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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (21 page)

BOOK: Hermanos de armas
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Aturdido, Miles dejó que lo sacaran por la puerta. Si le sobrevenía la muerte, quería al menos estar consciente para escupirle en el ojo una última vez mientras se cernía sobre él.

9

Para alivio momentáneo de Miles, lo llevaron arriba, no tubo abajo. No es que no pudieran matarlo perfectamente en cualquier otra parte que no fuera el subnivel del aparcamiento. A Galeni sí que tendrían que asesinarlo en el garaje para evitar arrastrar el cuerpo, pero el peso muerto de Miles, por así decirlo, no representaba la misma carga logística.

La habitación a la que lo empujaron los dos hombres era una especie de estudio o despacho privado, luminoso a pesar de la ventana polarizada. Archivos de datos de biblioteca llenaban un estante transparente en la pared; una comuconsola corriente ocupaba un rincón. El vid de la comuconsola mostraba una panorámica de la celda de Miles. Galeni todavía yacía aturdido en el suelo.

El más mayor de los hombres, que parecía a cargo del secuestro de Miles la noche anterior, estaba sentado en un sofá beige y cromo ante la ventana oscurecida; examinaba un hipospray que acababa de sacar de una maleta, abierta a su lado. Bien. Interrogatorio, no ejecución, era el plan. O, en cualquier caso, interrogatorio previo a la ejecución. A menos que simplemente pretendieran envenenarlo.

Miles apartó la mirada del deslumbrante hipo mientras el hombre se movía, volviendo la cabeza para estudiar a Miles con los ojos entornados. Comprobó la comuconsola un breve instante. Fue una postura inconsciente, una mano aferrada al borde del asiento, lo que hizo que Miles cayera en la cuenta, porque el hombre no se parecía gran cosa al capitán Galeni, excepto quizás en la palidez de su piel. Tendría unos sesenta años. Pelo gris recortado, cara arrugada; el cuerpo, grueso por la edad, claramente no pertenecía a un deportista o un atleta. Llevaba ropa terrestre conservadora distanciada una generación de la de los adolescentes que Miles había visto en los centros comerciales. Podría haber sido un hombre de negocios o un maestro, cualquier cosa menos un encallecido terrorista.

Excepto por la terrible tensión. En eso, en el agarrotamiento de sus manos, la distensión de las aletas de la nariz, el hierro de su boca y el envaramiento del cuello. Ser Galen y Duv Galeni eran una misma persona.

Galen se levantó y caminó lentamente alrededor de Miles con el aire de un hombre que estudia la escultura de un artista menor. Miles permaneció muy quieto, sintiéndose más pequeño que de costumbre con sus calcetines, la barba de un día y la ropa arrugada. Había llegado por fin al centro, a la fuente última de la que manaban todos sus problemas de las últimas semanas. Y el centro era aquel hombre que orbitaba a su alrededor mirándolo con odio ansioso. O quizá Galen y él eran dos centros, como los extremos de una elipse, unidos y superpuestos por fin para formar un diabólico círculo perfecto.

Miles se sintió muy pequeño y muy frágil. Galen podría muy bien empezar a romperle los brazos con el mismo aire nervioso y ausente con el que Elli Quinn se mordía las uñas, sólo para liberar la tensión. «¿Me ve acaso? ¿O soy un objeto, un símbolo que representa al enemigo? ¿Me asesinará por ser una alegoría?»

—Bien —dijo Ser Galen—. Éste es el verdadero, por fin. No muy impresionante, para haberse ganado la lealtad de mi hijo. ¿Qué ve en usted? Con todo, representa muy bien a Barrayar. El hijo monstruoso de un padre monstruoso, el genotipo moral secreto de Aral Vorkosigan hecho carne para que todos puedan verlo. Quizás existe algo de justicia en el universo después de todo.

—Muy poético —susurró Miles—, pero biológicamente inadecuado, como debe de saber, después de haberme clonado.

Galen sonrió con acritud.

—No insistiré en ello —completó su circuito y se encaró a Miles—. Supongo que no pudo evitar nacer. ¿Pero por qué no se ha rebelado nunca contra el monstruo? Lo convirtió en lo que es… —un expansivo gesto con la mano abierta resumió la hechura retorcida de Miles—. ¿Qué carisma de dictador posee ese hombre, que es capaz de hipnotizar no sólo a su propio hijo, sino al de otro? —La figura tendida en la consola vid pareció reflejarse en los ojos de Galen—. ¿Por qué lo sigue usted? ¿Por qué lo sigue David? ¿Qué corrupto placer obtiene mi hijo al ponerse un uniforme barrayarés y marchar detrás de Vorkosigan? —A Galen se le daba muy mal la fingida socarronería; los tonos subyacentes se retorcieron con angustia.

—Para empezar, mi padre no me ha abandonado nunca en presencia del enemigo —replicó Miles.

Galen echó la cabeza atrás, extinguida toda pretensión de farsa. Se giró bruscamente y fue a recoger el hipospray.

