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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (16 page)

BOOK: Hermanos de armas
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La conferencia inicial del personal dendarii, al principio de una misión, cuando Miles llegaba con un nuevo contrato en la mano, siempre le producía la sensación de ver doble. Era un interfaz, consciente de ambas mitades, intentando ser un espejo unidireccional entre los dendarii y su auténtico jefe, el Emperador. Esta desagradable sensación solía difuminarse rápidamente, mientras concentraba sus facultades en la misión concreta, recentrando su personalidad. El almirante Naismith casi ocupaba entonces toda su piel. «Relajarse» no era el término adecuado para este estado alfa, dada la fuerte personalidad de Naismith. «Sin constricciones» se acercaba más.

Había pasado con los dendarii cinco meses seguidos, algo sin precedentes, y la súbita reaparición del teniente Vorkosigan en su vida había sido desusadamente molesta esta vez. Por supuesto, no era normalmente el lado barrayarés del asunto lo que se fastidiaba. Siempre había contado con que la estructura de mando fuera sólida, el axioma del cual fluía toda la acción, el estándar por el que se medía el subsiguiente éxito o fracaso.

Esta vez, no.

Esta noche se encontraba en la sala de reuniones de la
Triumph
con sus jefes de departamento y sus capitanes, todos congregados rápidamente, y se vio asaltado por una súbita y esquizofrénica parálisis: ¿qué iba a decirles? «Tendréis que arreglároslas por vuestra cuenta, capullos…»

—Tendremos que arreglárnoslas por nuestra cuenta durante algún tiempo —empezó a decir el almirante Naismith, saliendo de la cueva situada en el interior del cerebro de Miles en la que habitaba, y se lanzó de lleno al tema. La noticia, hecha pública por fin, de que había un problema en su paga levantó la esperada preocupación; más sorprendente fue su aparente tranquilidad cuando les dijo, la voz cargada de énfasis amenazador, que estaba investigando el asunto personalmente. Bueno, al menos explicaba desde el punto de vista dendarii todo el tiempo que había pasado atiborrando los ordenadores en las entrañas de la embajada barrayaresa. «Dios —pensó Miles—, juro que podría venderles a todos granjas radiactivas.»

Pero cuando se vieron ante el desafío, lanzaron un impresionante montón de ideas para conseguir dinero a corto plazo. Miles se sintió enormemente aliviado, y los dejó seguir. Después de todo, nadie llegaba al Estado Mayor dendarii siendo idiota. Su propio cerebro parecía agotado. Esperaba que fuera porque sus circuitos estuvieran trabajando a nivel subconsciente en la mitad barrayaresa del problema, y que no fuera un síntoma de deterioro senil prematuro.

Durmió solo y mal, y se despertó cansado y dolorido. Atendió algunos aspectos rutinarios internos y aprobó los siete planes menos descabellados para conseguir dinero que su gente había desarrollado durante la noche. Un oficial había conseguido un contrato como guardias de seguridad para un escuadrón de veinte, no importaba que fuera para la inauguración de un centro comercial en… ¿dónde demonios estaba Xian?

Se vistió cuidadosamente con su mejor túnica de paseo de terciopelo gris —botones plateados en los hombros, pantalones de deslumbrante costura blanca, las botas más relucientes— y acompañó a la teniente Bone al banco de Londres. Elli Quinn lo escoltó con dos de sus más corpulentos dendarii uniformados y un círculo invisible, delante y detrás, de guardias vestidos de civil y provistos de escáneres.

En el banco, el almirante Naismith, acicalado y muy educado para tratarse de un hombre que no existía, cedió cuestionables derechos de una nave de guerra que no poseía a una organización financiera que no la necesitaba ni la quería. Como señaló la teniente Bone, al menos el dinero era real. En vez de un colapso progresivo a partir de esa tarde (la hora en la que la teniente Bone calculaba que las primeras nóminas de los dendarii empezarían a rebotar), sería un gran colapso en una fecha futura indefinida. Hurra.

Miles despidió a los guardias mientras se acercaba a la embajada de Barrayar; sólo quedó Elli. Se detuvieron ante una puerta en los túneles subterráneos que anunciaba: PELIGRO. TÓXICO. PERSONAL AUTORIZADO SOLAMENTE.

—Ahora estamos bajo los escáneres —le advirtió Miles.

Elli se llevó un dedo a los labios, reflexionando.

—Por otro lado, si entras ahí y te encuentras con que han llegado órdenes para enviarte a Barrayar, quizá no te vea hasta dentro de un año. O nunca.

—Me resistiría a eso… —empezó a decir él, pero Elli le cubrió los labios con el dedo, acallando la estupidez que estuviera a punto de decir al transferirle el beso—. Bien —sonrió Miles levemente—. Estaré en contacto, comandante Quinn.

Ella enderezó la espalda, hizo un gesto irónico, un impresionante saludo militar y se marchó. Miles suspiró y colocó la palma abierta sobre la intimidante cerradura de la entrada.

