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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (26 page)

BOOK: Hermanos de armas
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—¿Mi cl… mi hermano? ¿Mark?

Miles se enderezó, desparramando tubos a su alrededor. Temblando, agarró la bandeja de su mesa y miró en el espejo de su pulida superficie de metal. Una línea irregular de grandes puntadas rojas le recorría la frente. Se miró las manos, las volvió horrorizado.

Miró a Galen.

—Si yo estoy aquí dentro, ¿qué ha hecho con Mark? ¿Dónde ha puesto el cerebro que estaba en esta cabeza?

Galen señaló.

En la mesa situada junto a la cama de Miles había un gran frasco de cristal. Dentro, un cerebro entero, como un champiñón sobre su tallo, flotaba esponjoso, muerto y malévolo. El líquido que lo envolvía era denso y verdoso.

—¡No, no, no! —chilló Miles—. ¡No, no, no!

Se levantó de la cama y agarró el frasco. El líquido se desparramó, frío, sobre sus manos. Corrió hacia el pasillo, descalzo, la bata ondeando abierta detrás. Allí tenía que haber cuerpos de repuesto: aquello era MilImp. De repente, recordó dónde había dejado uno.

Atravesó otra puerta y se encontró en la lanzadera de combate sobre Dagoola IV. La compuerta de la lanzadera estaba abierta, atascada; nubes negras salpicadas de denditras amarillas de luz se agitaban más allá. La lanzadera osciló, y hombres y mujeres sucios y heridos con chamuscados uniformes de combate dendarii entraron gritando y maldiciendo. Miles se deslizó hasta la compuerta abierta, aún sujetando el frasco, y salió.

Parte del tiempo flotó, parte cayó. Una mujer que gritaba pasó ante él, estirando los brazos para que la ayudara, pero Miles no podía soltar el frasco. Su cuerpo reventó al impactar contra el suelo.

Miles aterrizó de pie, sobre piernas de goma, y casi soltó el frasco. El lodo era denso y negro y tiraba de sus rodillas.

El cuerpo del teniente Murka, y su cabeza, yacían justo donde los había dejado en el campo de batalla. Con manos frías y temblorosas, Miles sacó el cerebro del frasco y trató de introducirlo por la herida ya cauterizada del disparo de plasma en el cuello. Testarudo, el cerebro se negó a cooperar.

—Ya no tiene cara de todas formas —criticó la cabeza del teniente Murka desde donde yacía, a varios metros de distancia—. Será feo como el pecado, caminando con mi cuerpo con esa cosa asomando.

—Cállate, no tienes derecho a voto, estás muerto —le replicó Miles. El resbaladizo cerebro se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Lo recogió y trató de limpiarle la suciedad con la manga de su uniforme de almirante dendarii, pero el áspero tejido rayó la retorcida superficie del cerebro de Mark, dañándolo. Miles colocó disimuladamente el tejido en su lugar, esperando que nadie lo advirtiera, y siguió intentando meter el cerebro por el cuello.

Miles abrió los ojos y se quedó mirando. Contuvo la respiración. Temblaba, húmedo de sudor. El plafón de la luz ardía firmemente en el hosco techo de la celda, el camastro era duro y frío.

—Dios. Gracias a Dios —jadeó.

Galeni se acercó, preocupado, apoyando un brazo contra la pared.

—¿Está bien?

Miles tragó saliva, respiró profundamente.

—Uno sabe que se trata de un mal sueño cuando despertar aquí es una mejora.

Con una mano acarició la fría, reconfortante solidez del camastro. La otra no encontró ninguna puntada en su frente, aunque sentía la cabeza como si algún aficionado hubiera estado practicando la cirugía con ella. Parpadeó, cerró los ojos, los volvió a abrir, y con esfuerzo se apoyó en el codo derecho. Tenía la mano izquierda hinchada y pulsante.

—¿Qué sucedió?

—Fue un empate. Uno de los guardias y yo nos aturdimos mutuamente. Por desgracia, eso siguió dejando a un guardia en pie. Me desperté hará cosa de una hora. Fue a máxima potencia. No sé cuánto tiempo hemos perdido.

