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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosas criaturas (4 page)

BOOK: Hermosas criaturas
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Deslizó el plato en mi dirección, mirándome, pero sin llegar a verme de verdad. Me metí un bocado de puré de patata y pollo en la boca. No había nada que Amma odiara más que dejar la comida en el plato. Intenté mantenerme a distancia de la punta del lápiz negro del número 2 que usaba sólo para los crucigramas y que estaba tan afilado que casi se podía derramar sangre con él. Esta noche no me cabía duda alguna.

Escuché el rápido golpeteo de la lluvia en el tejado. No se oía nada más en la habitación. Amma dio un golpe con el lápiz en la mesa.

—Nueve letras. «Recluido o penalizado por cometer una fechoría». —Lanzó otra mirada en mi dirección. Me metí otra cucharada en la boca de puré de patata. Ya sabía lo que se me venía encima: el nueve horizontal.

—C.A.S.T.I.G.A.D.O. O sea, sancionado. Es decir, que si no eres capaz de llegar a clase a tu hora, ya puedes ir pensando en irte de esta casa.

Me pregunté quién la habría llamado para decirle que había llegado tarde, o mejor aún, quién no la habría llamado. Volvió a sacar punta al lápiz, aunque no lo necesitaba, metiendo la punta en el afilador automático que tenía en la encimera. Seguía evitándome la mirada de forma significativa, lo que era aún peor que si me hubiera mirado fijamente a los ojos.

Me acerqué a ella y le pasé el brazo por encima, dándole un buen achuchón.

—Venga ya, Amma. No seas así. Esta mañana estaba diluviando, no querrías que corriéramos como locos bajo la lluvia, ¿no?

Alzó una ceja, pero su expresión se suavizó.

—Bueno, pues me da la impresión de que va a llover desde ahora hasta el día en que te dé por cortarte el pelo, así que será mejor que encuentres el modo de llegar a la escuela antes de que suene el timbre.

—Sí, señora. —Le di un achuchón más y me encaminé de nuevo hacia el gélido puré de patata—. No te vas a creer lo que ha pasado hoy. Tenemos una chica nueva en clase. —No sé por qué dije aquello, quizá porque aún lo tenía metido en la cabeza.

—¿Crees que no me he enterado de lo de Lena Duchannes? —Casi me atraganté con el pan. Lena Duchannes. En el sur se pronunciaba de un modo que rimaba con lluvia y, tal cual lo decía Amma, parecía como si la palabra hubiera adquirido una sílaba extra. Dukey-yein.

—¿Ése es su nombre? ¿Lena?

Amma empujó un vaso de batido de chocolate en mi dirección.

—Sí y no, y además no es asunto tuyo. No te voy a dejar que andes enredando con cosas de las que no tienes ni idea, Ethan Wate.

Amma siempre hablaba con acertijos y nunca explicaba nada más. Yo no había ido a su casa en Wader's Creek desde que era un crío, pero sabía que la mayor parte del pueblo sí lo había hecho. Amma era la lectora de cartas de tarot más respetada en cien kilómetros a la redonda, igual que su madre antes que ella y su abuela antes aún, hasta seis generaciones de lectoras de tarot. Gatlin estaba lleno de baptistas, metodistas y pentecostalistas temerosos de Dios, pero ninguno de ellos podía resistir la tentación de las cartas, la posibilidad de cambiar el curso de su propio destino, puesto que eso era lo que pensaban que podía hacer un lector con poderes. Y, desde luego, Amma era toda una fuerza que tener en cuenta.

Algunas veces hallaba alguno de sus hechizos caseros en el cajón de los calcetines o colgado de la puerta del estudio de mi padre. Sólo pregunté una vez qué era aquello. Mi padre le gastaba bromas cada vez que encontraba uno, pero me di cuenta de que no los quitaba de la circulación. «Mejor respetarlos que tener que lamentarlo», decía, y supuse que con esto se refería a respetar a Amma, que podía hacer que lo lamentaras bien lamentado.