Miles maldijo en silencio su propia lengua. En vez de aquel estúpido impulso de decir la última palabra, de devolver el golpe, bien podría haber hecho que el hombre siguiera hablando, para descubrir algo. Ahora la charla, y el descubrimiento, se producirían en sentido inverso.

Los dos guardias lo cogieron por los brazos. El de la izquierda le subió la manga de la camisa. Aquí venía. Galen presionó el hipospray contra la vena, en la sangría de Miles: un siseo, un mordisco picante.

—¿Qué es esto? —apenas tuvo tiempo de preguntar Miles. Su propia voz le sonó desafortunadamente débil y nerviosa.

—Pentarrápida, por supuesto —respondió Galen con tranquilidad.

Miles no se sorprendió, aunque se revolvió interiormente, sabiendo lo que le esperaba. Había estudiado efectos, farmacología y uso adecuado de la pentarrápida en el curso de seguridad de la Academia Imperial de Barrayar. Era la droga preferida para realizar interrogatorios, no sólo en el servicio imperial, sino en toda la galaxia. El suero de la verdad casi perfecto, irresistible, inofensivo para el sujeto incluso en dosis repetidas, excepto para los pocos desafortunados que tenían alergia natural o inducida a la droga. Miles nunca había sido considerado candidato para esta última condición, ya que su persona se consideraba más valiosa que ninguna información secreta que contuviera. Otros agentes de espionaje no tenían tanta suerte. El shock anafiláctico era una muerte aún menos heroica que la cámara de desintegración normalmente reservada para los espías convictos.

Desesperado, Miles esperó a que la droga actuase. El almirante Naismith había sido sometido a más de un interrogatorio con pentarrápida. La droga arrastraba toda sensatez al mar en una riada de benigna buena voluntad y risitas caritativas. Como un gato en su cesta. Era muy divertido de ver… si se trataba de otra persona. En unos instantes se vería reducido a la completa idiotez.

Era inquietante que el resuelto capitán Galeni hubiera sido reducido tan vergonzosamente. Cuatro veces, había dicho. No era extraño que estuviera nervioso.

Miles se notaba el corazón desbocado, como por una sobredosis de cafeína. Su visión se agudizó hasta un extremo casi doloroso. Los bordes de cada objeto de la habitación se destacaron, se volvieron palpables para sus sentidos exacerbados. Galen, de pie junto a la ventana, era un diagrama viviente, eléctrico y peligroso, cargado de letal voltaje, a la espera de una descarga liberadora.

No, no era agradable.

Había entrado en estado de shock. Miles inspiró por última vez. Sí que se sorprendería su interrogador…

Pero para su propia sorpresa, siguió jadeando. No se trataba de un shock anafiláctico, entonces. Sólo otra de sus malditas reacciones a las drogas. Deseó que la pentarrápida no le provocara alucinaciones espectrales como aquel maldito sedante que le habían dado una vez. Quiso gritar. Sus ojos se esforzaron para seguir el más mínimo movimiento de Galen.

Uno de los guardias empujó una silla y lo obligó a sentarse. Miles cayó sobre ella agradecido, temblando de un modo incontrolado. Sus pensamientos parecieron explotar en fragmentos y reconstruirse, como fuegos artificiales que avanzaran y retrocedieran en un vid. Galen le miró con el ceño fruncido.

—Describa los procedimientos de seguridad para entrar y salir de la Embajada barrayaresa.

Sin duda ya habrían arrancado esa información básica al capitán Galeni. Debía de ser una simple pregunta para comprobar los efectos de la pentarrápida.

—… de la pentarrápida —se oyó Miles decir, haciéndose eco de sus pensamientos. Oh, demonios. Esperaba que su extraña reacción a la droga incluyera la habilidad de resistirse a expulsar los sesos por la boca.

—… qué imagen tan repulsiva…

Bajó la cabeza y miró el suelo ante sus pies, como si viera una pila de sesos ensangrentados vomitados allí.

Ser Galen avanzó, lo cogió por el pelo y repitió entre dientes:

—¡Describa los procedimientos de seguridad para entrar y salir de la embajada barrayaresa!

—El sargento Barth está al cargo —empezó Miles impulsivamente—. Matón molesto. Ningún
savoir faire
en absoluto, y un coñazo además…

Incapaz de detenerse, Miles escupió no sólo códigos, claves y perímetros de escáneres, sino también esquemas de personal, sus opiniones privadas acerca de todos y cada uno de los individuos y una enconada crítica a los defectos de la red de seguridad. Una idea disparaba la otra y luego la siguiente en una explosiva cadena, como una traca de fuegos artificiales. No podía pararse. Farfullaba.

No sólo él no conseguía parar, tampoco Galen. Los prisioneros tratados con pentarrápida tendían a desviarse del tema con asociaciones libres a menos que sus interrogadores los mantuvieran controlados con pistas frecuentes. Miles se encontró haciendo lo mismo a toda velocidad. Las víctimas normales se detenían en seco con una palabra, pero Miles sólo se detuvo cuando Galen lo golpeó con fuerza y repetidamente en la cara, gritándole que se callara; se quedó sentado, jadeando.