—Demasiado. Pero fue un buen intento. Maldición —se detuvo justo antes de golpear con su mano mala el borde del camastro—. Estuve tan cerca. Casi lo tenía.

—¿Al guardia? Parecía que él lo tenía a usted.

—No, a mi clon. Mi hermano. Sea lo que fuere —destellos del sueño acudieron a él, y se estremeció—. Un tipo nervioso. Creo que tiene miedo de acabar en un frasco.

—¿Eh?

—¡Uf! —Miles intentó sentarse. El aturdidor le había dejado una sensación nauseabunda. Tenía espasmos en brazos y piernas. Galeni, que no se encontraba en mejor forma, regresó a su propio camastro y se sentó.

Poco después la puerta se abrió. «La cena», pensó Miles.

El guardia los apuntó con su aturdidor.

—Vosotros dos. Fuera.

El segundo guardia lo cubría desde atrás, a varios metros de distancia, con otro aturdidor preparado. A Miles no le gustó la expresión de sus rostros, uno solemne y pálido, el otro sonriendo nervioso.

—Capitán Galeni —sugirió Miles con voz algo más aguda de lo que pretendía—. Creo que ahora sería un buen momento para que hablara con su padre.

Diversas expresiones cruzaron por el rostro de Galeni: furia, tozudez, reflexión, duda.

—Por ahí —el guardia les indicó el tubo elevador.

Bajaron hacia el nivel del garaje.

—Usted puede hacerlo, yo no —murmuró Miles en un canturreo
sotto voce
.

Galeni siseó entre dientes: frustración, conformidad, resolución. Cuando entraron en el aparcamiento, se volvió bruscamente hacia el guardia más cercano y rezongó:

—Quiero hablar con mi padre.

—No puede.

—Creo que será mejor que me deje —la voz de Galeni era peligrosa, cargada, por fin, de miedo.

—No es cosa mía. Nos dio órdenes y se marchó. No está aquí.

—Llámelo.

—No me dijo dónde estaría —la voz del guardia era tensa e irritada—. Y si lo supiera, no lo llamaría de todas formas. Póngase ahí, junto a ese volador.

—¿Cómo vais a hacerlo? —preguntó Miles de pronto—. Siento auténtica curiosidad. Consideradlo mi última voluntad.

Se acercó al volador, buscando con la mirada un escondite, cualquier escondite. Si conseguía agacharse o pasar al otro lado del vehículo antes de que dispararan…

—Os aturdiremos, volaremos hasta la costa sur, os dejaremos caer al agua —recitó el guardia—. Si aparecéis flotando en la costa, la autopsia sólo revelará que os habéis ahogado.

—No es exactamente un crimen sangriento —observó Miles—. Más fácil para vosotros de esa forma, espero.

Si Miles los juzgaba bien, aquellos hombres no eran asesinos profesionales. De todas maneras, siempre había una primera vez para todo. Esa columna de allí no era lo bastante ancha para detener una descarga aturdidora. Las herramientas de la pared opuesta ofrecían algunas posibilidades… sufría furiosos calambres en las piernas…

—Y así el Carnicero de Komarr recibe por fin su merecido —comentó el guardia solemne, con desapego—. Indirectamente.

Alzó el aturdidor.

—¡Esperad! —chilló Miles.

—¿A qué?

Miles todavía buscaba una respuesta cuando las puertas del garaje se abrieron.

—¡Soy yo! —gritó Elli Quinn—. ¡Quietos!

Una patrulla dendarii pasó corriendo ante ella. En el instante que el guardia komarrés tardó en apuntar, un tirador dendarii lo abatió. El segundo guardia se dejó llevar por el pánico y corrió hacia el tubo elevador. Un dendarii lo detuvo a la carrera, y en cuestión de segundos lo tuvo boca abajo en el suelo con las manos a la espalda.

Elli se acercó a Miles y Galeni, sacando un sensor sónico de su oído.

—Dioses, Miles, no podía creer que fuera tu voz. ¿Cómo has hecho eso? —al ver su aspecto, una expresión de extremo disgusto asomó a su cara.