—¿Has oído algo más sobre ella?

—Tú a lo tuyo. Un día vas a hacer un agujero en el cielo y el universo se va a caer por ahí. Entonces, estaremos todos metidos en un buen lío.

Mi padre se deslizó en la cocina en pijama. Se sirvió una taza de café y sacó de la despensa un paquete de cereales Shredded Wheat. Aún llevaba colocados los tapones amarillos de cera para los oídos. Cuando cogía los cereales significaba que estaba a punto de comenzar su día y que tuviera los tapones puestos que aún no lo había hecho.

Me incliné y le susurré a Amma:

—¿Qué es lo que has oído por ahí?

Amma se llevó mi plato y lo puso en el fregadero. Luego estuvo limpiando algunos huesos que parecían de paleta de cerdo y los colocó en un plato, lo cual me resultó extraño porque habíamos cenado pollo esa noche.

—Eso no es asunto tuyo. Lo que a mí me gustaría saber es por qué estás tan interesado.

Me encogí de hombros.

—No, no mucho, la verdad. Sólo es curiosidad.

—Pues ya sabes lo que dicen de la curiosidad. —Clavó un tenedor en mi trozo de pastel de crema y luego me echó la Mirada antes de irse.

Incluso mi padre notó cómo se balanceaba la puerta de la cocina cuando ella se marchó y se quitó uno de los tapones para preguntarme:

—¿Qué tal te ha ido en la escuela?

—Bien.

—¿Qué le has hecho a Amma?

—He llegado tarde a clase.

Me estudió la expresión de la cara y yo la suya.

—¿El número 2?

Yo asentí.

—¿Afilado?

—Ya lo estaba, pero, aun así, lo afiló más. —Suspiré. Mi padre casi llegó a esbozar una sonrisa, lo cual era muy raro. Sentí una especie de alivio, quizá casi como si hubiera logrado algo.

—¿Sabes cuántas veces he estado sentado en esa vieja mesa mientras ella me amenazaba con el lápiz cuando era niño? —me preguntó, aunque realmente no era una pregunta. La mesa, rayada y manchada de pintura, pegamento y rotuladores por todos los Wate que lo habían hecho antes que yo, era uno de los trastos más viejos de la casa.

Sonreí. Mi padre cogió el bol de cereales e hizo un gesto con la cuchara en mi dirección. Amma había criado a mi padre, un hecho que me habían recordado cada vez que había osado hablarle con descaro cuando era niño.

—M.I.R.Í.A.D.A. —deletreé.

Mientras dejaba caer el bol en el fregadero, él me respondió a su vez:

—I.N.F.I.N.I.D.A.D. O sea, te he ganado, Ethan Wate.

Dio un paso hasta que quedó bajo la luz de la cocina y en ese momento su media sonrisa se redujo hasta desaparecer. Tenía peor aspecto que nunca. Las sombras de su rostro se habían acentuado y los huesos se le distinguían con toda claridad a través de la piel, que había adquirido un color verde pálido al no salir nunca de casa. Hacía meses que parecía una especie de cadáver andante. Se me hacía difícil pensar que era la misma persona que se sentaba conmigo durante horas en las playas del lago Moultrie, comiendo sándwiches de pollo y ensalada y enseñándome cómo lanzar correctamente el sedal. «A un lado y al otro, a las diez y a las dos. A las diez y a las dos, como las manecillas del reloj». Los últimos cinco meses habían sido muy duros para él, quería de verdad a mi madre. Pero yo también.

Cogió el café y regresó a su estudio arrastrando los pies. Era hora de enfrentarse a los hechos. Quizá Macon Ravenwood no era el único en vivir enclaustrado en la ciudad y no creía tampoco que cupieran en ella dos Boo Radleys, pero esto era lo más parecido a una conversación que habíamos tenido en meses y no quería que se marchara.

—¿Qué tal te va con el libro? —le espeté. En realidad, lo que quería decirle era que se quedara y hablara conmigo.