La tortura no formaba parte de los interrogatorios con pentarrápida porque los sujetos eran felizmente inmunes a ella. Para Miles el dolor latía dentro y fuera, apartado y distante un momento, inundando a continuación su cuerpo y rebulléndose en su mente como un estallido de estática. Para su propio horror, empezó a llorar. Entonces se detuvo con un súbito hipido.

Galen se quedó mirándolo con desagrado y fascinación.

—No va bien —murmuró uno de los guardias—. No debería ser así. ¿Está resistiéndose a la pentarrápida con algún tipo de condicionamiento nuevo?

—No se resiste a ella —puntualizó Galen. Comprobó su crono de muñeca—. No retiene ninguna información. Está dando más de la cuenta. Demasiada.

La comuconsola empezó a trinar insistentemente.

—Yo la atenderé —se ofreció Miles—. Probablemente es para mí.

Se levantó del asiento, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces sobre la alfombra, que le hizo cosquillas en la mejilla hinchada. Los dos guardias lo levantaron y volvieron a colocarlo en la silla. La habitación trazó un lento círculo a su alrededor. Galen atendió la comuconsola.

—Informando —la propia voz de Miles en su encarnación barrayaresa sonó desde el vid.

La cara del clon no le resultaba tan familiar a Miles como la que se afeitaba diariamente ante el espejo.

—Tiene que hacerse la raya en el otro lado si quiere ser yo —comentó Miles a nadie en particular—. No, no es…

Nadie le estaba escuchando, de todas formas. Miles reflexionó sobre ángulos de incidencia y ángulos de reflejo, sus pensamientos rebotando a la velocidad de la luz entre las paredes de espejo de su cráneo vacío.

—¿Cómo va? —Galen se asomó ansioso a la comuconsola.

—Casi lo fastidió todo en los primeros cinco minutos, anoche. El dendarii conductor del coche resultó ser el maldito primo —la voz del clon era baja e intensa—. Por suerte, conseguí que mi primer error fuera considerado una broma. Pero me tienen en la misma habitación que el hijo de puta. Y ronca.

—Cierto —comentó Miles, sin que se lo preguntara nadie—. Para diversión de verdad, espera a que empiece a hacer el amor en sueños. Maldición, ojalá tuviera yo sueños como los de Ivan. Lo único que sufro son pesadillas… jugar al polo desnudo contra un montón de cetagandanos con la cabeza cortada del teniente Murka como balón. Gritaba cada vez que marcaba gol. Rebotaba y se enganchaba… —las palabras de Miles se perdieron, puesto que continuaron ignorándolo.

—Tendrás que tratar con todo tipo de personas que lo conocieron, antes de que esto se acabe —dijo Galen ásperamente—. Pero si logras engañar a Vorpatril, engañarás a cualquiera…

—Podrás engañar a todo el mundo alguna vez —canturreó Miles—, y a algunas personas todas las veces, y podrás engañar a Ivan siempre que quieras. No presta atención.

Galen lo miró, irritado.

—La embajada es un microcosmos perfectamente aislado —continuó, dirigiéndose al vid—. Antes de que salgas al ruedo mayor de Barrayar, la presencia de Vorpatril nos proporciona una oportunidad de prácticas única. Si te descubre, encontraremos algún medio de eliminarlo.

—Mm —el clon no parecía muy satisfecho—. Antes de que empezáramos, creí que habíais conseguido atiborrarme la cabeza de todo conocimiento posible sobre Miles Vorkosigan. En el último minuto descubren que ha estado llevando una doble vida todo este tiempo… ¿qué más se les ha pasado por alto?

—Miles, hemos hablado de eso…

Miles advirtió con un sobresalto que Galen llamaba al clon por su nombre. ¿Tan concienzudamente había sido acondicionado para aquel papel que no tenía un nombre propio? Qué extraño…

—Sabíamos que habría lagunas en las que tendrías que improvisar. Pero nunca tendremos una oportunidad mejor que esta visita suya a la Tierra. Mejor que esperar otros seis meses y tratar de actuar en Barrayar. No. Es ahora o nunca.

Galen tomó aliento. Se tranquilizó.

—Bien. Superaste esta noche.

El clon hizo una mueca.

—Sí, si no contamos que a punto estuve de ser estrangulado por un maldito abrigo de piel animado.

—¿Qué? Oh, la piel viviente. ¿No se la dio a la mujer?

—Evidentemente, no. Casi me meé encima antes de darme cuenta de lo que era. Desperté al primo.

—¿Sospechó algo? —preguntó Galen, nervioso.

—Lo tomó por una pesadilla. Parece que Vorkosigan las tiene muy a menudo.

Miles asintió sabiamente.

—Es lo que les decía. Cabezas cortadas… huesos rotos… parientes mutilados… alteraciones inusitadas en partes importantes de mi cuerpo…

La droga parecía estar surtiendo algún tipo de extraño efecto memorístico, lo cual hacía en parte que la pentarrápida fuera tan efectiva en los interrogatorios, sin duda. Sus sueños recientes acudían a él con mucha más claridad de lo que los recordaba conscientemente. En el fondo, se alegraba de tender a olvidarlos.

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