendo y lo llevó de la brida.

Llegó así hasta una torre de piedra, después de atravesar una floresta aparentemente interminable de helechos y abedules. Ató a Oro, antes de examinar el sitio. Todo parecía tranquilo. Entró en la torre y descansó, sintiéndose enfermo. Luego trepó a la cima y examinó los alrededores. Había visitado esa torre en los descuidados vagabundeos de antaño, mirando desde lo alto un horizonte desnudo. Dolorido y fatigado, salió de la torre. Se echó en el suelo, y se estiró, incapaz de bajar los brazos. Sintió calambres, la fiebre cayó sobre él como un golpe, y se arqueó hacia atrás en pleno delirio, como si quisiera quebrarse el espinazo.

Pequeños hombres y mujeres de color oscuro emergieron de unos escondites y lo miraron, y se acercaron luego furtivamente. Eran protognósticos de la tribu de los nondads, criaturas velludas que apenas llegaban a la cintura de Laintal Ay. Tenían manos de ocho dedos, ocultos a medias en el denso pelaje rojizo que les cubría las muñecas. Los rostros parecían de asokins, con un hocico protuberante que les daba el mismo aire patético de los madis.

Hablaban un lenguaje que era una mezcla de resoplidos, silbidos y chasquidos, en nada parecido al olonets, aunque recibiera algunas transfusiones del viejo lenguaje. Se consultaron mutuamente, y por fin decidieron llevarse con ellos al freyriano, ya que tenía una octava personal buena.

En la elevación de detrás de la torre crecía una hilera de orgullosos rajabarales, ocultos entre los abedules. Por la base de uno de estos árboles entraron los nondads en sus tierras, arrastrando a Laintal Ay, resoplando y riéndose de sus propias dificultades. Oro relinchaba y tiraba de la brida inútilmente: su amo había desaparecido.

Los nondads tenían un hogar seguro entre las raíces del gran árbol. Se llamaba las Ochenta Oscuridades. Dormían en camas de helechos para protegerse de los roedores que compartían esas mismas tierras.

Todo lo que hacían estaba gobernado por las costumbres. Era la costumbre elegir desde el nacimiento a reyes y guerreros que los gobernaran y protegieran. Estos gobernantes eran adiestrados para la lucha, y en las Ochenta Oscuridades se libraban salvajes combates a muerte. Pero los reyes eran delegados del resto de la tribu y representaban la violencia innata de todos, de manera que la gente común era mansa y afectuosa y se apretujaba entre sí sin mucho sentido de identidad personal. El principal impulso era favorecer siempre la vida; la vida de Laintal Ay fue protegida, aunque lo habrían devorado hasta la última falange si se hubiese muerto. Ésa era la costumbre.

Una de las hembras se convirtió en la esnoctruicsa de Laintal Ay; se echó a su lado, lo acarició y le absorbió la fiebre. Laintal Ay deliraba, se veía acosado por animales minúsculos como ratones, grandes como montañas. Cuando despertaba en la oscuridad, encontraba una extraña compañera, próxima como la vida misma, dispuesta a todo para salvarlo y devolverle la salud. Sintiéndose como un corusco, Laintal Ay cedía ardientemente a este nuevo modo de ser, en que el cielo y el infierno se expresaban en el mismo abrazo.

Por lo que logró entender más tarde, la palabra esnoctruicsa significaba sanadora, dadora, hurtadora y, sobre todo, sensitiva.

Estaba tendido en la oscuridad, convulsionado, con los miembros contraídos, sudando sustancia. El virus se encarnizaba, incontrolable, empujándolo a través del terrible ojo de la aguja de Siva. Laintal Ay se convirtió en un paisaje de nervios en el que combatían los ejércitos del dolor. Sin embargo, allí estaba la misteriosa esnoctruicsa, reaparecía una y otra vez: no estaba solo. El don de ella era la salud.

A su tiempo, los ejércitos del dolor se retiraron. Las voces de las Ochenta Oscuridades se hicieron gradualmente inteligibles, y Laintal Ay empezó a comprender oscuramente qué le había ocurrido. El extraordinario lenguaje de los nondads no tenía palabras para comida, bebida, amor, hambre, frío, calor, odio, esperanza, desesperación, dolor; aunque aparentemente las conocían los reyes y guerreros que luchaban en la remota oscuridad. En cambio, el resto de la tribu dedicaba las horas libres, que eran muchas, a prolongadas discusiones acerca de lo último. Las necesidades de la vida no tenían palabras porque eran desdeñables; sólo importaba lo último.