Miles capturó sus manos y las besó. Un saludo militar habría sido más adecuado, pero su adrenalina estaba aún bombeando y esto era más sentido. Además, no iba de uniforme.

—¡Elli, eres un genio! ¡Tendría que haber sabido que el clon no te engañaría!

Ella se lo quedó mirando, casi retrocediendo, la voz agudizada hasta el punto de ruptura.

—¿Qué clon?

—¿Cómo que qué clon? Por eso estás aquí, ¿no? Metió la pata… y has venido a rescatarme, ¿no?

—¿Rescatarte de qué? Miles, me ordenaste hace una semana que encontrara al capitán Galeni, ¿recuerdas?

—Oh —dijo Miles—. Sí. Eso hice.

—Y eso hicimos. Llevamos toda la noche vigilando esta zona de edificios, esperando captar un análisis positivo de voz suyo, para poder notificarlo a las autoridades locales. No les gustan las falsas alarmas. Pero cuando finalmente apareció en los sensores, pareció que sería mejor no esperar a las autoridades, así que corrimos el riesgo… no creas que no se me pasaron por la cabeza visiones de dendarii arrestados en masa por irrupción ilegal…

Un sargento dendarii se acercó y saludó.

—Maldición, señor, ¿cómo lo hace? —continuó caminando mientras consultaba un escáner, sin esperar respuesta.

—Sólo para descubrir que habías llegado antes que nosotros.

—Bueno, en cierto modo, sí…

Miles se frotó la frente dolorida. Galeni se rascó la barba sin hacer ningún comentario. Galeni sabía callar a voces.

—¿Recuerdas hace tres o cuatro noches, cuando me llevaste para que fuera secuestrado y así infiltrarme en la oposición y descubrir quiénes eran y qué querían?

—Sí…

—Bueno —Miles inspiró profundamente—, funcionó. Enhorabuena. Acabas de convertir un absoluto desastre en una importante acción de inteligencia. Gracias, comandante Quinn. Por cierto, el tipo con el que saliste de aquella casa vacía… no era yo.

Elli abrió los ojos de par en par. Se acercó una mano a la boca. Entonces las oscuras pupilas se estrecharon en furiosa reflexión.

—Hijo de puta —jadeó—. ¡Pero Miles… creía que la historia del clon era algo que te habías inventado!

—Eso hice. Espero que haya desarmado a todo el mundo.

—¿Había… hay un clon de verdad?

—Eso dice él. Las huellas dactilares, retinales y de voz son iguales. Hay, gracias a Dios, una diferencia objetiva. Si radiografían mis huesos encontrarán un enloquecido pespunte de roturas antiguas, a excepción de en mis piernas sintéticas. Sus huesos no tienen ninguna. O eso dice él —Miles se sujetó la mano izquierda, dolorida—. Creo que me dejaré la barba de momento, por si acaso.

Miles se volvió hacia el capitán Galeni.

—¿Cómo nos encargaremos… se encargará Seguridad Imperial de esto, señor? —dijo, deferente—. ¿Quiere que llamemos a las autoridades locales?

—Oh, así que soy otra vez «señor», ¿eh? —murmuró Galeni—. Claro que llamaremos a la policía. No podemos extraditar a esa gente. Pero ahora que son culpables de un crimen cometido aquí en la Tierra, las autoridades de Euroley los detendrán por nosotros. Será el fin de todo este grupúsculo radical.

Miles contuvo la impaciencia y procuró que su voz fuese fría y lógica.

—Pero un juicio público revelaría toda la historia del clon al detalle. Atraería un montón de atención no deseada hacia mí, desde el punto de vista de Seguridad. Incluyendo, puede estar seguro, la atención cetagandana.

—Es demasiado tarde para echar tierra a todo esto.

