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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (17 page)

BOOK: Hermanos de armas
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—Podríamos esperar un poco más —dijo Ivan—. Supongamos que ha encontrado a una amiguita. Si te preocupaba eso tanto como para hacer esa otra sugerencia, Miles, tendrías que alegrarte por él. No va a sentirse demasiado feliz si vuelve de su primera noche fuera en años y descubre que han puesto patas arriba sus archivos.

Miles reconoció la cantinela de Ivan haciéndose el tonto, jugando al abogado del diablo: el subterfugio de una mente aguda pero perezosa que deja que otros hagan su trabajo. Bien, Ivan.

—Cuando tú pasas las noches fuera, ¿no dejas una nota diciendo dónde estás y cuándo regresarás? —preguntó Miles.

—Bueno, sí.

—¿Y no regresas a tiempo?

—Es sabido que me he quedado dormido un par de veces —admitió Ivan.

—¿Qué pasa entonces?

—Me localizan. «Buenos días, teniente Vorpatril, son las ocho.»

El preciso y sardónico acento de Galeni asomó claramente en la parodia de Ivan. Tenía que ser una cita literal.

—¿Crees que Galeni es el tipo de hombre que crea una regla para sus subordinados y otra para sí?

—No —dijeron al unísono Ivan y el embajador, y se miraron de reojo.

Miles inspiró profundamente, alzó la barbilla y señaló el holovid.

—Ábralo.

El embajador frunció los labios y así lo hizo.

—Que me zurzan —susurró Ivan después de unos minutos de pasar pantallas. Miles se situó a codazos en la posición central y empezó a leer rápidamente. El archivo era enorme: la historia de la perdida familia de Galeni por fin.

David Galen era el nombre con el que había nacido. Esos Galen, dueños del Cartel de Transbordos Orbitales Galen, destacados entre la oligarquía de poderosas familias que habían gobernado Komarr explotando sus importantes conexiones en el agujero de gusano como los antiguos barones ladrones del Rin. Komarr se había hecho rica gracias a sus agujeros de gusano; del poder y las riquezas que manaban de ellos brotaron sus ciudades en forma de cúpula enjoyada, no del suelo estéril del planeta y el sudor.

Miles creyó oír la voz de su padre señalando los puntos que habían formado la guía de la conquista de Komarr para el almirante Vorkosigan. «Una pequeña población concentrada en ciudades de clima controlado; ningún sitio para que las guerrillas se replieguen y se reagrupen. Ningún aliado; sólo tuvimos que hacerles saber que íbamos a reducir al quince por ciento el veinticinco que se llevaban de todo lo que atravesaba su nexo y los vecinos que los habrían apoyado cayeron en nuestros bolsillos. Ni siquiera quisieron librar su propia guerra, hasta que los mercenarios que contrataron vieron contra qué se enfrentaban y dieron media vuelta…»

Naturalmente, lo que no se mencionaba del asunto eran los pecados de los padres komarreses una generación antes: habían aceptado el soborno para dejar que la flota invasora cetagandana atravesara el nexo y conquistara rápida y fácilmente la pobre, recién descubierta y semifeudal Barrayar. Lo cual no había resultado rápido, ni fácil, ni una conquista tampoco. Veinte años y un río de sangre más tarde, las últimas naves de guerra cetagandanas se retiraban por donde habían venido, a través de la «neutral» Komarr.

Los barrayareses tal vez estuvieran atrasados, pero nadie podía acusarlos de ser lentos aprendiendo. Entre la generación del abuelo de Miles, que llegó al poder en la dura escuela de la ocupación cetagandana, creció la obsesiva determinación de que nunca debería volver a permitirse una invasión semejante. Sobre la generación del padre de Miles cayó la responsabilidad de convertir esa obsesión en hecho tomando el absoluto y total control del portal komarrés de Barrayar.

El objetivo jurado de la flota invasora barrayaresa, su concienzuda estrategia, era dejar intacta la rica economía de Komarr con daños mínimos. Conquista, no venganza, sería el lema del Emperador. El almirante lord Aral Vorkosigan, comandante de la Flota Imperial, dejaría eso abundante y explícitamente claro.

Se permitió que los miembros de la oligarquía komarresa, dóciles negociantes como eran, se alineara con ese objetivo, facilitando su rendición en todos los sentidos posibles. Se hicieron promesas, se dieron garantías; una vida subordinada y unas propiedades reducidas seguían siendo vida y propiedades, calculadamente sopesadas con esperanza de recuperación futura. Vivir bien iba a ser la mejor venganza de todas.

Entonces se produjo la masacre de Solsticio.