Laintal Ay, algo sofocado por el súcubo, nunca dominó suficientemente el lenguaje para comprender lo último. Pero parecía que el tema principal del debate —también costumbre vigente desde muchas generaciones atrás— era decidir si todos tenían que fundirse a sí mismos en un solo ser con el gran dios de la oscuridad, Withram, o cultivar un estado diferente.

El discurso acerca de ese estado diferente era largo, y ni siquiera se interrumpía mientras los nondads comían. Laintal Ay nunca imaginó que estaban comiéndose a Oro. No tenía apetito. Las meditaciones acerca del estado diferente pasaban por él como agua.

Ese estado era comparado con muchas otras cosas, algunas sumamente incómodas, como la lucha y la luz: el estado impuesto a los reyes y los guerreros, y que podía ser interpretado como individualidad. La individualidad se oponía a la voluntad de Withram. Pero de algún modo, o así parecía continuar el argumento, tan enmarañado como las raíces del sitio donde era discutido, oponerse a la voluntad de Withram era también seguirla.

Todo era muy desconcertante, sobre todo cuando uno tenía en los brazos a una pequeña y velluda esnoctruicsa.

No fue ella quien murió primero. Todos murieron, silenciosamente, amontonados en las Ochenta Oscuridades. Al comienzo, él sólo advirtió que se unían menos voces a los armónicos del argumento. Luego la esnoctruicsa se puso rígida. El la abrazó estrechamente, con una angustia que no había sentido nunca. Pero los nondads no tenían defensas contra la enfermedad que Laintal Ay les había llevado; recuperarse de esa enfermedad no era una costumbre.

Poco después, también ella había muerto. Laintal Ay se incorporó y lloró. Nunca le había visto el rostro, aunque le había tocado muchas veces el pequeño cuerpo delgado, donde parecía habitar tan gran riqueza, reconociéndola en la oscuridad.

La discusión acerca de lo último concluyó al fin. Resoplidos, chasquidos y silbidos se desvanecieron en las Ochenta Oscuridades. Nada había quedado decidido. Aun la muerte, en definitiva, había mostrado cierta indecisión al respecto: había sido a la vez individual y común. Sólo el mismo Withram podía decir si estaba satisfecho, o si, a la manera de los dioses, prefería callar.

Abrumado por el golpe, Laintal Ay trató de ordenar unos pensamientos dispersos. Sobre las manos y las rodillas, se arrastró entre los cadáveres de sus salvadores, buscando la salida. La terrible y completa majestad de las Ochenta Oscuridades cayó sobre él.

Se dijo, tratando de proseguir la discusión: «Soy un individuo, cualesquiera que fuesen los problemas de mis queridos amigos los nondads. Sé que soy yo mismo; no puedo dejar de serlo. Por lo tanto, he de estar en paz conmigo mismo. No tengo por qué someterme a un perenne debate. En mi caso, todo está claro. Eso por lo menos lo sé, pase lo que pase. Soy mi propio dueño; y esta convicción ha de ser mi guía, tanto si vivo como si muero. Es inútil buscar a Aoz Roon. No es mi dueño. Yo lo soy. Ni Oyre tiene tanto poder sobre mí para que yo tenga que exiliarme. Las obligaciones no son esclavitudes…»

Y así sucesivamente, hasta que las palabras mismas empezaron a perder sentido. El laberinto entre las raíces no parecía tener salida. En muchas ocasiones, cuando un túnel angosto ascendía, Laintal Ay se arrastraba lleno de esperanzas, sólo para descubrir en el fondo un cadáver acurrucado, sobre cuyas entrañas los roedores llevaban a cabo una variedad peculiar de debate.

Cuando pasó por una cámara que se ensanchaba, tropezó con un rey. En la oscuridad, el tamaño tenía menos importancia que a la luz. El rey parecía enorme cuando se irguió, rugiendo y extendiendo las garras. Laintal Ay rodó, gritando y pateando, mientras intentaba sacar la daga y se le echaba encima, y la terrible cosa informe lanzaba dentelladas buscándole el cuello. Un codazo en un ojo quitó entusiasmo al atacante, por el momento. Laintal Ay extrajo la daga, que perdió enseguida en la reyerta. Encontró una raíz. Torció un brazo del rey sobre la raíz, mientras le golpeaba la cabeza, a pesar de los amenazadores colmillos. La furibunda criatura se liberó y volvió a lanzarse contra Laintal Ay, sin perder el brío. Las dos figuras, que el odio convertía en una, se revolvían entre la tierra, la suciedad y los animales que se escurrían.

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