Al otro lado de la segunda puerta, más allá del guardia uniformado sentado ante la consola del escáner, le esperaba Ivan Vorpatril. Descargó su peso de un pie a otro con una sonrisa forzada. Oh, Dios, ¿ahora qué? Sin duda era esperar demasiado que el hombre tuviera simplemente ganas de hacer un pis.

—Me alegro de que vuelvas, Miles —dijo Ivan—. Justo a tiempo.

—No quería abusar del privilegio. Puede que quiera marcharme otra vez. No es que sea probable que lo consiga… Me sorprendió que Galeni no me arrastrara de vuelta a la embajada permanentemente después de ese pequeño episodio en el espaciopuerto de ayer.

—Sí, bueno, hay un motivo para eso.

—¿Sí? —dijo Miles, forzando la voz para que su tono fuese neutro.

—El capitán Galeni salió ayer de la embajada una media hora después que tú. No lo hemos vuelto a ver desde entonces.

7

El embajador los condujo al despacho cerrado de Galeni. Ocultaba sus nervios bastante mejor que Ivan. Se limitó a comentar tranquilamente:

—Comuníqueme lo que descubra, teniente Vorpatril. Sería particularmente deseable obtener alguna indicación segura de si es hora o no de notificarlo a las autoridades locales.

Así que el embajador, que conocía a Duv Galeni desde hacía unos dos años, pensaba también en términos de múltiples posibilidades. Un hombre complejo, su perdido capitán.

Ivan se sentó ante la consola y repasó los archivos de rutina buscando memorandos recientes, mientras que Miles deambulaba por la habitación buscando… ¿qué? ¿Un mensaje garabateado en sangre en la pared a la altura de las rodillas? ¿Fibra vegetal alienígena en la alfombra? ¿Una nota de dimisión en papel perfumado? Cualquiera de esas cosas, o todas ellas, habrían sido deseables a la neutra nada que encontró.

Ivan alzó las manos.

—Nada aparte de lo habitual.

—Déjame a mí. —Miles giró el respaldo de la silla de Galeni para arrancar de allí a su primo y ocupar su lugar—. Siento una ardiente curiosidad por las finanzas personales del capitán Galeni. Ésta es una oportunidad dorada para comprobarlas.

—Miles —dijo Ivan, algo nervioso—, ¿no es esto un poco, um, agresivo?

—Tienes los principios de un caballero, Ivan —dijo Miles, absorto en acceder a los archivos codificados—. ¿Cómo lograste entrar en Seguridad?

—No lo sé —dijo Ivan—. Yo quería servir en una nave.

—¿No queremos todos? Ah —comentó Miles mientras la holopantalla empezaba a escupir datos—. Me encantan estas tarjetas de crédito universales terrestres. Qué reveladoras son.

—¿Qué esperas encontrar en las cuentas corrientes de Galeni, por el amor de Dios?

—Bueno, antes que nada —murmuró Miles, pulsando teclas—, comprobemos los totales de los últimos meses y averigüemos si sus gastos superan sus ingresos.

Fue cuestión de un momento responder a esa pregunta. Miles frunció el ceño, levemente decepcionado. Las dos cuentas estaban equilibradas; había incluso un pequeño superávit a final de mes, fácilmente explicable por la existencia de una modesta cartilla de ahorros. No demostraba nada en un sentido ni en otro, ay. Si Galeni tenía algún problema financiero serio, había tenido la inteligencia y la experiencia de no dejar pruebas en su contra. Miles empezó a repasar la lista de compras.

Ivan se agitó, impaciente.

—¿Qué estás buscando ahora?

—Vicios secretos.

—¿Cómo?

—Fácil. O lo sería si… comparamos, por ejemplo, los registros de las cuentas de Galeni con las tuyas durante el mismo período de tres meses. —Miles dividió la pantalla y cargó los datos de su primo.

—¿Por qué no lo comparas con las tuyas? —dijo Ivan, picado.

Miles sonrió, lleno de científica virtud.

—No llevo aquí el tiempo suficiente para ser una base comparable. Tú eres un controlador mucho mejor. Por ejemplo… vaya, vaya. Mira esto. ¿Un picardías de encaje, Ivan? Qué clase. Va totalmente contra las normas, ya sabes.

—Eso no es asunto tuyo —refunfuñó Ivan.

—Vaya. Y no tienes una hermana, y no es el estilo de tu madre. De esta compra se desprende que hay una chica en tu vida o eres un travestido.

—Advertirás que no es de mi talla —dijo Ivan con dignidad.

—Sí, te quedaría muy cortito. Una chica con aspecto de sílfide, entonces. A quien conoces lo bastante bien para hacerle regalos íntimos. Mira cuánto sé ya de ti, sólo con una compra. ¿Fue Sylveth, por casualidad?

—Se supone que es a Galeni a quien estás investigando —le recordó Ivan.

—Sí. ¿Y qué tipo de regalos compra Galeni?

Pasó la pantalla. No hizo falta mucho tiempo: no había tanto.

—Vino —recalcó Ivan—. Cerveza.

Miles hizo una comprobación.

—Una tercera parte de lo que tú te bebiste en el mismo período. Pero compra librodiscos en una proporción de treinta y cinco a… ¿sólo dos, Ivan?