Él pareció sorprenderse y después se encogió de hombros.

—Ahí va. Todavía me queda un montón de trabajo. —Esto quería decir que no podía hacerlo.

—La sobrina de Macon Ravenwood se ha mudado a la ciudad —dije esto justo después de que él se hubiera puesto los tapones de nuevo. Como siempre, no había forma de sincronizarnos. Pensándolo bien, me estaba pasando esto con todo el mundo en los últimos tiempos.

Mi padre se quitó un tapón, suspiró, y luego se quitó el otro.

—¿Qué? —Pero ya había comenzado a dirigirse hacia su estudio. El contador de nuestra conversación estaba en el tiempo de descuento.

—¿Sabes algo de Macon Ravenwood?

—Lo mismo que todo el mundo, supongo. Se comporta como un recluso. Por lo que yo sé, no ha salido de la mansión Ravenwood en años. —Abrió la puerta del estudio y cruzó el umbral, pero yo no le seguí. Me quedé en la entrada.

Jamás había puesto un pie allí dentro. Cuando tenía siete años, me había pillado una vez, sólo una, leyendo una novela antes de que terminara de revisarla. Su estudio era un lugar oscuro, aterrador. Había un raído sofá Victoriano encima del cual colgaba un cuadro siempre cubierto con una tela. Sabía que no debía preguntar nunca lo que había debajo de ella. Más allá, junto a la ventana, estaba el escritorio de mi padre, tallado en caoba, otra antigüedad transmitida de generación en generación con la casa. Y libros, viejos libros encuadernados en piel tan pesados que cuando se abrían era necesario colocarlos sobre un atril enorme.

Éstas eran las cosas que nos ataban a Gatlin y también a la propiedad de los Wate, justo como lo habían hecho nuestros antepasados durante más de cien años.

Su manuscrito reposaba sobre el escritorio. Aquella vez también se encontraba en el mismo lugar, en una caja de cartón abierta y yo quería enterarme como fuera de lo que contenía. Mi padre escribía terror gótico, por eso ninguno de sus textos era apropiado para un niño de siete años, pero todas las casas de Gatlin estaban llenas de secretos, como todo el sur, en realidad, y mi casa no era una excepción, ni siquiera entonces.

Fue él quien me encontró, acurrucado en el sofá de su estudio, con las páginas esparcidas a mi alrededor como si hubiera estallado uno de mis cohetes de juguete en la caja. Por aquel entonces, no sabía disimular mis trastadas, algo que aprendí con rapidez después de aquello. Sólo le recuerdo gritándome hasta que apareció mi madre y me encontró llorando en el viejo magnolio que había en el patio. «Algunas cosas son privadas, Ethan. Y únicamente para personas mayores».

Yo sólo quería saber. Ése había sido siempre mi problema. De hecho, lo seguía siendo. Quería saber por qué mi padre nunca salía de su estudio. Quería saber por qué no podíamos marcharnos de esa vieja casa sólo porque había un millón de Wate que hubieran vivido antes allí, especialmente ahora que mi madre ya no estaba.

Pero no esa noche. Esa noche sólo quería recordar los sándwiches de pollo y ensalada, y lo de las diez y las dos, y aquellos momentos en los que mi padre se comía los cereales en la cocina, gastándome bromas. Me quedé dormido mientras recordaba.

Antes de que sonara el timbre al día siguiente, Lena Duchannes se había convertido en el tema del que hablaba todo el mundo en el instituto Jackson. De alguna manera, a pesar de las tormentas y los cortes de luz, Loretta Snow y Eugenie Asher, las madres respectivas de Savannah y Emily, se las apañaron para poner la cena en la mesa y llamar a todo el mundo en el pueblo para que supieran que una pariente loca de Macon Ravenwood conducía por Gatlin en un coche fúnebre, un coche que pensaban que aún se usaba para transportar muertos cuando nadie miraba. Y desde ahí la cosa fue a más.