Un subordinado demasiado ansioso, gruñó el almirante lord Vorkosigan. Órdenes secretas, clamaron las familias supervivientes de los doscientos consejeros komarreses fusilados en un gimnasio de las Fuerzas de Seguridad de Barrayar. La verdad, o en cualquier caso la certeza, se encontraba entre las víctimas. El propio Miles no estaba seguro de que ningún historiador pudiera resucitarla. Sólo el almirante Vorkosigan y el jefe de Seguridad sabían la verdad, y era la palabra del almirante la que estaba en entredicho. El jefe de Seguridad murió sin juicio a manos del furioso almirante. Justamente ejecutado, o asesinado para que no hablara, uno decidía según sus prejuicios.

En términos absolutos, Miles no solía perder los papeles con la masacre de Solsticio. Después de todo, las armas atómicas cetagandanas habían aniquilado la ciudad entera de Vorkosigan Vashnoi, matando no a cientos sino a miles de personas, y nadie levantaba barricadas en las calles por eso. Sin embargo, era la masacre de Solsticio la que centraba la atención y atraía la ansiosa imaginación del público. Fue el apellido Vorkosigan el que se ganó el apodo de Carnicero con mayúscula, y la palabra de un Vorkosigan la que quedaba manchada. Y todo ello constituía un episodio de historia antigua muy personal.

Hacía treinta años. Miles ni siquiera había nacido. David Galen tenía cuatro años el día en que su tía, la consejera komarresa Rebecca Galen, murió en el gimnasio de la ciudad de Solsticio.

El Alto Mando de Barrayar había discutido la admisión de Duv Galeni, de veintiséis años, en el servicio imperial en los términos personales más sinceros.

«No puedo recomendar la elección —escribía el jefe de Seguridad Imperial, Illyan, en un memorando privado al primer ministro, el conde Aral Vorkosigan—. Sospecho que actúa usted quijotescamente impulsado por la culpa. Y la culpa es un lujo que no se puede permitir. Si tiene el deseo secreto de recibir un tiro por la espalda, por favor hágamelo saber por lo menos con veinticuatro horas de antelación, para poder poner en marcha mi retiro. Simon.»

El memorando de respuesta estaba escrito a mano, con la enmarañada letra de un hombre de dedos gruesos para quien todas las plumas eran demasiado pequeñas, una letra que a Miles le resultaba dolorosamente familiar.

«¿Culpa? Tal vez. Hice una pequeña visita a ese maldito gimnasio, poco después, antes de que lo más espeso de la sangre se hubiera secado. Parecía gelatina. Algunos detalles arden permanentemente en la memoria. Pero recuerdo especialmente a Rebecca Galen por la forma en que le dispararon. Fue una de los pocos que murieron de cara a sus asesinos. Dudo mucho que sea mi espalda lo que corra peligro por causa de Duv Galeni.

»La relación de su padre con la Resistencia posterior me preocupa bastante menos. No fue sólo por nosotros por lo que el muchacho adaptó su nombre a la forma barrayaresa.

»Pero si podemos hacernos con esta auténtica alianza, será algo parecido a lo que yo tenía pensado para Komarr en primer lugar. Una generación más tarde, cierto, y después de un desvío largo y sangriento, pero (ya que sacas a colación esos términos teológicos) una especie de redención. Claro que Galeni tiene ambiciones políticas, pero me atrevo a sugerir que son más complejas y más constructivas que el mero asesinato.

»Vuelve a ponerlo en la lista, Simon, y déjalo allí. Este asunto me cansa y no quiero volver a él una y otra vez. Deja correr al muchacho, y que demuestre lo que vale… si puede.»

La firma de despedida era el habitual garabato apresurado.

Después de eso, el cadete Galeni se convirtió en preocupación de oficiales de rango mucho más bajo en la jerarquía imperial, su historial en el público y accesible que Miles había visto antes.

—El problema de todo esto —dijo Miles en voz alta en medio del denso silencio que había invadido la habitación durante los últimos treinta minutos—, fascinante como puede ser, es que no reduce las posibilidades. Las multiplica. Maldición.

Incluyendo, reflexionó Miles, su propia teoría del hurto y la deserción. Allí no había nada que la rebatiera, sólo la volvía más dolorosa si era cierta. Y la idea del asesinato en el espaciopuerto adquirió tonos nuevos y siniestros.

—También podría ser la víctima de un accidente perfectamente corriente —intervino Ivan Vorpatril.

El embajador gruñó y se puso en pie, sacudiendo la cabeza.

—Demasiado ambiguo. Tuvieron razón en encriptarlo. Podría ser perjudicial para la carrera de ese hombre. Creo, teniente Vorpatril, que le daré permiso para continuar y cursar una denuncia de desaparición ante las autoridades locales. Vuelva a encriptarlo, Vorkosigan.

Ivan siguió al embajador a la salida.