—No estoy tan seguro. Sí, los rumores vuelan, pero unos cuantos rumores suficientemente confusos resultan muy útiles. Esos dos —Miles señaló a los guardias capturados—, no son peces gordos. Mi clon sabe mucho más que ellos, y ya ha regresado a la embajada. Que es, legalmente, suelo barrayarés. ¿Para qué los necesitamos? Ahora que le hemos recuperado a usted, y tenemos al clon, el plan carece de validez. Mantenga vigilado a este grupo como al resto de los expatriados komarreses aquí en la Tierra, y ya no supondrán ningún peligro para nosotros.

Galeni lo miró a los ojos, luego apartó la vista, el pálido perfil tenso por el significado tácito de aquello: «Y su carrera no se verá comprometida por un escándalo público. Y no tendrá que enfrentarse a su padre.»

—Yo… no sé.

—Yo sí —dijo Miles, confiado. Hizo un gesto a un dendarii cercano—. Sargento. Suba con un par de técnicos y vacíe los archivos de la comuconsola de estos tipos. Haga un repaso rápido en busca de archivos secretos. Y ya que está en ello, registre la casa a ver si hay un par de artilugios antiescáner personal en forma de cinturón; deben de estar guardados en alguna parte. Llévelos al comodoro Jesek y dígale que quiero encontrar al fabricante. En cuanto indique usted que todo está despejado, nos marchamos.

—Vaya, eso sí que es ilegal —observó Elli.

—¿Qué van a hacer, ir a la policía y quejarse? Creo que no. Ah… ¿quiere dejar algún mensaje en la comuconsola, capitán?

—No —dijo Galeni en voz baja después de un instante—. Nada de mensajes.

—Bien.

Un dendarii aplicó primeros auxilios al dedo roto de Miles y le anestesió la mano. El sargento regresó en menos de media hora, con los cinturones antiscan colgando del hombro, y le entregó un disco de datos.

—Aquí tiene, señor.

—Gracias.

Galen no había regresado aún. Visto el panorama, Miles consideraba eso un añadido.

Se arrodilló junto al komarrés que estaba aún consciente, y acercó un aturdidor a su sien.

—¿Qué va a hacer? —croó el hombre.

Los labios resquebrajados de Miles se distendieron en una sonrisa que empezó a sangrar.

—Vaya, aturdirte por supuesto, llevarte a la costa sur y tirarte. ¿Qué si no? Buenas noches.

El aturdidor zumbó, y el komarrés pataleó y se derrumbó. El soldado dendarii le soltó las ligaduras y Miles dejó a los dos guardias tendidos uno al lado del otro en el suelo. Salieron y cerraron con cuidado las puertas del garaje.

—De vuelta a la embajada, pues, y crucifiquemos al pequeño bastardo —dijo Elli Quinn sombría, solicitando la ruta a su destino en la consola del coche alquilado. El resto de la patrulla se retiró a ocupar posiciones encubiertas.

Miles y Galeni se acomodaron. Galeni parecía tan agotado como se sentía Miles.

—¿Bastardo? —suspiró—. No. Me temo que eso es lo que no es.

—Crucifiquémoslo primero —murmuró Galeni—. Definámoslo después.

—De acuerdo —dijo Miles.

—¿Cómo entraremos? —preguntó Galeni mientras se acercaban a la embajada.

—Sólo hay una manera —dijo Miles—. Por la puerta principal. Desfilando. Adelante, Elli.

Miles y Galeni se miraron e hicieron una mueca. La barba de Miles iba por detrás de la de Galeni (después de todo, el capitán le llevaba cuatro días de ventaja), pero los labios partidos, las magulladuras y la sangre seca de su camisa lo compensaban, calculó Miles. Su sensación general de total degradación aumentó. Además, Galeni había encontrado las botas y la chaquetilla de su uniforme en la casa de los komarreses, y Miles no. El clon se las había llevado, tal vez. Miles no estaba seguro de cuál de ellos olía peor (Galeni llevaba más tiempo encarcelado, pero Miles opinaba que había sudado más), y no iba a pedirle a Elli Quinn que olisqueara y los calificara. Por los labios torcidos de Galeni y las arrugas de sus ojos, Miles supuso que debía de estar experimentando la misma reacción retardada de enloquecido alivio que burbujeaba en su propio pecho. Estaban vivos, y era un milagro y una maravilla.

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