Había dos cosas con las que podías contar en Gatlin. Primero, podías ser diferente, incluso estar loco, y la gente no iba a pensar que eras el asesino del hacha… siempre y cuando salieras de casa de vez en cuando. Segundo, si había algo que contar, podías estar seguro de que iba a haber alguien que lo contase. Que una chica nueva se mudara a la Mansión Encantada con el enclaustrado de la ciudad, eso sí que era una historia, probablemente la mejor historia que había sucedido en Gatlin desde el accidente de mi madre. Así que no sé por qué me sorprendí cuando vi a todo el mundo hablar de ella, a todos, menos a los chicos. Éstos tenían otros asuntos que solucionar primero.

—Entonces, ¿qué es lo que tenemos, Em? —preguntó Link cerrando la puerta de su taquilla con un golpe.

—Contando las pruebas para animadoras, parece que unos cuatro ochos, tres sietes y un puñado de cuatros. —Ni siquiera se molestaba en contar a las novatas de primero que no llegaban a puntuar con un cuatro.

Yo también cerré la mía con un golpazo.

—¿Y a eso le llamas noticias? ¿No son las mismas chicas que vemos en el Dary Kin todos los sábados?

Emory sonrió y me dio una palmada en el hombro.

—Pero ahora están en el juego, Wate. —Paseó la mirada por las chicas que había en el vestíbulo—. Y yo también estoy preparado para jugar.

A Emory, sin embargo, se le iba la fuerza por la boca. El año anterior, cuando éramos novatos, se pasaba las horas hablando de las tías buenas veteranas que se iba a tirar, ya que había entrado en el equipo de baloncesto del instituto. Em estaba en la inopia, igual que Link, pero no era tan inofensivo. Tenía una vena mezquina, como todos los Watkin.

Shawn sacudió la cabeza.

—Esto es como querer coger melocotones de una vid.

—Los melocotones crecen en los árboles —le soplé, pues había terminado por irritarme, quizá porque me había encontrado antes de clase con los chicos en el mostrador de las revistas del Stop & Steal, y me había visto obligado a sufrir la misma conversación mientras Earl hojeaba los números de la única cosa que leía, esas revistas con chicas en bikini tumbadas sobre el capó de un coche.

Shawn se me quedó mirando, confuso.

—¿De qué estás hablando?

Ni siquiera sabía por qué estaba molesto. Era una conversación estúpida, tan estúpida como el hecho de que todos los chicos tuviéramos que reunimos los miércoles por la mañana antes de ir a clase. Era algo que me tomaba como si estuvieran pasando lista. Si estabas en el equipo, se esperaba que hicieras unas cuantas cosas. Sentarse con todos los demás en la cafetería, ir a las fiestas de Savannah Snow, pedirle a una animadora que te acompañara al baile y darte una vuelta por el lago Moultrie el último día de colegio. Tú podías meter la pata en casi cualquier cosa siempre que aparecieras cuando había que pasar lista. No sabía por qué, pero cada vez me costaba más acudir.

Todavía no había conseguido una respuesta cuando la vi. Incluso aunque no hubiera llegado a verla, lo habría sabido, porque el pasillo, que generalmente estaba atestado de gente abriendo las taquillas e intentando llegar a tiempo a clase antes del segundo timbre, se despejó en cuestión de segundos. Todo el mundo dio un paso hacia atrás cuando ella entró, como si fuera una estrella de rock.

O una leprosa.

Sin embargo, todo lo que yo vi fue una chica preciosa con una chaqueta de deporte blanca con la palabra «Múnich» bordada sobre un largo vestido gris debajo del cual asomaban unas Converse muy usadas. Llevaba también una larga cadena de plata en torno al cuello con toneladas de cosas colgando, como un aro de plástico de una máquina expendedora de chicles, un imperdible y un montón de amuletos que no podía distinguir, ya que estaba muy lejos. Una chica cuyo aspecto no era el de una chica de Gatlin. No podía quitarle los ojos de encima.

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