Ivan se aclaró la garganta, incómodo.

Miles suspiró.

—Aquí no hay ninguna chica. Ningún chico tampoco, no creo… ¿eh? Llevas un año trabajando con él.

—Mm —dijo Ivan—. Me he topado con un par en el servicio, pero… tienen formas de hacértelo saber. No, yo tampoco creo que Galeni…

Miles contempló el regular perfil de su primo. Sí, Ivan probablemente había recogido insinuaciones de ambos sexos. Otra pista descartada.

—¿Ese tipo es un monje? —murmuró Miles—. No es un androide, a juzgar por la música, los libros y la cerveza, pero… es terriblemente elusivo.

Cerró el archivo con un irritado golpe a los controles. Tras pensárselo un instante, abrió el expediente de Galeni.

—Ja. Eso sí que es raro. ¿Sabías que el capitán Galeni se doctoró en historia antes de unirse al servicio imperial?

—¿Qué? No, nunca lo mencionó… —Ivan se inclinó por encima del hombro de su primo, los principios caballerescos superados al fin por la curiosidad.

—Doctorado con honores en historia moderna y ciencias políticas por la Universidad Imperial de Vorbarr Sultana. Dios mío, mira las fechas. A la edad de veintiséis años Duv Galeni renunció a un flamante puesto en la Facultad de Belgravia, en Barrayar, para volver a la Academia del Servicio Imperial con un puñado de chavales de dieciocho. Con sueldo de cadete.

No era la conducta de un hombre el centro de cuya existencia fuera el dinero.

—Uh —dijo Ivan—. Debió de ser todo un empollón en los cursos superiores cuando nosotros llegamos. Salió dos años antes que nosotros. ¡Y ya es capitán!

—Debe de haber sido uno de los primeros komarreses a quienes se ha permitido el acceso al Ejército. Semanas después de la promulgación de la ley. Y va a toda máquina desde entonces. Formación extraordinaria… lenguajes, análisis de información, un puesto en el cuartel general imperial… y luego la guinda, este destino en la Tierra. Duvie es un fenómeno, claramente.

Miles veía el porqué. Un oficial brillante, educado, liberal… Galeni era un anuncio ambulante del éxito del Nuevo Orden. Un ejemplo. Miles sabía bien lo que era ser un ejemplo. Inspiró largamente, y el aire siseó entre sus dientes.

—¿Qué? —lo acució Ivan.

—Estoy empezando a asustarme.

—¿Por qué?

—Porque todo este asunto está cobrando un sutil tinte político. Y todo aquel que no se alarma cuando las cosas barrayaresas empiezan a oler a política no ha estudiado… historia —murmuró la última palabra con sibilante ironía. Al cabo de un momento volvió a entrar en el archivo y prosiguió la búsqueda.

—Bingo.

—¿Eh?

Miles señaló.

—Archivo sellado. Nadie por debajo del rango de oficial del Alto Mando Imperial puede acceder a esta parte.

—Eso nos deja fuera.

—No necesariamente.

—Miles… —gimió Ivan.

—No me propongo nada ilegal —lo tranquilizó Miles—. Todavía. Llama al embajador.

El embajador, nada más llegar, se sentó junto a Miles.

—Sí, tengo un código de acceso de emergencia que anulará ese otro —admitió cuando Miles lo presionó—. Pero la emergencia prevista era algo que estuviera en la línea de una guerra a punto de estallar.

Miles se mordisqueó el dedo índice.

—El capitán Galeni lleva con usted dos años ya. ¿Qué impresión tiene de él?

—¿Como oficial, o como hombre?

—Ambas cosas, señor.

—Es muy consciente de sus deberes. Su inusitada educación…

—Oh, ¿lo sabía usted?

—Por supuesto. Pero eso lo convierte en una elección extraordinariamente buena para la Tierra. Es muy bueno, muy tranquilo en el aspecto social, un brillante conversador. El oficial que lo precedió en el puesto era un hombre de Seguridad de la vieja escuela. Competente, pero soso. Casi… ejem… aburrido. Galeni cumple los mismos deberes, pero más suavemente. Una seguridad suave es una seguridad invisible; la seguridad invisible no molesta a mis invitados diplomáticos y así mi trabajo resulta mucho más fácil. Tanto más en las, er, actividades de recopilación de información. Como oficial, estoy enormemente satisfecho con él.

—¿Cuál es su defecto como hombre?

—«Defecto» es quizás un término demasiado fuerte, teniente Vorkosigan. Es bastante… frío. Suelo encontrar eso tranquilizador. Pero he advertido que en cualquier conversación termina sabiendo mucho más sobre ti que tú sobre él.

—Ja.

Vaya forma tan diplomática de expresarlo. Y, reflexionó Miles, pensando en sus propios roces con el oficial desaparecido, qué certera.

El embajador frunció el ceño.

—¿Cree que hay alguna clave que explique su desaparición en ese archivo, teniente Vorkosigan?

Miles se encogió de hombros apenado.

—No está en ninguna otra parte.

—Soy reacio… —el embajador se calló al ver la cadena de poderosas restricciones del vid.

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