Antes de cerrar la consola, Miles repasó los documentos referidos a la tormentosa referencia al padre de Galeni. Después de que su hermana fuera asesinada en la masacre de Solsticio, al parecer se había convertido en un líder activo de la resistencia komarresa. La fortuna que la conquista barrayaresa había dejado a la antiguamente orgullosa familia se evaporó por completo en la época de la violenta Revuelta, seis años más tarde. Los viejos archivos de Seguridad de Barrayar seguían claramente la pista de una parte, transformada en armas de contrabando, nóminas y gastos del ejército terrorista; más tarde, en sobornos para visados de salida y transporte fuera del planeta para los supervivientes. Sin embargo, no había habido ningún transporte de salida para el padre de Galeni: voló con una de sus propias bombas durante el último, inútil y débil ataque al cuartel general de Seguridad de Barrayar. Junto con el hermano mayor de Galeni, por cierto.

Reflexivo, Miles hizo una doble comprobación. Para su alivio, en los archivos de Seguridad de la embajada no encontró ningún otro pariente de los Galeni suelto entre los refugiados de la Tierra.

Naturalmente, Galeni había tenido oportunidades de sobra para corregir esos archivos en los últimos dos años.

Miles se frotó la cabeza dolorida. Galeni tenía quince años cuando se produjo el último espasmo de la Revuelta y fue aniquilada. Demasiado joven, esperó Miles, para haber estado implicado activamente. Y fuera cual fuese su participación, parecía que Simon Illyan la conocía y estuvo dispuesto a dejar que pasara a la historia. Un libro cerrado. Miles cerró el archivo.

Miles permitió que Ivan hiciera todos los tratos con la policía local. Cierto, con la historia del clon de boca en boca estaba protegido en parte de la posibilidad de encontrarse a la misma gente en sus dos personalidades, pero no tenía sentido cargar las tintas. Era de esperar que la policía fuera más suspicaz que la mayoría de la gente, y no había contado con provocar una oleada doble de crímenes.

Al menos la policía pareció tomarse la desaparición del agregado militar con la adecuada seriedad. Prometió cooperación incluso hasta el punto de satisfacer la petición del embajador de que el asunto no se hiciera público. La policía, dotada y equipada para esas cosas, podía hacer el trabajo rutinario como comprobar las identidades de todas las partes humanas que pudieran hallarse en receptáculos de basura, etc. Miles se nombró a sí mismo detective de todos los asuntos que tuvieran lugar dentro de las paredes de la embajada. A Ivan, como nuevo oficial al mando, se le vino encima todo el trabajo de Galeni. Miles lo dejó allí.

Pasaron veinticuatro horas, en las que Miles estuvo principalmente ante la consola comprobando los archivos de la embajada relativos a refugiados de Komarr. Por desgracia, la embajada había recabado enormes cantidades de información. Si había algo significativo, estaba bien camuflado entre toneladas de cosas irrelevantes. No era un trabajo para un solo hombre.

A las dos de la madrugada, bizco, Miles se rindió, llamó a Elli Quinn y arrojó todo el problema al Departamento de Inteligencia de los Mercenarios Dendarii.

«Arrojó» era la palabra adecuada: transferencia de datos en masa vía enlace comunicador desde los ordenadores seguros de la embajada a la
Triumph
en órbita. A Galeni le habría dado una convulsión; que se fastidiara Galeni, todo aquello era culpa suya, por desaparecer. La postura legal de Miles, llegados al caso, sería que los dendarii eran
de facto
soldados barrayareses y que la transferencia de datos constituía un asunto interno de los militares del Imperio. Técnicamente. Miles incluyó también todos los archivos personales de Galeni, sin encriptar. La postura legal de Miles en eso era que la contraseña se usaba solamente para proteger a Galeni de los prejuicios de los patriotas barrayareses, cosa que los dendarii, claramente, no eran. Un argumento o el otro tenía que funcionar.

—Comunica a los cazadores que encontrar a Galeni es un contrato —le dijo Miles a Elli—, parte de la operación para conseguir fondos para la flota. Sólo nos pagarán si encontramos al hombre. Eso podría acabar siendo cierto, ahora que lo pienso.

Cayó en la cama esperando que su subconsciente elaborara algo durante lo que quedaba de noche, pero se despertó en blanco y tan agotado como antes. Envió a Barth y un par de suboficiales a comprobar de nuevo los movimientos del oficial correo, el otro posible eslabón débil de la cadena. Permaneció sentado, tenso, esperando que la policía llamara, imaginando escenarios explicativos cada vez más rebuscados y extraños. Sentado inmóvil como una piedra en una habitación a oscuras, dando golpecitos incontrolablemente con un pie, sentía como si su cabeza fuera a estallar de un momento a otro.

Al tercer día llamó Elli Quinn.

Plantó el comunicador en el holovid, ansioso del placer de ver su rostro. Ella sonreía de forma peculiar.

—Pensé que esto podría interesarte —ronroneó—. El capitán Thorne acaba de encontrar una fascinante oferta de trabajo para los dendarii.

—¿Tiene un precio fascinante? —inquirió Miles. Las marchas de su cabeza parecieron rechinar mientras trataba de regresar a los problemas del almirante Naismith, olvidados con las tensiones e incertidumbres de los dos últimos días.

—Cien mil dólares betanos. En dinero imposible de rastrear.

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